Olvidar Armenia o abrir la ventana para comprobar que llueven bombas sobre Artsakh

Nada más pisar Ereván la tierra me habló, y me dejé colonizar por sus aromas, por los ojos que me sonreían al pasar y por las palabras que me acariciaban, y me reveló un lugar de gente amable y valiente, trabajadora y divertida, creativa y orgullosa de sus tradiciones

Realmente Pashinyan parecía, más que un revolucionario, un profeta, a los que sus seguidores escuchaban con un fervor que realmente no habíamos visto nunca en nuestra tierra, quizás esa magia que tuvo Felipe González en su primera época, aunque, pensando en él, también pensé en alto, mientras nos alejábamos de la plaza: ¡Ojalá no les decepcione!

La objetividad no existe y, forzarla, a veces conlleva ciertos riesgos: si dos países se acusan mutuamente de iniciar un ataque militar, reproducir ambas versiones sin ir más allá contribuye a difundir una mentira. Porque una de las dos partes tiene que estar mintiendo. Alguien dijo que el trabajo del periodista no consiste en contar que varias personas dicen que llueve, sino en abrir la ventana para comprobar que llueve.

VIRGINIA MENDOZA

Los lugares existen en tanto sigamos pensando en ellos, imaginando en ellos, en tanto los recordemos, nos recordemos ahí, y recordemos lo que imaginemos en ellos.

VALERIA LUSELLI

Por Angelo Nero

Nuestro imaginario particular está formado por lugares, al menos el mío, donde en algún momento fuimos felices, sentimos el sabor de las nubes, el ecoar de la tierra, donde, de algún modo, encontramos un puerto seguro en medio de la tormenta, un hogar donde abrigarnos en el más duro invierno, donde nos poblaran las sonrisas, las palabras o los silencios amables, donde sentir como las raíces te subían por las piernas y el viento cantaba canciones con los alambres retorcidos de tus recuerdos. A eses lugares de nuestro imaginario volvemos una y otra vez, evocándolos en nuestros sueños, en nuestras miradas, en el convencimiento de que, a ciencia cierta, nos han colonizado, y han tatuado un mapa secreto bajo nuestra piel.

Uno de esos lugares, a los que recurro una y otra vez cuando los fantasmas me mordisquean el alma, cuando la monotonía me flagela con sus gestos repetidos, cuando la deriva de la derrota me paraliza, gritándome ya no puedo más y aquí me quedo, es Armenia. Un territorio que ya sufrí como mío cuando supe de ese genocidio invisible, olvidado, negado, que fui descubriendo a través de los libros del gallego José Antonio Gurriarán, de las películas de Atom Egoyan e incluso de los comic de Abel Alves. Tal vez por aquello que decía el guerrillero argentino de “sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo”, siempre me he inclinado a pensar en aquellos pueblos que, de un modo u de otro, han sufrido persecución, exilio, exterminio, y pocos como el armenio han padecido todo esto durante tanto tiempo.

Por eso no dudé, en cuanto se presentó la oportunidad, en viajar a la República de Hayastán, el pequeño estado del Cáucaso al que se ha visto reducida la nación armenia, especialmente después del Genocidio que se llevó a un millón y medio de sus habitantes, a manos del imperialismo turco. Nada más pisar Ereván la tierra me habló, y me dejé colonizar por sus aromas, por los ojos que me sonreían al pasar y por las palabras que me acariciaban, y me reveló un lugar de gente amable y valiente, trabajadora y divertida, creativa y orgullosa de sus tradiciones. Bien es cierto que entonces, hace ahora dos años, celebraban el éxito de su Revolución de terciopelo, que había llevado al gobierno del país al líder opositor Nikol Pashinyan, actual primer ministro, un soplo de aire fresco en la sucesión de dirigentes corruptos que habían sucedido a la implosión de la Unión Soviética, y que había generado una esperanza de cambio real, especialmente entre la juventud, que en esas décadas abandonaba en masa el país.

En 2018, Nikol Pashinyan necesitó dos votaciones en el parlamento, para ser nombrado primer ministro interino, pero lo que lo empujó al poder fue una huelga general, el dos de mayo, que paralizó el país, aunque la revolución tuvo sus orígenes en las protestas contra el fraude electoral en 2008, contra la subida del billete del bus en 2013, y contra la del recibo de la luz en 2015. Motivos no faltaban para rebelarse: el 30 % de los armenios vivía bajo el umbral de pobreza, la economía sumergida suponía el 40 %, y al menos una de cada dos familias resistía gracias al dinero que envían desde la diáspora, en un ambiente de fraude fiscal y corrupción política generalizada.

