La destitución de Fernando Lugo en junio de 2012 significó el fin del único gobierno progresista en la historia reciente de Paraguay. No obstante, las elecciones de 2023 constituyen una oportunidad para que las fuerzas de izquierda logren desbancar al nefasto Partido Colorado.
Por Norma Flores Allende & Laurence Blair / Jacobin América Latina
Las aspas del helicóptero alertaron a los campesinos y anunciaron lo inevitable: allí estaban los policías, esta vez dispuestos a avanzar sin miramientos. Tras el fuego, los cuerpos comenzaron a caer. Fue un choque de machetes, fusiles modernos, escopetas viejas, caballos. Campesinos, policías, todos gritaban en guaraní; mientras, las mujeres y los niños escapaban de las carpas. La tierra roja fue escenario de una masacre de 11 campesinos y 6 policías que hasta el día de hoy, una década después, no ha sido aclarada.
El 22 de junio se cumple una década desde que Fernando Lugo, exobispo que encabezó el único gobierno progresista de Paraguay que se recuerda, fue destituido en un rápido golpe parlamentario tras una masacre rural. Las muertes violentas del 15 de junio de 2012, ocurridas al este de Paraguay —en medio de una ocupación de campesinos sin tierra de las tierras públicas de Marina Kue, distrito de Curuguaty— fueron utilizadas como pretexto por las fuerzas conservadoras para destituir a Lugo en un proceso que duró apenas unas horas.
Los gobiernos progresistas de toda la región lo calificaron de golpe de Estado, e incluso los conservadores de Chile y Colombia retiraron a sus embajadores. Tras la matanza, varios líderes campesinos fueron asesinados y un juicio plagado de irregularidades fue escándalo internacional. Así, en 2012 Paraguay se sumó a Honduras —donde en 2009 había sido destituido otro presidente progresista, Manuel Zelaya—, inaugurando una era de «golpes blandos» más tarde conocida como lawfare. La expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, acuñó en 2015 el término «golpe a la paraguaya» antes de ser destituida en un juicio político que más tarde fue calificado por su sucesor como golpe de Estado.
La década transcurrida desde 2012 ha sido sombría para los paraguayos de a pie, con un tercio de la población viviendo en la pobreza, un endurecimiento del control evangélico-conservador sobre los derechos reproductivos y de las personas LGBTI, una influencia cada vez mayor del crimen organizado transnacional, la aceleración de la destrucción del medioambiente por la agroindustria y una feroz represión hacia los activistas urbanos y las comunidades tanto indígenas como campesinas que se resisten.
En abril de 2023 Paraguay votará por un nuevo presidente y un nuevo congreso. El Partido Colorado, conservador —y en el poder ininterrumpidamente desde 1947, excepto durante cinco años— está desgarrado por las luchas internas entre facciones. Ante esa situación, una serie de rivales de derecha, centro e izquierda hacen fila procurando sacar provecho. Si la oposición de izquierda logra superar los singulares obstáculos estructurales y las divisiones internas, podría quizás recuperar el poder, detener estas sombrías tendencias y unirse al avance regional de las fuerzas progresistas.
Una década después del golpe, y a un año de las elecciones, la pregunta que surge es si es posible replicar el éxito electoral de Lugo… esta vez sin Lugo.
«La calle es de la policía»
«Guerra» no es una palabra ajena al Paraguay. La Guerra de la Triple Alianza, contra Argentina, Brasil y Uruguay entre 1864 y 1870, casi exterminó a la población local. El panorama en el siglo XX tampoco fue alentador: guerras civiles, revoluciones, golpes y contragolpes se alternaban, sin olvidar otra contienda internacional, esta vez con Bolivia. La herida de la inestabilidad política era profunda y fue campo propicio para el autoritarismo a medida que avanzaba el siglo. El país fue escenario del primer partido nazi fuera de Alemania, en 1929.
