Por qué Palestina sigue siendo la cuestión

En el corazón de Medio Oriente se encuentra la injusticia histórica de Palestina. Hasta que se resuelva y el pueblo palestino tenga su libertad y su patria, e israelíes y palestinos/as sean iguales ante la ley, no habrá paz en la región, y quizás en ninguna parte.

Por John Pilger / Rebelión

Cuando en la década de 1960, siendo un joven reportero, fui por primera vez a Palestina, me alojé en un kibutz. Las personas a las que conocí eran trabajadoras, llenas de energía, y se llamaban a sí mismas socialistas. Me gustaron.

Una noche durante la cena, les pregunté por las siluetas de personas que se veían a lo lejos, más allá de nuestro perímetro.

“Árabes”, dijeron, “nómadas”, casi escupiendo las palabras. Dijeron que Israel -refiriéndose a Palestina- había sido prácticamente una tierra baldía, y que una de las grandes hazañas de la empresa sionista era hacer florecer el desierto.

Pusieron como ejemplo su cultivo de naranjas de Jaffa, que se exportaban al resto del mundo: un triunfo sobre los caprichos de la naturaleza y la negligencia humana.

Era la primera mentira. La mayor parte los naranjales y de los viñedos pertenecían a palestinos que habían labrado la tierra y exportado naranjas y uvas a Europa desde el siglo XVIII. Los anteriores habitantes de la antigua ciudad palestina de Jaffa llamaban a la ciudad “el lugar de las naranjas tristes”.

En el kibutz nunca se usaba la palabra “palestino”. Pregunté por qué. La respuesta fue un silencio incómodo.

En todo el mundo colonizado, la verdadera soberanía de los pueblos originarios es temida por quienes nunca consiguen ocultar el hecho -y el crimen- de vivir en una tierra robada.

El siguiente paso es negar a la gente su condición humana -como saben demasiado bien las personas judías. A eso le sigue -tan lógicamente como la violencia- ultrajar la dignidad, la cultura y el orgullo de las personas.

En Ramala, tras la invasión de Cisjordania ordenada por el difunto Ariel Sharon en 2002, caminé por calles llenas de coches destrozados y casas demolidas hasta el Centro Cultural Palestino. Los soldados israelíes habían acampado ahí hasta esa mañana.

Me recibió la directora del centro, la novelista Liana Badr, cuyos manuscritos originales yacían desparramados y destruidos por el suelo. Los soldados se habían llevado el disco duro que contenía sus obras de ficción y una biblioteca de obras de teatro y poesía. Casi todo estaba destrozado y mancillado.

No había sobrevivido un solo libro con todas sus páginas, ni una sola cinta original de una de las mejores colecciones de cine palestino.

Los soldados habían orinado y defecado en el suelo, en los escritorios, sobre los bordados y las obras de arte. Habían embadurnado dibujos infantiles con heces y escrito (con mierda): “Nacido para matar”.

Liana Badr tenía lágrimas en los ojos, pero la cabeza bien alta. “Lo reconstruiremos otra vez”, me dijo.

Lo que enfurece a quienes colonizan y ocupan, roban y oprimen, destrozan y mancillan, es la negativa de las víctimas a doblegarse. Y éste es el tributo que todos deberíamos rendir al pueblo palestino. Se niegan a doblegarse. Siguen adelante. Esperan -hasta que vuelven a luchar. Y lo hacen aun cuando quienes los gobiernan colaboren con sus opresores.

En medio del bombardeo israelí de 2014 sobre Gaza, el periodista palestino Mohammed Omer nunca dejó de informar. Tanto él como su familia se vieron afectados, hacían cola para conseguir agua y comida, y las acarreaban entre los escombros. Cuando le llamé por teléfono, podía oír las bombas tras la puerta. Se negó a doblegarse.

Los reportajes de Mohammed, ilustrados por sus gráficas fotografías, fueron un modelo de periodismo profesional que puso en evidencia la complaciente y cobarde manera de informar de los llamados medios hegemónicos de Gran Bretaña y Estados Unidos. La idea de ‘objetividad’ que tiene la BBC (hacerse eco de los mitos y mentiras de la autoridad, una práctica de la que está orgullosa) es puesta en cuestión todos los días por personas como Mohammed.

