El nacionalismo podía ser un arma política muy adecuada para legitimar su posición de poder. La nación sería un organismo vivo, por lo que cada individuo o clase tendría una misión distinta que desempeñar: unos dirigirían los asuntos públicos y otros trabajarían.
Por Eduardo Montagut
En este tiempo de resurgimiento del nacionalismo en todas partes, hemos dedicado varios artículos al estudio de esta compleja ideología. En este caso pretendemos ofrecer algunas claves de la relación del nacionalismo con el fascismo.
El nacionalismo que terminó por predominar en la Europa del siglo XIX no fue tanto el de signo liberal o voluntarista, es decir, aquel que defendía la toma de conciencia de los ciudadanos para crear un nuevo Estado forjado por la voluntad de los individuos libres e iguales, frente al Estado de la Monarquía Absoluta. Fue el nacionalismo conservador o esencialista el que tuvo más éxito, especialmente porque las burguesías europeas, una vez conquistado el poder, sentían verdadero recelo por las libertades y por la igualdad. El nacionalismo podía ser un arma política muy adecuada para legitimar su posición de poder. La nación sería un organismo vivo, por lo que cada individuo o clase tendría una misión distinta que desempeñar: unos dirigirían los asuntos públicos y otros trabajarían. Como organismo vivo la nación crecía gracias al impulso del espíritu del pueblo, lo que los nacionalistas alemanes definían como el Volkgeist. Ese espíritu venía definido por una lengua, tradiciones y costumbres comunes. El nacionalismo conservador surgió entre los pensadores alemanes, como Herder o Fichte, pero luego tuvo destacados defensores entre los franceses tradicionalistas, como Bonald o Maistre. En Italia, Gioberti estaría en esta línea frente a un Mazzini, representante genuino del nacionalismo liberal.
El nacionalismo conservador tuvo una segunda etapa de impulso en la era del imperialismo. En ese momento de expansión colonial y de conflictos entre las potencias por hacerse con un hueco en la carrera imperialista el nacionalismo encontró un fuerte aliado en la aplicación del darwinismo a las relaciones internacionales. Según esta teoría habría naciones superiores a otras en plena decadencia, y que estaban llamadas a altos destinos y hacerse con éstas o a dominarlas. Existiría también una deriva racista claramente en la nueva concepción de las naciones.
En el tránsito del siglo XIX al XX estarían en esta línea imperialista la escuela histórica alemana, y otros autores como el francés Barrès y el italiano D’Annunzio. Precisamente, estos autores tendrían una clara influencia en el fascismo francés de Acción Francesa y en el italiano de Mussolini, respectivamente.
Es interesante observar como en el estudio de los fascismos italiano y alemán se ha llegado a hablar de nacionalismos de vencidos. Los italianos habían ganado en la Gran Guerra, pero se sintieron profundamente frustrados por no haber conseguido sus pretensiones territoriales. El caso alemán es evidente no sólo por la derrota, sino, sobre todo, por el sentimiento de humillación de Versalles. El nacionalismo de ambos fascismos se alimentó de resentimiento. Hay un claro sentimiento de revancha y el discurso político fascista lo emplea y tergiversa de forma muy eficaz. Pero ese nacionalismo muy pronto derivó hacia un renovado imperialismo. La nación no solamente debía buscar la revancha sino que solamente podría encontrar su razón de ser a través de la creación de un imperio. Mussolini rememora el Imperio romano y busca en África y en el Mediterráneo uno nuevo. El caso alemán es más complejo. El nazismo reelabora la teoría del espacio vital. Los pueblos elegidos y superiores tendrían derecho a disponer de un espacio natural para poder realizarse y expandirse. Esto justificaría la conquista y ninguna disposición del derecho internacional podría impedirlo. Las consecuencias son harto conocidas.
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