Más allá de los generales comprometidos, no contaban con grandes apoyos asegurados en el ejército, por lo que dependían de que se produjese una reacción en cascada entre los militares.
Por Vicente Barrachina / Al Descubierto
La sublevación militar del 18 de julio de 1936, orquestada por el general Emilio Mola y posteriormente capitaneada por el general Francisco Franco tras morir Mola inesperadamente en un accidente de avión, no fue el primer intento de dar un giro reaccionario en España. Desde el mismo 14 de abril de 1931 dieron comienzo las conversaciones conspiracionistas con el objetivo de medir las fuerzas de las que disponían quienes querían sublevarse, dándose una primera intentona conocida como «la Sanjurjada».
Pero estos se encontraban bastante divididos. Conservadores, alfonsinos, carlistas y falangistas, entre otros, tenían serias dificultades para llegar a puntos de encuentro. Mientras unos querían una república de ‘’orden’’, en la que gobernasen solamente las derechas, otros querían la vuelta de la monarquía e incluso los había que lo perseguían era implantar un estado fascista, como el italiano y no mucho más tarde el alemán. Ante la falta de acuerdo, pretendían dar la batalla cada uno por su lado.
Pero todos ellos carecían de los medios necesarios para acometer esa empresa, frente a unas organizaciones obreras nutridas y dispuestas a no ceder ante la reacción y un ejército que por el momento se mantenía fiel a la República. El propio rey exiliado, Alfonso XIII, emplazaría a su seguidores desde su nueva residencia en la city londinense a abstenerse de rebeliones militares e incluso a apoyar al Gobierno republicano en lo referente a la defensa del orden y de la integridad de la Patria, aunque sí que los llamaba a organizarse políticamente.
El primer militar en atreverse a sublevarse contra el Gobierno republicano fue el general José Sanjurjo, por aquel entonces Director General de la Guardia Civil tras ser nombrado por el dictador Miguel Primo de Rivera en 1928, gracias a la confianza que este le profesaba por las victorias que el general le brindó contra los rebeldes marroquíes en la Guerra del Rif. Aun así, Sanjurjo se negó a poner la Guardia Civil al servicio del rey para impedir las movilizaciones populares por la República y ante la falta de apoyos el rey se vio obligado a exiliarse.
Sin embargo, el general pamplonica no tardó en convertirse en uno de los hombres más problemáticos para la República ya en sus primeros meses de andadura.
El invierno caliente del 31
Mientras los sectores más conservadores no se ponían de acuerdo sobre cuál era la mejor forma de acabar con la República, algunas organizaciones obreras como la CNT iniciaron una oleada de huelgas y ocupaciones con el objetivo de impedir que se consolidase un régimen que para ellos era burgués y, por ende, anti-obrero. El invierno se avecinaba caliente y así fue: se sucedieron los choques entre los obreros y las fuerzas policiales, con muertos por ambos lados.
La Guardia Civil se granjeó un cierto favor entre la opinión pública tras los sucesos de Castilblanco. Para finales de año, se había convocado una huelga general de trabajadores de la tierra en la provincia de Badajoz, en la que se encuentra Castilblanco, localidad por aquel entonces con cerca de 2.700 habitantes y conocida como la ‘’Siberia extremeña’’ por su aislamiento y lejanía respecto a las grandes urbes pacenses.
En Castilblanco, se convocó una manifestación el 31 de diciembre, en línea con las jornadas de huelga, a la que asistieron centenares de jornaleros y vecinos. El alcalde, elegido por ser el único candidato que se presentó, decidió enviar a dos parejas de guardia civiles, cuatro en total, para disolver a la multitud. El ambiente estaba caldeado, ya que en la estación fría el volumen de trabajo era considerablemente menor y el pueblo veía que las mejoras sociales que prometía la República llegaban con cuentagotas, de modo que los manifestantes se negaron a disolverse y un grupo de mujeres insultó a los cuatro agentes.
Según cuentan los testigos, se produjo un forcejeo y los agentes respondieron con disparos al aire, uno de los cuales alcanzó a un campesino que cayó fulminado al suelo. Entonces, la multitud se echó encima de los guardia civiles con todo aquello que tenían a mano: palos, piedras y machetes y los cuatro fueron linchados hasta la muerte. La conmoción que estos hechos causaron se congeló ante la ola represiva que la Guardia Civil desató como consecuencia en todo el país.
El episodio más negro fue el de los sucesos de Arnedo. En este municipio riojano se celebró una manifestación frente al ayuntamiento en la misma noche de reyes. Ante ella se encontraban pertrechados un grupo de treinta guardia civiles que, como respuesta a los gritos que les dirigían los manifestantes, dispararon de forma indiscriminada contra la multitud. Hasta once personas fueron asesinadas, entre las que se encontraba una mujer embarazada y un niño, y se contabilizaron 39 personas heridas, llegando las balas de los guardia civiles incluso a impactar en un bebé.