Durante más de 40 años he documentado la negativa del pueblo palestino a doblegarse ante sus opresores: Israel, Estados Unidos, Gran Bretaña, la Unión Europea.

Desde 2008, Gran Bretaña sola ha concedido a Israel licencias de exportación de armas y misiles, drones y rifles de francotirador por valor de 434 millones de libras.

Quienes han resistido esto -sin armas-, quienes se han negado a doblegarse, son algunos de los palestinos que he tenido el privilegio de conocer:

– Mi amigo el difunto Mohammed Jarella, que trabajó sin descanso para la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos (UNRWA, por su sigla en inglés), me enseñó por primera vez en 1967 un campo de refugiados palestino. Era un día muy duro de invierno, y los niños y niñas en edad escolar temblaban de frío. “Un día… -decía- Un día…”

– Mustafa Barghouti, cuya elocuencia continúa incólume, y que me describió la tolerancia que existía en Palestina entre las personas judías, musulmanas y cristianas hasta que -como me dijo- “los sionistas quisieron tener un Estado a expensas del pueblo palestino”.

– La Dra. Muna El-Farra, una médica de Gaza, cuya pasión era recaudar dinero para hacer operaciones de cirugía plástica a los niños y niñas desfiguradas por las balas y la metralla israelíes. Las bombas israelíes arrasaron su hospital en 2014.

– El Dr. Jalid Dahlan, psiquiatra, cuyas clínicas para la niñez de Gaza —niños y niñas que casi se habían vuelto locos por la violencia israelí— eran oasis de civilización.

Fátima y Nasser son una pareja cuya casa se alzaba en un pueblo cerca de Jerusalén calificado como “Área C”, lo que significa que la tierra fue calificada como sólo para judíos. Sus padres habían vivido ahí; sus abuelos habían vivido ahí. Hoy, los buldózeres están allanando carreteras sólo para judíos, protegidos por leyes sólo para judíos.

Era más de media noche cuando Fátima se puso de parto de su segundo hijo. El bebé era prematuro, y cuando llegaron al checkpoint, con el hospital a la vista, el joven soldado israelí les dijo que necesitaban otro documento.

Fátima tenía una fuerte hemorragia. El soldado se rió e imitó sus gemidos, y les dijo: “Vayánse a casa”. El niño nació allí en un camión. Estaba azul de frío, y muy pronto murió por no recibir los cuidados necesarios. Se llamaba Sultán.

Para las y los palestinos, éstas serán historias familiares. La pregunta es por qué no lo son en Londres y Washington, Bruselas y Sidney.

En Siria, una causa liberal reciente -una causa de George Clooney- está siendo financiada generosamente por Gran Bretaña y Estados Unidos, a pesar de que sus beneficiarios, los llamados rebeldes, están dominados por yihadistas fanáticos -el producto de la invasión de Afganistán e Irak, y de la destrucción de la Libia moderna.

Y sin embargo, la ocupación y la resistencia más largas de los tiempos modernos no son reconocidas. Cuando de pronto las Naciones Unidas se conmueven y califican a Israel de Estado de apartheid -como sucedió este año-, eso provoca indignación, pero no contra el Estado cuyo “propósito principal” es el racismo, sino contra una comisión de Naciones Unidas que osó romper el silencio.

“Palestina -afirmó Nelson Mandela- es el mayor problema moral de nuestro tiempo”.

¿Por qué se oculta esta verdad día tras día, mes tras mes, año tras año?

Cuando se trata de Israel –el Estado de apartheid, culpable de crímenes contra la humanidad y de haber violado el Derecho Internacional más que cualquier otro Estado–, persiste el silencio entre quienes saben y cuyo trabajo consiste en dejar las cosas en claro.

Cuando se trata de Israel, gran parte del periodismo está intimidado y controlado por un pensamiento colectivo que exige silencio sobre Palestina, mientras que el periodismo honrado se ha convertido en disidencia: una clandestinidad metafórica.

