El principal partido de izquierda de Alemania está a punto de partirse en dos. Ambos bandos tienen ideas rivales sobre cómo interpelar a los votantes, pero ninguno posee una estrategia sólida que apunte a reconstruir el movimiento obrero.
Por Loren Balhorn / Jacobin
Traducción: Florencia Oroz
Tras años de reveses electorales y luchas entre facciones, la espiral descendente del partido socialista alemán Die Linke podría estar llegando a su fin o, al menos, entrar en una nueva fase.
En junio, los copresidentes Janine Wissler y Martin Schirdewan anunciaron que Die Linke tendría «un futuro sin Sahra Wagenknecht», cerrando así la puerta a la figura más conocida pero también más controvertida del partido. Antaño co-portavoz parlamentaria de Die Linke, pero ahora raramente presente en el Bundestag, sus detractores la acusan desde hace tiempo de desafiar la disciplina del partido para promover su propia agenda política, y sus ataques a lo que ella llama el estilo de vida «clasemediero de izquierdas» dominan cada vez más sus intervenciones públicas.
Desde el anuncio de los copresidentes ha quedado claro que el partido tal y como ha existido desde mediados de la década de 2000 no está para este mundo. Durante meses, los partidarios de Wagenknecht han especulado abiertamente con la posibilidad de abandonar Die Linke, pero con la decisión unánime de la dirección del partido, junto con el anuncio de la activista de derechos humanos Carola Rackete y del médico y trabajador social Gerhard Trabert como sus principales candidatos para las elecciones a la Unión Europea (UE), parece inminente una escisión que viene gestándose desde hace tiempo.
Esta separación conlleva riesgos evidentes, como que ningún partido a la izquierda de los socialdemócratas (SPD) esté representado en el parlamento en 2025. Sin embargo, en cierto modo supone un alivio. El ambiente en Die Linke se ha vuelto tóxico desde hace tiempo, sin que ninguna de las partes entablara un diálogo constructivo, y culpándose mutuamente de todas las dificultades del partido. La posible salida de los partidarios de Wagenknecht dará a ambos bandos la oportunidad de medir sus proyectos políticos por sus propios méritos y no por los supuestos pecados de sus competidores.
Aún así, quedan muchos interrogantes. Cuáles son sus proyectos, en primer lugar, y si pueden hacerlo mejor que Die Linke en la última década y media, luego. Años de murmuraciones y autosabotajes solo han producido debilidad, con escasos fundamentos para la claridad política. Incluso tras la ruptura con los partidarios de Wagenknecht, Die Linke seguirá dividido entre un ala más conciliadora de centroizquierda y un ala abiertamente radical del «movimiento», lo que podría provocar nuevas divisiones en el futuro. Cualquier cosa es mejor que el callejón sin salida de los últimos años, pero la recuperación será un largo camino. En el peor de los casos, ninguna de las partes saldrá de la autoimpuesta espiral descendente, y la izquierda alemana corre el riesgo de retroceder décadas.
Polos de impotencia
La conferencia de prensa en la que se anunciaron las candidaturas de Rackete y Trabert el 17 de julio estaba claramente calculada para señalar una nueva era. La elección de Rackete —más conocida por su trabajo en los barcos de rescate de emigrantes— y la retórica en torno a esa elección encarnan la trayectoria política anteriormente asociada a los predecesores de la actual dirección. El anuncio de Wissler de que Die Linke «se abre ahora a los activistas y a los movimientos sociales» es prácticamente idéntico al objetivo expreso de la anterior copresidenta, Katja Kipping, de convertir el partido en la «primera dirección» para «los jóvenes que quieren cambiar el mundo». Para subrayar esta (no tan) nueva orientación, la rueda de prensa fue seguida de otra rueda de prensa frente a la sede de Die Linke, en la que los autodenominados «activistas de movimientos» (representantes de diversas ONG de derechos humanos y clima) «expresaron sus expectativas, deseos y críticas al partido».
El anuncio fue aclamado como un «golpe» en Twitter y en algunos sectores de los medios de comunicación de izquierdas. Al reclutar a un conocido nombre progresista de fuera del partido, la dirección de Die Linke enviaba el mensaje de que se había pasado página e invitaba a simpatizantes y antiguos miembros a volver al redil. Sin duda, Rackete es una activista del movimiento de alto perfil, muy querida entre los simpatizantes más jóvenes de Die Linke y el entorno más amplio de centroizquierda que parece ser el núcleo de la estrategia de la dirección. Al menos por ahora, parece que figuras destacadas del ala oriental del partido, que se está desvaneciendo, como Dietmar Bartsch, han dado su bendición. En este sentido, parece estar surgiendo un nuevo «centro estratégico», tal como lo han exigido los miembros del partido durante tanto tiempo. Pero, ¿representan realmente los activistas del movimiento que hablaron en la rueda de prensa una base electoral fiable?
La dirección de Die Linke parece apostar su supervivencia a la idea de que los activistas capaces de organizar periódicamente grandes manifestaciones constituyen un medio social coherente que podría vincularse al partido a largo plazo. Sin embargo, las manifestaciones contra el racismo «#unteilbar» y los Viernes por el Futuro, por poner dos ejemplos citados a menudo, fueron cualquier cosa menos coherentes. Ambas se movilizaron en torno a objetivos progresistas —una política migratoria humana y una acción climática urgentemente necesaria—, pero su composición de clase y sus lealtades partidistas son profundamente heterogéneas. Se puede convencer a algunos, quizá a muchos, para que voten ocasionalmente a Die Linke, pero dado que se trata esencialmente de afinidades electivas temporales y no de fracciones de clase o bloques sociales cohesionados, moldearlos en el tipo de base social en la que se apoyaban los partidos de izquierda históricos es una tarea ardua.
