Por Luis Aneiros, con viñeta de El Koko
Imagino innecesario repetir aquí la historia del viejo, el joven y el burro. Pero sí su moraleja, que podríamos resumir en que, se haga lo que se haga, siempre habrá quién encuentre motivos para la crítica. Y, por supuesto, la historia de la política española no iba a ser una excepción. El inmovilismo se considera dañino, ya que no permite adaptarse a los cambios que se producen en la sociedad, pero la evolución se traduce rápidamente en traición a los principios fundacionales de los partidos. Caemos demasiado fácilmente en las contradicciones a las que nos llevan la simpatía o antipatía por una fuerza política u otra. Y eso conduce, inevitablemente, a la preocupante situación en la que se encuentra la izquierda en estos momentos.
¿Y por qué la izquierda? Precisamente por la oportunidad histórica en la que se encuentra. La derecha española está cómoda en su asentamiento ideológico. No les importa ser herederos de los principios fundamentales de una dictadura, porque las ideas que esa dictadura impregnó en la mentalidad de la población todavía rigen el comportamiento de la gente. Educación, moral, religión, tradición… son conceptos que todavía llevan la impronta de una época que en otros países estaría ya olvidada y superada, pero que en España goza de mucha nostalgia por la facilidad de dominio de masas y de control del pensamiento. Pero la izquierda necesita la oportunidad de demostrar que otra manera es posible, que los males de los españoles se solucionan con solidaridad y con el acercamiento de las instituciones al pueblo. El problema es que no existe un espacio político ni social en el que colocar estos conceptos, porque la maquinaria política española está construida para producir leyes, normas y prohibiciones, no para preocuparse por las personas a las que esas leyes y normas puedan afectar. La izquierda española sí sufre una lucha interna para poder aprovechar por fin la oportunidad que los últimos cambios sociales le brindan. A los españoles ya no nos llega con unas elecciones cada cuatro años, sino que empezamos a exigir que se nos tenga en cuenta para algo más que votar y mover banderitas en los mítines. Pero… ¿qué es mejor, mantener intacto el espíritu que llevó a la fundación y explosión de estas nuevas políticas o adaptarse a la voluntad que los españoles manifestamos en las últimas elecciones generales? ¿La pérdida de un millón de votos en unos pocos meses debe traducirse como la necesidad imperiosa de modificar los planteamientos iniciales o, por el contrario, refleja la decepción de los votantes por la moderación de los planteamientos en temas como la Renta Básica Universal o la nacionalización de la banca? Se decida lo que se decida, siempre habrá quien lo critique, obviamente y con todo el derecho del mundo.
Pero el verdadero problema surge cuando esas posiciones, legítimas y más que lógicas, se ven representadas con caras, nombres y apellidos. ¿Por qué todos aceptamos las diferencias pero nos resulta tan complicado respetar su defensa? Acusaciones de traición por un lado y de imposición por el otro, descalificaciones y campañas de desprestigio entre compañeros de filas, y un sinfín de despropósitos que más parecen fruto de maniobras venidas de fuera que del debate y el razonamiento ideológico. No es, como se dice habitualmente, que se hayan aprendido las maneras más negativas de la vieja política, sino que los políticos han puesto de manifiesto que son seres humanos, y que eso no siempre es bueno.
Pablo Iglesias e Iñigo Errejón son la conclusión previsible del paso del tiempo para el partido que ilusionó y asustó al mismo tiempo. Y los dos quieren gestionar y equilibrar esa ilusión y ese miedo para llegar al gobierno del país. Pero en la balanza de cada uno esos dos factores pesan de distinta manera, y esa es la dificultad con la que se encuentran. No hay duda de que, desde lo que fue su historia personal, podrían llegar a un acuerdo más que necesario sin un mayor esfuerzo que el de mantener las conversaciones necesarias, pero los intereses personales de terceras personas y el afán de protagonismo en algunos casos han embarrado una situación que, con otras formas, tan sólo sería un episodio de transición, por otra parte sano y posiblemente necesario a estas alturas.
¿Y la postura de sus votantes? Muy alejada de lo que debería ser la expectación lógica y la participación constructiva. Las redes sociales se convirtieron en depósitos de insultos, difamaciones, acusaciones estériles y debates sin más objetivo que desprestigiar al “otro”. Por ahora gana el miedo. Es muy difícil volver a ilusionar a quien hoy sólo sabe razonar que Errejón se quiere ir al PSOE o que Iglesias sólo piensa en sí mismo y su liderazgo. No se puede asegurar si Podemos está preparado o no para gobernar, pero buena parte de su electorado no tiene claro lo que la política tiene de debate y confrontación de ideas, incluso dentro de un mismo partido. Es más, sobre todo dentro de un mismo partido.
Muy buen artículo, suscribo lo dicho