Una sola palabra –“conflicto”– permite este silencio. “El conflicto árabe-israelí”, recitan los robots en sus apuntadores electrónicos. Y cuando un veterano periodista de la BBC, un hombre que conoce la verdad, se refiere a “dos relatos”, la contorsión moral es total.

No existe un conflicto, ni dos relatos con su respaldo moral. Existe una ocupación militar impuesta por una potencia nuclear, que es apoyada por la mayor potencia militar del planeta, y existe una injusticia descomunal.

Se puede prohibir la palabra “ocupación”, borrarla del diccionario. Pero no se puede prohibir el recuerdo de la verdad histórica: la sistemática expulsión del pueblo palestino de su patria. Los israelíes lo llamaron “Plan D” en 1948.

El historiador israelí Benny Morris describe cómo uno de sus generales le preguntó a David Ben-Gurion, el primero en ocupar el cargo de Primer Ministro de Israel: “¿Qué haremos con los árabes?”. El Primer Ministro, escribió Morris, “hizo un gesto despectivo y enérgico con la mano». “¡Expulsarlos!”, dijo.
Setenta años después, este crimen ha sido suprimido de la cultura intelectual y política de Occidente. O es discutible, o meramente controversial. Periodistas con abultados sueldos aceptan con entusiasmo viajes pagados por Israel, su hospitalidad y sus halagos, y después protestan enérgicamente defendiendo su ‘independencia’. El término “tontos útiles” fue acuñado para ellos.

En 2011, me impactó la facilidad con la que uno de los novelistas británicos más aclamados, Ian McEwan, un hombre bruñido por los destellos de la ilustración burguesa, aceptó el Premio Jerusalén de literatura en el Estado de apartheid.

¿Habría ido McEwan a Sun City en la Sudáfrica del apartheid? Ahí también concedían premios, con todos los gastos pagados. McEwan justificó su acción con palabras ambiguas acerca de la independencia de la “sociedad civil”.

La propaganda (del tipo de la que ofreció McEwan, con su golpecito de reprimenda en las muñecas de sus encantados anfitriones) es un arma para los opresores de Palestina. Como el azúcar, insinúa prácticamente todo hoy en día.

Comprender y deconstruir la propaganda estatal y cultural es hoy nuestra tarea más importante. Se nos está obligando a entrar en una segunda Guerra Fría, cuyo objetivo final es someter y balcanizar a Rusia, e intimidar a China.

Cuando Donald Trump y Vladimir Putin hablaron en privado durante más de dos horas en la Cumbre del G20 en Hamburgo, al parecer acerca de la necesidad de no emprender la guerra el uno contra el otro, los detractores más vociferantes fueron los que se han apoderado del liberalismo, como el escritor político sionista de The Guardian: “No es de extrañar que Putin sonriera en Hamburgo. Sabe que ha conseguido su principal objetivo: ha hecho a Estados Unidos débil otra vez”, escribió Jonathan Freedland. Que empiecen los abucheos al Malvado Vlad.

Estos propagandistas nunca han conocido la guerra, pero aman el juego imperial de la guerra. Lo que Ian McEwan denomina “sociedad civil” se ha convertido en una rica fuente de propaganda afín.

Tomemos un término que los guardianes de la sociedad civil utilizan con frecuencia: “derechos humanos”. Al igual que otro concepto noble: “democracia”, el concepto de “derechos humanos” ha sido casi vaciado de su significado y propósito.

Como el “proceso de paz” y la “hoja de ruta”, los derechos humanos en Palestina han sido secuestrados por los gobiernos occidentales y las ONG corporativas que ellos financian y que reivindican una payasesca autoridad moral.

Así, cuando los gobiernos y las ONG piden a Israel que “respete los derechos humanos” en Palestina, no pasa nada, porque todos saben que no hay nada que temer: nada va a cambiar.

Miren el silencio de la Unión Europea, que complace a Israel mientras éste se niega a cumplir sus compromisos con la población de Gaza, como mantener abierta la cuerda de salvamento que es el paso fronterizo de Rafah, una medida a la que accedió como parte de su rol en el acuerdo de alto el fuego tras el ataque de 2014. El puerto marítimo para Gaza, acordado por Bruselas en 2014, también ha sido abandonado.