Pude comprobar, como un armenio más, el fervor popular que despertaba Pashinyan entre su pueblo, cuando acudí a la celebración de sus cien días de mandato, en la plaza de la República, en Ereván, y sus seguidores enloquecían con sus palabras: las multitudes que se reúnen en la plaza se deben considerar como el cuerpo supremo del gobierno del pueblo. Esto significa que en adelante los funcionarios serán responsables ante esta plaza, obedecerán a esta plaza, y todas las decisiones clave deben tomarse aquí en esta plaza. Realmente dibujaba un horizonte de esperanza en su pueblo, aunque también escribí entonces:

“Realmente parecía, más que un revolucionario, un profeta, a los que sus seguidores escuchaban con un fervor que realmente no habíamos visto nunca en nuestra tierra, quizás esa magia que tuvo Felipe González en su primera época, aunque, pensando en él, también pensé en alto, mientras nos alejábamos de la plaza: ¡Ojalá no les decepcione!, pues ya son muchos los ejemplos de dirigentes que significaron una esperanza para su pueblo y sufrieron un terrible desencanto, como ocurrió el propio Felipe o con Barak Obama, Daniel Ortega, Aung San Suu Kyi, Alexis Tsipras, Yasir Arafat y un larguísimo etcétera (y aquí que cada uno haga su propia lista).”

Durante estos dos años he regresado muchas veces a ese lugar de mi imaginario particular, aunque no pudiera pisarlo, a través de las páginas de Virginia Mendoza, Xavier Moret, Franz Werfel, Ryszard Kapuscinski… mientras escribía mis propias impresiones sobre los días, tan pocos en realidad, pero tan intensos, que había vivido en tierras armenias, para atenuar la terrible nostalgia que solo dejan los lugares que te hacen suyo, que te conquistan y en los que apareces a menudo en tus sueños.

Y del sueño a la pesadilla. De repente estalló la guerra. Los drones y aviones azerís (y muy probablemente turcos e o de fabricación israelí), acompañados por lanzaderas de misiles Gran y carros de combate, atacaron el pasado 27 de septiembre a la pequeña República de Artsakh, habitada mayoritariamente por armenios desde siglos, e independiente desde 1991, aunque sólo de facto desde 1994, cuando finalizó la guerra de Nagorno-Karabaj, y el ejército azerí tuvo que retroceder más allá de la “línea de contacto”, una suerte de tierra de nadie (la parte norte es la cordillera de Murovdag que forma una frontera natural), desde donde en estos veinticinco años se han producido continuas amenazas.

Todavía coleaban las noticias de las manifestaciones contra Lukashenko en Bielorrusia, tan recurrentes en nuestros periódicos, como lo fueran antes las “revoluciones de colores” que derrocaron a Viktor Yanukóvich en Ucrania, o a Eduard Shevardnadze en Georgia -curiosamente con un despliegue informativo por los medios europeos que no tuvo la de Armenia-, y pensé que, en un caso tan fragrante como el de la agresión azerí, los titulares de los telediarios y de las cabeceras de nuestra prensa, mostrarían lo que los periodistas constataban desde el terreno, esto es, desde el lado armenio, ya que Azerbaiyán cerró el acceso a los medios extranjeros: un bombardeo brutal no solo a través de la línea de contacto, sino sobre objetivos civiles, especialmente dirigido a la capital de Artsakh, Stepanakert.

No intento ser objetivo, están bombardeando parte de mi imaginario particular, y conozco gente que ha tenido que huir de esas bombas, gente con la que me he reído, que me han susurrado sus sueños, gente con la que he brindado por la paz, pero no alcanzo a entender como en tantas redacciones españolas, tan alejadas de la zona del conflicto –a día de hoy solo conozco la permanencia en Stepanakert del Pablo González, estupendo periodista de Eulixe- se escribe sobre las acusaciones de uno y otro bando sobre el inicio del conflicto, sobre los objetivos civiles, o sobre la existencia de mercenarios sirios o de voluntarios kurdos, sin dar ninguna información veraz, como acostumbran a hacer esos tertulianos que ahora hablan de esta guerra o de cualquier otra y al rato de los efectos de la pandemia en la hostelería madrileña o de la visita del monarca español a la insurrecta Catalunya.

Realmente, en estos tiempos oscuros, en los que parece que la noche no se acaba, cuanto se agradece la luz de un faro, como la de Pablo González, que es quién de retrasmitir en directo desde un sótano de Stepanakert, para contarnos lo que está viendo, o la de periodistas como Virginia Mendoza o Luiza Grigoryan, que, desde aquí, tratan de abrir la ventana para que usted, que me lee, compruebe que siguen lloviendo bombas sobre Artsakh, sobre ese trocito de mi imaginario que, con suerte, no caerá en el olvido.

Artículo publicado en NR el 11 de Octubre de 2020

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