Dos dictaduras militares, la del general Higinio Morínigo (1940-1948) y la del general Alfredo Stroessner (1954-1989), fueron sostenidas por el partido político que hasta el día de la fecha sigue gobernando el país. La hegemonía actual del Partido Colorado, que es como se conoce a la Asociación Nacional Republicana (ANR), tiene su origen en una sangrienta guerra civil. En 1947 el Partido Colorado emergió como el partido único de facto y toda oposición fue aniquilada: el Partido Comunista y las izquierdas en general pasaron a la clandestinidad, y muchos sectores de la población —entre ellos los intelectuales— sufrieron desplazamientos forzados hacia países vecinos. La dictadura del general Alfredo Stroessner tuvo como eslogan «Paz y Progreso». Su costo fue un régimen totalitario de 35 años, la más larga dictadura sudamericana. Dio asilo a nazis y franquistas, asesinó a más de 400 personas y torturó a unas 19 000.
Un legado clave para entender la política paraguaya contemporánea son las «seccionales» coloradas, las sedes de dicho partido político, que abundan aún en cada barrio de cada pueblo, y abiertamente ofrecen favores —como medicinas, ambulancias, empleos, licitaciones, eventos deportivos, entre otros— para comprar votos y captar adeptos al partido (conocidos como «hurreros»). Este férreo control social, muy particular en América Latina, instauró prácticas de clientelismo que logró cooptar a las pequeñas clases medias e impulsó las riquezas de «empresarios» (en la formulación de Tomás Palau): empresarios afines al régimen. La deposición del dictador no significó el fin de un sistema autoritario. Una extendida anécdota cuenta cómo el mismo Alfredo Stroessner, al ver en una foto cuál era el gabinete del primer gobierno de la transición a la democracia, afirmó «Ahí solo falto yo».
Una izquierda en recuperación
Si el Partido Colorado es inusualmente hegemónico, la izquierda paraguaya sufre entretanto de múltiples debilidades estructurales —difíciles de desligar del legado de autoritarismo en el país— que la caracterizan a nivel regional. Los movimientos públicos de masas (y, en menor medida, la resistencia armada) obligaron a los regímenes militares de Brasil, Chile y Uruguay a restaurar la democracia y crearon una generación de líderes de izquierda posdictadura (Lula, Rousseff, José «Pepe» Mujica) y de centroizquierda (como Ricardo Lagos). Pero Stroessner solo fue derrocado por un golpe palaciego en 1989 y sustituido por su yerno, el general Andrés Rodríguez, legitimado entonces en unas elecciones libres pero injustas.
La posterior continuidad del Colorado ha privado a las fuerzas progresistas paraguayas de visibilidad, de la capacidad de financiación de campañas y de experiencia de gobierno más allá del trunco interregno de Lugo, que podría decirse que fue una «casualidad electoral» permitida solo por la división del voto del Colorado entre dos candidatos y la heterogénea base de apoyo de Lugo.
Según Fernando Martínez, politólogo paraguayo del Grupo de Estudios Sociales sobre Paraguay (GESP) de la Universidad de Buenos Aires (UBA), «Lugo era un fenómeno que venía empujado por las bases sociales de la Iglesia Católica, pero también por los movimientos sociales» y el Partido Liberal. Alfredo Boccia, columnista y analista, coincide: «Fernando Lugo tiene esa llegada tan mágica a una población, sobre todo aquella más pobre y más alejada de las rutas asfaltadas de las ciudades». Reitera que la izquierda en Paraguay llegó al poder en 2008 «por medio de un atajo».
Hoy ese atajo no existe. Lugo supuso un milagro, pero también una maldición. Las izquierdas carecieron de «un proceso de articulación, discusión, crecimiento y acumulación de poder que no se hace de un día para el otro».
Las universidades sudamericanas han sido durante mucho tiempo un campo de entrenamiento para los movimientos y políticos antisistema: el socialdemócrata Gabriel Boric y la comunista Camila Vallejo son sólo algunos ejemplos. Sin embargo, en Paraguay, las sociedades y los líderes estudiantiles son cooptados por los partidos tradicionales como medio para cosechar nuevas cohortes de votantes. Los operadores políticos suelen cursar dos o tres carreras universitarias sucesivas, dice David Riveros García, un activista contra la corrupción, «de modo que permanecen en la universidad para proyectar influencia política para sí mismos o para su partido. Es una locura, pero ocurre mucho». Cuando los sobornos fallan, se recurre a la represión. Vivian Genes, estudiante de arquitectura y organizadora de la UNA, fue encarcelada sin juicio el año pasado junto con otros activistas durante masivas protestas contra el gobierno colorado en el 2021.
