Prisioneros

El reto existencial que enfrentamos hoy aquellas y aquellos que formamos la mayoría de progreso social que sigue existiendo en nuestro país, es la necesidad de confiar desde la generosidad los unos en los otros, de poner la ‘economía moral de la multitud’ por encima de cualquier veleidad, sospecha o agravio.

Por Ricard Bellera

No es por nada, pero algo huele a liebre muerta y a calabozo en la izquierda. Me explico. Que el valor colectivo se construye desde la confianza es algo que ya nos descubrió Rousseau a mediados del siglo XVIII con su metáfora de la caza del ciervo. En ella narraba el conflicto que se plantea a dos cazadores que pueden cooperar y cazar un ciervo, lo cual requiere de una cierta coordinación y subordinación a una estrategia común, o pueden optar por cazar liebres de manera individual, pero con una recompensa menor. Este tipo de paradoja se amplió doscientos años más tarde con la teoría del juego y situaciones como la que plantea el ‘dilema del prisionero’. En éste hay dos supuestos ladrones que son arrestados e interrogados por separado. A ambos se les ofrece el siguiente trato. Si confiesa uno y no confiesa el otro, el primero será liberado y el segundo condenado a diez años de prisión. Si confiesan los dos, la condena en ambos casos será de seis años, y si no confiesa ninguno tan sólo los encerrarán por un año. De existir confianza plena los dos saldrían ganando con una condena corta pero si optan por la ‘seguridad’, pagará cada uno con una pena de seis años.

Así lo previsible es que los dos acaben ‘cantando’. Es la manera de ahorrarse cuatro años, y de anticipar el agravio que supondría ser el único que confiara. Cuando se sigue el hilo del conflicto entre ‘seguridad’ y ‘cooperación’ se llega a un concepto de mayor actualidad y que parece un guiño al voto progresista. Se trata de lo que Garret Harding bautizó como ‘tragedia de los comunes’ y tiene como escenario los pastos comunales, que ofrecen a los habitantes de una aldea o pueblo mayor calidad que la pura suma de parcelas individuales. Sin embargo, el uso que se puede hacer de la propiedad común puede ser distinto. Puede haber quien se aproveche más y quien se beneficie menos, y esa es precisamente la tragedia de un bien de carácter colectivo. Pero si recapacitamos y aplicamos el prisma histórico, el problema radica menos en el uso que hagan unos individuos y otros, sino en que haya quien quiera adueñarse de esos pastos y cercarlos. Ese fue el caso en el famoso ‘enclosure’ en el Reino Unido que, desde mediados del siglo XVIII, expulsó a los campesinos de sus tierras para alimentar con mano de obra la creciente demanda de las fábricas

Es en este contexto, en el que E. P. Thompson, autor de ‘La formación de la clase obrera en Inglaterra’, acuñó el concepto de “economía moral de la multitud”. Esta vendría a ser el dispositivo colectivo por el que se comparten las ‘normas, prácticas y valores compartidos’ en defensa de los bienes comunes. Esta economía moral, como la cultura del ciervo, o la complicidad entre prisioneros, nos parece hoy, ante en el escenario de la candente atomización de la izquierda, de enorme actualidad. También hoy existe, a pesar de los intereses de los grandes actores financieros, un pasto común que nos brinda educación, sanidad y buenas prestaciones y derechos que nos hacen la vida un poco más fácil. También hoy es evidente, como hace trescientos años, que existe la voluntad por parte del poder constituido, de adueñarse, mediante una ofensiva contra lo popular, lo democrático y lo público, del bien común para cercarlo, privatizarlo y crear nuevas dependencias que nos sitúen como esclavos del capital, del mercado, o del algoritmo.

Frente a esta amenaza hace falta mucha economía moral en la izquierda y mucha confianza. Baste con imaginarse que el pasto común es también la propia mayoría social que permite definir, articular y transformar la sociedad en términos democráticos. Si se opta por volver a la lógica de las parcelas individuales, del agravio y del regate en corto, lo que nos vamos a encontrar va a ser con una tragedia que puede superar todas las previsiones. La diferencia que existe hoy entre optar por la complicidad y la confianza, o por anticipar el posible agravio y decantarse por una condena ‘cierta’, es la que dista entre renovar la mayoría de progreso o condenarnos a un gobierno neoliberal y filofascista que acabaría por hacer bueno el tan denostado régimen del 78.

El reto existencial que enfrentamos hoy aquellas y aquellos que formamos la mayoría de progreso social que sigue existiendo en nuestro país, es la necesidad de confiar desde la generosidad los unos en los otros, de poner la ‘economía moral de la multitud’ por encima de cualquier veleidad, sospecha o agravio. Luego serán los unos los que se aprovechen más y los otros los que no tengan el reconocimiento que se merecen, pero eso importará bien poco si, a cambio, dejamos de ser prisioneros de nosotros mismos, y nos quitamos de encima este tufo a celda húmeda y a liebre muerta.

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