La comisión de las Naciones Unidas que mencioné antes (su nombre completo es Comisión Económica y Social para Asia Occidental) describió a Israel como (y cito) “diseñado para servir al propósito principal” de la discriminación racial.

Millones de personas lo entienden. Lo que los gobiernos de Londres, Washington, Bruselas y Tel Aviv no pueden controlar es que la gente de a pie está cambiando como quizás nunca lo haya hecho antes.

La gente se está moviendo en todas partes y, en mi opinión, está más consciente que nunca. Algunas personas ya están en una revuelta abierta. La atrocidad de la Torre Grenfell en Londres ha hecho que las comunidades se unan en una vibrante resistencia que es casi nacional.

Gracias a una campaña popular, el Poder Judicial está hoy examinando las pruebas de un posible juicio a Tony Blair por crímenes de guerra. Aun si fracasa, es un acontecimiento fundamental, que echa abajo otra barrera más entre el público y su posibilidad de reconocer la naturaleza voraz de los crímenes del poder estatal: el desprecio sistemático por la humanidad perpetrado en Irak, en la Torre Grenfell, en Palestina. Esos son los puntos que están a la espera de ser unidos.

Durante la mayor parte del siglo XXI, el fraude del poder corporativo presentado como democracia ha dependido de la propaganda de distracción; se ha basado en gran parte en un culto al “yoísmo”, diseñado para desorientar nuestro sentido de mirar hacia los demás, de actuar juntos, de justicia social y de internacionalismo.

La clase, el género y la raza fueron separados. Lo personal se convirtió en la política y los medios en el mensaje. La promoción del privilegio burgués fue presentada como una política “progresista”. No lo era. Nunca lo es. Es la promoción del privilegio y del poder.

Entre los jóvenes, el internacionalismo ha encontrado una vasta audiencia. Vean el apoyo a Jeremy Corbyn y la recepción que recibió el circo del G20 en Hamburgo. Al entender la verdad y los imperativos del internacionalismo, y al rechazar el colonialismo, entendemos la lucha de Palestina.

Mandela lo dijo de esta manera: “Sabemos demasiado bien que nuestra libertad es incompleta sin la libertad de los palestinos”.

En el corazón de Medio Oriente se encuentra la injusticia histórica de Palestina. Hasta que se resuelva y el pueblo palestino tenga su libertad y su patria, e israelíes y palestinos/as sean iguales ante la ley, no habrá paz en la región, y quizás en ninguna parte.

Lo que Mandela decía es que la propia libertad es precaria mientras gobiernos poderosos puedan negar la justicia a otros, aterrorizar a otros, encarcelar y asesinar a otros en nuestro nombre. Ciertamente, Israel comprende la amenaza de que un día esto pueda dejar de ser normal.

Por eso su embajador en Gran Bretaña es Mark Regev, bien conocido por los periodistas como un propagandista profesional; y por eso se permitió el “enorme engaño” -como lo llamó Ilan Pappé- de las acusaciones de antisemitismo para torcer al Partido Laborista y minar el liderazgo de Jeremy Corbyn. Lo importante es que no tuvo éxito.
Ahora los acontecimientos se están sucediendo rápidamente. La notable campaña de Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) está teniendo éxito día tras día: ciudades y pueblos, sindicatos y organizaciones juveniles se están adhiriendo a la campaña. El intento del gobierno británico de impedir a los ayuntamientos aplicar el BDS ha fracasado en los tribunales.

Esto no es paja en el viento. Cuando el pueblo palestino se vuelva a alzar, como se alzará, puede que no tenga éxito al principio; pero lo tendrá finalmente si nosotros entendemos que ellos son nosotros y que nosotros somos ellos.

John Pilger es un premiado periodista y documentalista australiano residente en Londres, autor de varios libros y documentales. Este artículo es una versión abreviada de su ponencia en la Exposición Palestina de Londres, el 8 de julio. Se puede ver aquí el video de su ponencia “Palestine is still the issue» (“Palestina sigue siendo la cuestión»).

Publicado en Counterpunch el 11/7/17.  Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos y editado por María Landi.

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