La etnicidad tampoco constituye un marco organizativo para la política en Paraguay —como sí ocurre en la vecina Bolivia, donde la mayoría indígena ha devuelto al poder al Movimiento al Socialismo (MAS) desde 2005—. La mayoría de los paraguayos son de ascendencia indígena y hablan guaraní, un idioma respaldado por el Estado, y los discursos sobre la herencia indígena del país abundan. Sin embargo, pocas personas se identifican con las comunidades indígenas marginalizadas de hoy en día, que solo suman 120 000 personas y están demasiado dispersas geográficamente (y entre 19 pueblos distintos) como para formar un grupo indígena sólido.
Los incipientes partidos indigenistas deben estar bajo el paraguas del movimiento de izquierda más amplio, sostiene Mario Rivarola, artesano mbyá guaraní y organizador de la Organización Nacional de Aborígenes Independientes (ONAI). «Si los progresistas no se unen», añade, los colorados «seguirán gobernando Paraguay como siempre, desde la ultraderecha y con una corrupción extrema. No habrá un programa político para los pobres, ni para nosotros los indígenas».
Y lejos de las combativas federaciones laborales que marcan los parámetros de las políticas públicas en los países cercanos, los sindicatos son débiles y están fragmentados. La tasa de afiliación sindical de Paraguay, de solo el 6,7%, es muy inferior a la de Brasil (18,9%), Argentina (27,7%), Uruguay (30,1%), Bolivia (39,1%) e incluso Estados Unidos (10,3%). La economía carece de puestos de trabajo en el sector manufacturero o minero; siete de cada diez trabajadores venden chipa en la carretera o sirven a los hogares ricos en la atomizada economía informal, y solo el 0,6% de los empleados del sector privado están sindicalizados.
Según una investigación de Ignacio González Bozzolasco, los trabajadores denuncian a menudo los intentos de anulación de los sindicatos, incluida la intimidación por parte de las patronales. Paradójicamente, el bajo umbral necesario para formar un sindicato sectorial (30 personas) significa que los empresarios pueden diluir fácilmente el trabajo organizado mediante recortes flexibles. Como las empresas brasileñas aceptan con entusiasmo la invitación del expresidente Horacio Cartes hecha en el 2014 para «usar y abusar del Paraguay’» y de su mano de obra barata, en los últimos años se ha producido una explosión del negocio de la maquila textil.
Es poco probable que esta industrialización de baja cualificación al estilo centroamericano produzca una figura como Lula, que se formó en el sindicato de metalúrgicos de São Paulo, o genere las condiciones para las amplias acciones de huelga que fijan los pisos salariales en Uruguay.
Los campesinos constituyen el sector social más activo políticamente: organizan marchas, manifestaciones y demostraciones, pero sufren de igual manera la represión y la falta de unidad. Las Ligas Agrarias Cristianas —comunidades campesinas autónomas y utópicas que desafiaban la dominación colorada del campo— fueron desbaratadas con saña por la policía de Stroessner en la década de 1970. Sus herederos actuales, como la Federación Nacional Campesina, Conamuri y la Organización de Lucha por la Tierra, ayudan a los pequeños agricultores a reclamar con valentía las tierras públicas ocupadas ilegalmente por la agroindustria, a pesar del recrudecimiento de la represión.
«A nivel de lucha social y en materia electoral, durante los últimos 25 años se ha expresado una preeminencia del campesinado como sujeto social más propenso a ideas contestatarias», expresa Najeeb Amado, secretario general del Partido Comunista Paraguayo (PCP). Sin embargo, los medios de comunicación corporativos y el gobierno se apresuran a poner a estas organizaciones en el mismo saco que el Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP), un minúsculo grupo guerrillero activo en el norte.
Después de las esperanzas frustradas de los años de Lugo, algunos movimientos rurales son ambivalentes respecto a la política electoral, y su poder disminuye a medida que más pequeños propietarios se ven obligados —a menudo a punta de pistola— a emigrar a la ciudad o al extranjero. ¿Cuántas posibilidades tiene realmente la izquierda, se pregunta Boccia en voz alta, en un país con una población rural desarraigada y sin un proletariado urbano con poder real?
