Opinión | La corrupción instalada

Por Luis Aneiros

Hablar sobre corrupción en España es a día de hoy un ejercicio que conlleva un elevado riesgo de repetición. ¿Qué articulista, tertuliano, columnista o analista de la actualidad no ha dedicado algún esfuerzo a intentar aclarar las claves que explican lo que ocurre en nuestro país, eso que podría llamarse “la corrupción instalada”? Pero hay un aspecto en el que creo que se puede ahondar un poco más de lo que se ha hecho ya, y es en la trampa en la que nos han hecho caer todos aquellos que, de una forma u otra, son protagonistas, cómplices o consentidores de la red corrupta que se extiende por todo el país, y es el concepto de “caso de corrupción”.

Cuando un político llega a un puesto de poder, se encontrará en muy poco tiempo con la posibilidad de dejarse llevar por los llamativos cantos de lo fácil. A su alcance se sitúan posibilidades que pueden doblegar voluntades y hacer que se mire hacia otros lados. Y hay que estar hecho de un material muy especial para que no le arrastre esa normalidad social de la corrupción

Los medios de información hablan constantemente de “nuevos casos de corrupción” o “nuevas tramas de financiación ilegal” y consiguen lo que se pretendía al acuñar esos y otros parecidos términos: que sigamos pensando en los famosos casos aislados. Nos convencen de que un concejal de un ayuntamiento de Barcelona sobornado por un empresario es un caso distinto del de un presidente autonómico que financió ilegalmente a su partido con dinero negro. Y no es así. España está siendo gestionada a través de un sistema que es en sí mismo corrupción pura. Son siglos de gobiernos totalitarios con el apoyo de la iglesia católica, durante los cuales se establecieron las bases del buen gobierno: Dios pone al rey y el pueblo acepta la superioridad de quienes rodean al monarca, viendo como bueno todo aquello que suponga el bienestar de la aristocracia, poseedora de los medios de subsistencia. Son sus tierras, son sus empresas… es su dinero. Modernizando el estilo, la situación se mantuvo así hasta la llegada de la Segunda República, con la que se pretendió acercar a la gente la educación y el producto del trabajo, y terminar de una vez por todas con los privilegios que ese sistema corrupto mantenía. Sólo por eso se fraguó el golpe de estado que terminó en una guerra civil, por el interés en seguir disfrutando de las ventajas de la corrupción instalada en la manera de hacer política. Y la dictadura puso de nuevo las cosas en el sitio que habían estado siempre. De nuevo los distintos poderes e instituciones podían manejar entre ellos prebendas, dineros y destinos.

El gran paso que el franquismo da, en cuanto a la evolución de la corrupción, es que consigue trasladarla a la vida social de los españoles. El amiguismo, el enchufismo, los pagos por puestos de trabajo… Se consigue que la corrupción deje de ser cosa de las élites, y una “minicorrupción de andar por casa” queda instalada en nuestra forma de vida cotidiana, consiguiendo que el sistema adquiera el nivel de objetivo a alcanzar. En cientos de ciudades y pueblos españoles, la población conoce los tejemanejes que se cuecen en sus ayuntamientos, y el sentir general es que “mientras las calles están bien, no importa”.

Y, ¿quién se molestó en aprovechar la venida de la democracia para limpiar las instituciones de corrupción y malos hábitos? Más bien al contrario, la estructura heredada del franquismo ha sido, y sigue siendo, aprovechada para los intereses particulares de personas, partidos, ejércitos, iglesia, empresarios, banca, etc. etc. Se les puede poner nombres aislados, pero la Púnica, la Gürtel, Filesa, Bankia, Malaya, los EREs, Lezo… no son “casos de corrupción”, son la corrupción, el mismo caso, tan sólo son el sistema que nos gobierna. Se entiende que es necesario separarlos para su tratamiento judicial, pero no debemos caer en esa trampa de la que antes hablábamos y creernos que no hay una conexión entre ellos. Es el mismo caso, es el sistema, es la manera… Si el PP de Madrid no se financiara ilegalmente, un concejal de urbanismo de una ciudad no aceptaría un soborno y un ministro de sanidad no privatizaría hospitales en favor de amigos o empresas que en un futuro lo contratarán. Lo hacen porque es lo que saben, es aquello para lo que los colocan en sus puestos, es lo que se espera de ellos.

Y para rematar la jugada, dotan a conceptos como “antisistema” de un significado negativo. Grupos antisistema o partidos antisistema son conceptos que alertan a los ciudadanos, les hacen pensar en cócteles molotov y barricadas, cuando la realidad es que sólo siendo antisistema se puede mejorar la situación. Porque el sistema es corrupción y estafa, y ser anticorrupción y antiestafa es lo correcto. Cuando un político llega a un puesto de poder, se encontrará en muy poco tiempo con la posibilidad de dejarse llevar por los llamativos cantos de lo fácil. A su alcance se sitúan posibilidades que pueden doblegar voluntades y hacer que se mire hacia otros lados. Y hay que estar hecho de un material muy especial para que no le arrastre esa normalidad social de la corrupción. Puestos de trabajo para familiares, casas, viajes, dinero en metálico… Se empieza por cosas que pueden parecer nimias y se termina firmando documentos en los que se dilapidan millones de euros de dinero público. Y hay algún partido que, a día de hoy, tiene como único fin el sostenimiento de privilegios para sus dirigentes, amigos y aliados. ¿Por qué la banca, la iglesia y la gran empresa quieren un gobierno del Partido Popular? ¿Por afinidad de ideología? ¿Qué ideología? ¿Ha sido diferente con los distintos gobiernos del PSOE? ¿Qué han perdido los poderes fácticos antes nombrados durante los mandatos de Felipe González o de Zapatero? ¿Por qué todos, absolutamente todos, contra Podemos, contra Iglesias o Garzón? ¿Por qué la prensa da la misma (o mayor) resonancia mediática a dos torpes coca colas que a millones de euros robados a todos los españoles?

El sistema es la corrupción y la corrupción es el sistema. No importan los nombres que les ponga la Guardia Civil o el juez. No importan los apellidos ni la procedencia de los ladrones. Es el sistema el que nos roba, y son los partidos los que deciden quienes se llevan a sus casas el fruto del atraco. Y ya no disimulan, porque las cartas están sobre la mesa. Ya no hay un bipartidismo que simulaba discrepancia y confrontación. Ya saben que sabemos quiénes son. Y están aliados con un solo objetivo: que volvamos a creer que Dios los ha puesto en el trono. Porque sólo Dios los puede seguir manteniendo en él.

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