La espiral de violencia continuada puso a la Guardia Civil en el centro del debate público, a lo que Sanjurjo respondió justificando los asesinatos de Arnedo. Aunque este aún decía defender el orden republicano, sus declaraciones llegaron a la prensa internacional y se sucedieron sus desplantes al Gobierno, que por aquel entonces presidía Manuel Azaña.
El grueso del Gobierno consideraba imperante cesar a Sanjurjo, pero Azaña se negaba argumentando que no quería dar la impresión de un gabinete que se plegaba ante las presiones. Un mes más tarde, ya arreciada la tormenta, Sanjurjo fue enviado a un nuevo destino de menor entidad, Jefe del Cuerpo de Carabineros, para poner al frente de la Guardia Civil a un hombre leal a la República, el general Sebastián Pozas.
El fichaje de Sanjurjo y los preparativos del golpe
Este descenso acabó por quebrar la lealtad de Sanjurjo a la República y este se unió presto a los conspiradores. El grueso del contubernio lo formaban militares retirados, jóvenes soldados, aristócratas, políticos y banqueros. Una ‘’fauna de pistoleritos flamencos y señoritos reaccionarios de rifle y flor de lis’’ como los definió el cronista Chaves Nogales, que no conseguían ponerse de acuerdo ni en lo que querían ni en quien mandaba, ya que los soldados jóvenes cuestionaban la autoridad de los retirados.
Como explica la historiadora Pilar Mera Costas aunque el fichaje de Sanjurjo, uno de los generales mejor valorados entre las filas castrenses, aportó autoridad moral al golpe, ello no revirtió la falta de efectivos, método y cohesión de la que adolecía la conspiración. El plan consistía en realizar un pronunciamiento a la antigua usanza, después de haber comprobado las simpatías de una serie de generales que debían sublevarse una vez los líderes hubieran triunfado en sus cometidos.
Al frente de la conspiración junto a Sanjurjo estaba el general Emilio Barrera, presidente de la junta golpista por ser el teniente general con mayor antigüedad. Así pues, primero el general Barrera asaltaría el Ministerio de la Guerra y la Casa de Correos en Madrid y, cuando hubiesen controlado estos puntos estratégicos, los generales que habían prometido sublevarse en el resto de ciudades harían el resto: Sanjurjo en Sevilla, José Enrique Varela en Cádiz, Manuel González Carrasco en Granada y Miguel Ponte en Valladolid.
Asimismo, buscaron apoyo fuera de las fronteras españolas. Por aquel entonces, Adolf Hitler aún no había llegado al poder, aunque no tardaría en lograrlo, pero sí Benito Mussolini que llevaba ya más de diez años gobernando Italia después de que el rey Victor Manuel III le cediese el poder del Estado en 1922 tras la Marcha sobre Roma de las «camisas negras», las milicias del Partido Nacional Fascista. Primero, Barrera se entrevistó con el embajador italiano en Madrid y le comunicó su objetivo de llevar al gobierno a hombres que ‘’se opongan al bolchevismo y restauren el orden’’.
Ya con la conspiración más avanzada, el aviador monárquico Juan Ansaldo fue enviado a Italia a entrevistarse con el mariscal fascista y ministro del aire Italo Balbo. Ansaldo regresó a España con el compromiso de los italianos de aportar armas, pero finalmente estas promesas no se materializaron. A pesar de ello, la principal carencia de los conspiradores no era ni de método ni de armas, sino de efectivos.
Más allá de los generales comprometidos, no contaban con grandes apoyos asegurados en el ejército, por lo que dependían de que se produjese una reacción en cascada entre los militares. Por lo que respecta al lado civil, tan solo contaban con el apoyo de una fuerza menor como las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS), con Onésimo Redondo al frente, y con la simpatía de los carlistas que finalmente no se unieron al golpe.
Un rápido desenlace
Llegado el mes de agosto, los conspiradores decidieron que ya habían esperado bastante y que había llegado el momento de sublevarse. Sin embargo, el gobierno republicano seguía sus pasos de cerca y consiguieron averiguar la hora y el día del golpe gracias a la amante de un oficial que, arrepentido, deseaba salvar el cuello y lo confesó todo a cambio de proteger a su amado. Azaña decidió que la mejor forma de aprovechar la ventaja que la filtración les había brindado era dejarles actuar y sorprenderlos con las manos en la masa, para no dejarles tiempo de reaccionar.