Un panorama electoral complicado
El 2023 puede, sin embargo, proporcionar una rara grieta en la notoria «unidad granítica» de los colorados en tiempo de elecciones. Las dos facciones rivales dominantes dentro del partido están actualmente en guerra. El expresidente Horacio Cartes no es un colorado por convicción, sino un terrateniente y plutócrata que se afilió al partido hace apenas una década. Por otro lado, el presidente Mario Abdo Benítez —hijo del secretario privado de Stroessner— representa una vertiente más estatista y tradicionalista del coloradismo.
Pero los analistas dicen que sus diferencias no son sustancialmente de ideología, sino de lucha por la riqueza y el poder. Durante meses, el gobierno de Abdo Benítez ha estado comunicando que la fortuna de Cartes podría deberse a una vasta operación internacional de contrabando de cigarrillos y lavado de activos en alianza con narcotraficantes: una sospecha compartida por la Drug Enforcement Administration (DEA) de los EE.UU. y múltiples informes independientes. Cartes y sus empleados insisten en que tales afirmaciones tienen una motivación política, y que la razón por la que el magnate ha reducido sus viajes al extranjero no es el miedo a ser encarcelado, como su estrecho colaborador Darío Messer, sino porque está cansado de viajar.
El impedimento de reelección en el país significa que ni Cartes ni Abdo Benítez pueden presentarse el año que viene; no obstante, sus paladines en las internas coloradas de diciembre carecen de movilización popular. Santiago Peña, el delfín tecnócrata de Cartes, fue derrotado con contundencia en las primarias de 2017 por Abdo Benítez. Hugo Velázquez, el actual vicepresidente, es un colorado de toda la vida con denuncias de corrupción.
Lo que está en juego es tan importante que el perdedor en diciembre podría de todos modos presentarse el año que viene, dividiendo el voto colorado y proporcionando una ventana para la izquierda, como ocurrió en el 2008. Pero incluso si el famoso «abrazo republicano» se materializa después de las primarias, el ganador saldrá empañado por todo el fango.
El reto para la oposición, por lo tanto, pasa por lograr una candidatura unificada que pueda aprovechar las luchas internas de los colorados. Dentro de la creciente alianza centrista de la Concertación, los precandidatos incluyen a Soledad Núñez, de 39 años, exministra de Vivienda en el gobierno de Cartes —calificada a menudo como «tibia» ante su falta de posicionamiento en numerosos asuntos—, y a Sebastián Villarejo, un exconcejal del conservador Patria Querida (PPQ).
Las diatribas de la diputada Kattya González contra la corrupción son populares en TikTok, pero con un discurso conservador sobre la ley y el orden y los valores «familiares». Sin embargo, el Partido Liberal (PLRA), la segunda fuerza política de Paraguay después de los colorados, probablemente insistirá en imponer una vez más a su anquilosado líder Efraín Alegre, que se presentó a la presidencia y perdió en 2013 y —más estrechamente— en 2018. Los demás probablemente se conformarán con los principales puestos en el gabinete y el congreso.
El bloque izquierdista Ñemongeta por una Patria Nueva ha votado a Esperanza Martínez, del Frente Guasú, como candidata. Médica, experta en salud pública y senadora que amplió masivamente la atención médica gratuita como ministra de Salud durante el gobierno de Lugo, Martínez es una figura de voz suave en una cultura política estridente. Pero su atractivo aumentó notablemente luego de que la pandemia haya dejado al descubierto el pésimo estado de los hospitales paraguayos debido a la falta de financiación y al saqueo colorado.
Para bien o para mal, una candidatura con Alegre y Martínez parece probable. Podría resultar una fórmula ganadora en 2023 —un acuerdo similar estuvo a unos pocos puntos porcentuales de la victoria en 2018—, pero hay riesgos. En Paraguay, las elecciones presidenciales se ganan con una mayoría simple de una sola ronda de votación: la oposición solo tiene una oportunidad. Si una figura como Kattya González, el tosco exarquero José Luis Chilavert o Euclides Acevedo —un carismático liberal progresista hasta hace poco ministro de Relaciones Exteriores— deciden presentarse fuera de la emergente alianza Concertación-Ñemongeta, dividirán fatalmente el voto de la oposición.
