En un intento por salvaguardar el equilibrio sectario, se estableció que el presidente debe ser cristiano maronita, el primer ministro musulmán suní y el presidente del parlamento musulmán chií.
Líbano es un país con una gran diversidad religiosa en donde las diferentes comunidades compiten por el poder económico y político. Desde su independencia de Francia en 1943, la distribución política del país se basa en un sistema de representación proporcional de las diferentes comunidades religiosas. Este sistema, conocido como confesionalismo, tiene sus orígenes en el el Pacto Nacional del Líbano, un acuerdo histórico que estableció las bases para la distribución equitativa del poder entre los grupos religiosos.
En un intento por salvaguardar el equilibrio sectario, se estableció que el presidente debe ser cristiano maronita, el primer ministro musulmán suní y el presidente del parlamento musulmán chií. Aunque el acuerdo ha sido un pilar clave en la estabilidad política, al crear una constitución que garantiza los derechos y libertades civiles de los grupos religiosos, en la práctica ha perpetuado la división religiosa en los ámbitos políticos y sociales del país.
La diversidad religiosa es una fuente de riqueza cultural, pero a la vez es causa de constantes conflictos y tensiones. El 13 de abril de 1975 comenzó la guerra civil en el Líbano, un conflicto multifacético entre partes cristianas, musulmanas y seculares del país en el cual también intervinieron Siria e Israel. Este conflicto se prolongó desde 1975 hasta 1990 y fue el resultado de una combinación de factores políticos religiosos, económicos y externos que se fueron acumulando durante décadas.
La distribución desigual del poder entre los diferentes grupos religiosos provocó el estallido de la guerra civil libanesa. La guerra civil profundizó las divisiones entre las afiliaciones religiosas dando lugar a un legado de inestabilidad política con un gobierno paralizado. A 33 años de la guerra civil, sus consecuencias continúan influyendo en la política y sociedad de un país históricamente dividido.
La guerra civil terminó en 1990 con los Acuerdos de Taif, los cuales pretendieron encontrar un equilibrio entre comunidades religiosas y poner fin a los enfrentamientos. Los acuerdos brindaron un nuevo marco político para el país que incluía la creación de un sistema parlamentario democrático y la revisión de la constitución para reflejar la nueva distribución del poder entre las diferentes religiones.
De igual manera, se estableció una nueva distribución de asientos en el parlamento que eliminó la proporción exacta de cristianos y musulmanes en la representación legislativa. Los Acuerdos de Taif lograron poner fin a la guerra civil libanesa, pero las medidas no cumplieron con los objetivos planteados inicialmente por lo que las diferencias y rivalidades entre comunidades religiosas se acentuaron.
Hasta la fecha, el confesionalismo está impregnado en la sociedad libanesa y las leyes religiosas gobiernan los asuntos civiles del Líbano. Asuntos personales como el matrimonio, la herencia y el divorcio están regulados por las leyes religiosas en donde cada comunidad religiosa se rige por su propio sistema legal y judicial. Las escuelas están gestionadas por diferentes comunidades religiosas y la religión es una parte importante del plan de estudio. Asimismo, los barrios del país están divididos por religiones y cada ciudadano tiene inscrita su religión, asignada al nacimiento, en su documento de identidad. En algunos casos, la afiliación religiosa puede ser factor en la discriminación o exclusión.
La división política y social entre las diferentes afiliaciones religiosas han dado lugar a problemas mucho más complejos como la corrupción, inestabilidad política, desigualdad social y falta de confianza en las instituciones. Esto se ve reflejado en un hartazgo social en donde la fragmentación social alimenta la corrupción en un país al borde del colapso.
La política permanece dominada por las élites políticas surgidas de milicias sectarias después de la guerra civil quienes buscan asegurar sus intereses y poder. Los cargos gubernamentales, así como los asientos en el parlamento se distribuyen por denominación religiosa. En este contexto, el resultado de las elecciones depende en gran medida de la afiliación religiosa de los votantes.
Los partidos políticos se organizan en líneas confesionales y las comunidades votan según la afinidad religiosa y no ideológica. Como consecuencia, no existe un sentimiento nacional fuerte ya que el sectarianismo erosiona el sentimiento de ciudadanía en donde cada representante político tiende a favorecer a su comunidad. El confesionalismo fragmenta, divide e impide la construcción de una identidad nacional ya que el sistema confesional libanés refuerza los lazos de parentesco y religión por encima de una identidad nacional.
A pesar de que este sistema, de la mano de los acuerdos históricos, anhelan mantener un equilibrio entre las diferentes comunidades religiosas, este equilibrio artificial pende de una cuerda floja que en cualquier momento se puede quebrantar. Recientemente, el primer ministro Najib Mikati, musulmán sunita, decidió retrasar el inicio del horario de verano con el fin de adelantar el ayuno a los musulmanes durante el mes sagrado de Ramadán.
Esta medida desató una ola de críticas ya que los demás grupos religiosos consideraron que esta medida tenía una dimensión sectaria. Los cristianos decidieron acatar el huso horario internacional, mientras que las instituciones gubernamentales y musulmanas acataron la decisión del primer ministro. Como resultado, el país se dividió en dos husos horarios avivando la división entre los grupos religiosos y su carrera por el poder político.
La organización formal e informal de la política y la sociedad libanesa según líneas religiosas tiene graves consecuencias para el país y ha sido un obstáculo para el desarrollo de un sistema político más inclusivo y democrático. Pese a que el confesionalismo es una parte fundamental de la identidad y relativa estabilidad del país, en la práctica este tipo de sistema político fomenta la división y fragmentación social.
La actual crisis económica, política y social está arraigada en el sistema confesional y la deplorable situación profundizará la inestabilidad política. La superación del sectarianismo es un desafío importante para el país y es esencial para la construcción de una sociedad más equitativa en el futuro. Mientras la influencia de la religión predomine en la vida política, económica y social, el desarrollo del país permanecerá estancado y las heridas mal curadas de una reciente guerra civil amenazan resucitar las tensiones entre los diferentes grupos históricamente enfrentados.
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