Una atalaya
se construye hacia lo alto.
Muy arriba.
Aunque si se mira desde abajo
aparece muy pequeña a la vista.
Se puede colocar a mucha distancia
de la tierra
o junto a una nube en el cielo.
Una atalaya
se levanta para vigilar
grandes extensiones de poder
y avisar con presteza
sobre un peligro o amenaza
que se acerca desde el pueblo,
justo antes del amanecer.
Esa torre erguida y de alto porte
fija sus raíces en el Arroyo de la Miel.
Celia, muy fresca y lozana ella,
crece acorde a los tiempos,
y cuando se hace mayor, decide
vivir de un sueldo bien exprimido
y acorde a sus pasatiempos.
Avanza con paso firme
hacia un retiro dorado.
La piel, curtida entre escaños
de cuero imputrescible
y los dedos adaptados a una Tablet
cubierta de juegos y proyectos,
instalados con la desvergüenza
de unos consejos ofertados
por quien vive tan alto, tan lejos,
son la herramienta de trabajo idónea
para resetear el bienestar
del que espera paciente
en el crepúsculo del día,
a la sombra del hogar.
Una alerta
frente a la incursión berberisca.
Un aviso
para colocar la bandera de España
sobre una muralla de espinos
encorvada bajo el peso del expolio
perpetrado junto al Tajo,
en una mañana oscura,
sobre una tierra agarrotada …
… abarrotada por la nada.
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