Lugo, actual senador por el Frente Guasú, tampoco puede candidatarse, por lo que apoya a Martínez y a la Concertación. Pero el respaldo del exobispo puede no ser del todo una bendición. Su imagen se ha visto empañada debido a escándalos sexuales y al intento junto a Cartes de permitir que ambos se presentaran a un segundo mandato a través de una enmienda constitucional subrepticia que llevó a los manifestantes a incendiar el congreso en marzo de 2017.
Pero incluso si sale victoriosa, esta incómoda coalición podría tener dificultades para realizar los cambios significativos que el pueblo paraguayo tanto necesita, como la redistribución de la tierra, impuestos progresivos —recomendados incluso por el Banco Mundial y el FMI—, medidas serias contra la corrupción y políticas audaces en materia de derechos reproductivos y de drogas. «Todos sabemos que el Partido Liberal es una organización de derecha», dice Rivarola, que tacha a Alegre de «traidor» por sumarse al golpe contra Lugo en 2012. «Pero tenemos que tragarnos un poco el sapo para ganar un espacio en el poder y seguir organizándonos. Creo que la gente se unirá contra un enemigo claro: el Partido Colorado».
Una chacra en medio del sojal
En muchos sentidos Paraguay es aún «una isla rodeada de tierra», tal como lo describiera el escritor Augusto Roa Bastos. Es el único que todavía mantiene relaciones con Taiwán en Sudamérica y, en lo que a derechos humanos respecta, se encuentra muy rezagado en comparación con los avances del resto de la región. Pero no está aislado de las corrientes políticas regionales, y si Lula regresa al poder en Brasil, Paraguay puede ser el último de sus vecinos en sucumbir a la nueva oleada progresista que recorre Sudamérica.
Para ello, la Concertación, que incluye a Ñemongeta, tendrá que unir con éxito a la fracturada oposición paraguaya contra el coloradismo. Una causa común entre el campesinado asediado y las ultraprecarizadas clases medias y trabajadoras urbanas puede ser la recuperación de las más de seis millones de hectáreas —una superficie más grande que Panamá— usurpadas por el coloradismo, que también se refleja en Asunción con la falta de parques y espacios verdes (ocupados ilegalmente por seccionales).
La coalición opositora puede aprovechar el orgullo nacional por la heroica resistencia de Paraguay en las guerras de la Triple Alianza y del Chaco, haciendo hincapié en que el neoliberalismo colorado ha dejado al país indefenso frente a los violentos cárteles transnacionales de la droga, los abusivos terratenientes extranjeros que talan sus bosques y los diplomáticos brasileños que tratan de engañar a Paraguay para evitar un precio justo por su abundante energía hidroeléctrica.
Exponer la corrupción del gobierno puede ser asimismo una táctica de campaña eficaz. Pero los progresistas deben tener cuidado de no deslegitimar el gasto público en sí mismo, cuando el Estado paraguayo apenas existe en muchos lugares, salvo para proporcionar agentes armados y uniformados a los barones del ganado y la soja. La carrera será reñida, y los observadores internacionales independientes tendrán que ayudar a la oposición a proteger cada voto.
Un Paraguay progresista sería un revés para la derecha latinoamericana y mundial que durante mucho tiempo se ha inspirado en su mezcla de economía ultraliberal y gobierno autoritario: véase la reciente visita del libertario argentino Javier Milei o la oleada de antivacunas y neonazis alemanes que se encuentran estableciendo colonias en zonas rurales. También puede suponer un reto para Estados Unidos, cuya embajada en Asunción —en constante expansión, según Najeeb Amado, del Partido Comunista— evidencia el papel de Paraguay como atalaya al servicio de los intereses norteamericanos en el Cono Sur.
Sea cual sea el resultado en 2023, los fragmentados pero tenaces movimientos sociales del Paraguay continuarán su lucha contra las adversidades. Hoy por hoy, es el campesinado, aún despojado, el sujeto político con horizonte más claro. ¿Qué pasó en Curuguaty? queda sin una respuesta clara. Pero en julio de 2018 fue revocada la condena de 11 campesinos de Marina Kue, y la comunidad sigue en pie. En una conmemoración anterior de la masacre de 2012, Karina Paredes —que perdió a dos hermanos en la lluvia de balas— mostró a los visitantes la aldea boscosa, sus florecientes huertos y parcelas familiares, que resisten en medio de una interminable extensión de soja. «Nos sentimos muy orgullosos», dijo. «Estos son los frutos de la lucha».
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