El día elegido para «la Sanjurjada», el 10 de agosto, parte de los conspiradores madrileños fueron detenidos cuando llegaban a medianoche a su cuartel secreto. Barrera ajeno a ello, marchó hacia el Ministerio de la Guerra con un escuadrón del distrito de Tetuán de las Victorias, el único realmente comprometido con el golpe, al que se sumaron militares retirados y militantes monárquicos que no sumaban entre todos más de doscientos hombres.
Allí en el ministerio fueron recibidos por cuatro compañías de guardias de asalto dirigidas por el Director General de Seguridad Arturo Menéndez, hombre de confianza de Azaña. Los golpistas se vieron obligados a huir hacia su otro objetivo, la Casa de Correos, donde finalmente fueron apresados. Barrera huyó en avioneta a Pamplona, con la intención de sublevar la ciudad con el apoyo carlista, pero nadie lo quiso seguir y se exilió a Francia.
Por su parte, Sanjurjo, recién llegado a Sevilla, fue el único general junto a Barrera que se atrevió a salir con sus tropas. El pamplonica quería emular a Primo de Rivera, quien había proclamado su golpe de estado en 1923 en Barcelona, la ciudad más conflictiva del momento, mérito que en 1932 se le otorgaba a la capital andaluza. Su intención no era la de generar terror, explica el historiador Joaquín Gil Honduvilla, sino ocupar la ciudad y no granjearse la enemistad de la población.
Inicialmente el golpe triunfó en Sevilla, consiguiendo el apoyo de la Guardia Civil y de una buena parte del ejército y controlando las telecomunicaciones y vías de acceso de la ciudad. Pero tras enterarse del fracaso de la sublevación en Madrid, las tropas sublevadas volvieron a los cuarteles y la Guardia Civil se quedó sola. Como respuesta, las organizaciones obreras convocaron una huelga general y marcharon desde los barrios hacia el centro, mientras que el Gobierno enviaba a tierras andaluzas dos batallones de artillería y dos grupos de artillería en tren.
Pronto los golpistas sevillanos fueron conocedores del fracaso del golpe en el resto de ciudades andaluzas y los oficiales de las guarniciones sevillanas le comunicaron a Sanjurjo que no lucharían contra las tropas gubernamentales. La cascada de sublevaciones se había quedado en riachuelo y Sanjurjo se vio obligado a escapar a Portugal, pero fue detenido en Huelva cerca de la frontera.
Las enseñanzas de la Sanjurjada
Para la historiadora Pilar Mera Costas, el golpe del 10 de agosto de 1932 fracasó por su planteamiento anticuado de pronunciamiento y porque no contó con apoyos ni medios suficientes, ni militares ni civiles. Limitarse a tomar unas cuantas ciudades y supeditarlo todo a que el resto de generales se les unieran era muy arriesgado y, en efecto, llevó a Sanjurjo y a sus seguidores al desastre.
Asimismo, buena parte de la derecha todavía veía posible conseguir sus objetivos políticos en el marco republicano, que acababa de echar a andar, y el ejército por su lado, aunque adolecía de un antirrepublicanismo manifiesto, no se vio ni siquiera tentado a arriesgarse a echar por tierra su carrera por un plan que no ofrecía garantías de éxito.
Paradójicamente, el aplastamiento de la Sanjurjada fortaleció al gobierno y a la propia República. Las reformas del ejecutivo se encauzaron y el Estatuto de Catalunya que pretendía dar solución a las reclamaciones autonomistas del pueblo catalán acabó por aprobarse en Cortes el 9 de septiembre con una amplia mayoría.
No obstante, la Sanjurjada acabó por ser más útil para las intenciones golpistas contra la República que para su consolidación. Los dirigentes republicanos dieron por erradicados los intentos de subvertir el orden democrático instaurado, cuando solamente se encontraban ante la punta del iceberg, lo que les llevaría más adelante a subestimar el golpe de estado de 1936 y que desencadenaría la Guerra Civil.
Así pues, el fracaso de Sanjurjo sirvió de enseñanza para los conspiradores que no se habían atrevido a dar el paso en agosto de 1932. La próxima vez que los militares reaccionarios intentasen llegar al poder necesitarían de un movimiento militar planificado, del compromiso de una mayoría de oficiales, de fondos suficientes y de apoyo internacional garantizado.
En definitiva, el fracaso de los golpistas del 32 fue condición necesaria para el éxito de los golpistas del 36. El gobierno republicano pretendía actuar con ellos del mismo modo, dejándoles actuar y luego deteniéndolos en plena faena, pero el cambio de estrategia que consiguió una adhesión mucho mayor en las filas castrenses, el apoyo de las potencias fascistas y el menosprecio de la envergadura de la conspiración por parte del gobierno consiguieron acabar de una vez, quien sabe si por todas, con la República.
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