Además de las realidades sociológicas que complican la «orientación al movimiento» del partido, está la cuestión de la coyuntura política más amplia. Este anuncio se produce en un momento en que estos movimientos se encuentran en un callejón sin salida: las grandes movilizaciones climáticas de los últimos años, algunas de las mayores del mundo, no consiguieron presionar al gobierno para que acelerara la transición ecológica; de hecho, el vicecanciller Robert Habeck, él mismo Verde, parece estar dando marcha atrás en su promesa de eliminar gradualmente la energía del carbón para 2038, algo que las tácticas cada vez más desesperadas de algunos sectores del movimiento han demostrado ser incapaces de cambiar.
A pesar del éxito de #unteilbar en la movilización a favor de una política migratoria humana, un gobierno dirigido por los Verdes y el SPD respaldó las reformas draconianas de la UE en materia de asilo, mientras que la ministra del Interior, Nancy Faeser, negocia acuerdos con dirigentes autoritarios del norte de África para detener a posibles migrantes fuera de las fronteras de Europa. La propia coalición #unteilbar se disolvió discretamente en 2022 tras «haberse perdido la dinámica». Ahora que la autodenominada «coalición de progreso» de Alemania adopta una política de asilo de derechas, parece incapaz de recuperar esa dinámica.
En Berlín y en toda Alemania, los movimientos sociales individuales han conseguido pequeñas victorias aquí y allá, pero en general el partido parece estar formando una coalición de grupos que se ven impotentes para resistir las grandes convulsiones de la sociedad. Aunque inconscientemente, la referencia de Wissler a Die Linke como un «polo de esperanza» se hace eco de esa impotencia: ni el partido ni ninguna otra fuerza progresista de Alemania está actualmente en alza, pero juntos pueden esperar reunir un 5% en las próximas elecciones y salvar lo que queda por salvar.
Este giro puede bastar para rescatar al partido del olvido electoral inmediato. El retroceso del gobierno en sus promesas electorales y su disposición general a deshacerse de su credibilidad residual han dejado espacio para que Die Linke se lleve una parte del electorado verde y socialdemócrata. Lo que no hará, sin embargo, es colocar al partido sobre una base firme para el futuro. Die Linke tuvo una vez un núcleo de votos en el Este, considerado durante mucho tiempo su «seguro de vida» contra la irrelevancia electoral, pero esa base ya es historia.
El Die Linke del futuro dependerá de los cambiantes vientos electorales y de una frágil coalición de votantes cuyas decisiones se rigen en gran medida por convicciones y tácticas electorales. Si los Verdes empezaran inesperadamente a hablar a la izquierda en la próxima campaña, por ejemplo, esta coalición podría escindirse rápidamente.
Wageknecht se adentra en el vacío
Al otro lado de la división, el ala de Wagenknecht debe decidir si su futuro está en otra parte. A pesar de su perdurable popularidad tanto entre un sector de Die Linke como entre el público en general, sus partidarios llevan años aislados dentro del aparato del partido, y desde el congreso más reciente no están representados en la dirección. A pesar de insistir públicamente en que aún no ha decidido si va a fundar un nuevo partido, su círculo íntimo está preparando activamente tal movimiento y se está poniendo en contacto discretamente con funcionarios de Die Linke de todo el país para sondear su interés.
Sin embargo, nadie sabe cómo será ese partido —ni cuándo aparecerá—, ya que sus protagonistas se han mantenido muy herméticos sobre los detalles. Los rumores de que esperan crear un «partido de cuadros» y las propias declaraciones públicas de Wagenknecht de que los nuevos partidos también pueden atraer a gente difícil, sugieren que no será otro Aufstehen, su intento fallido de lanzar un movimiento de masas al estilo de los gilet jaunes, sino una formación bastante más cerrada. En lugar de una lista de correo de 100.000 personas con poca infraestructura organizativa en la cúspide, podemos esperar una operación mucho más controlada y pesada que apueste por la popularidad de Wagenknecht como billete hacia la relevancia política.
La perspectiva tampoco es tan descabellada. Las encuestas confirman periódicamente la posición de Wagenknecht como uno de los políticos más populares de Alemania, fuera del campo de la izquierda. La encuesta más reciente sugería que un partido liderado por Wagenknecht podría obtener el primer puesto en las elecciones estatales de Turingia el año que viene, mientras que otra realizada en junio mostraba que el 19% de los votantes estaban al menos abiertos a votar a un partido de Wagenknecht.
Dado que Die Linke languidece en un 4% o 5%, estas cifras parecen impresionantes. La perspectiva de que Wagenknecht pueda arrebatar una parte significativa de votantes a la ultraderechista Alternative für Deutschland (AfD) es especialmente alentadora, dado el actual auge de este partido. Sin embargo, no todos los sondeos han sido tan positivos —una encuesta reciente de YouGov mostraba que solo el 2% de los alemanes estaban dispuestos a apoyar a Wagenknecht en unas elecciones nacionales— y todavía no está claro si realmente se presentará a las elecciones por el nuevo partido, o simplemente actuará como su figura simbólica.
Aparte de las dificultades metodológicas de medir el apoyo a un partido hipotético, las especulaciones sobre las cifras de Wagenknecht en las encuestas apuntan a un problema más profundo del proyecto: su total dependencia de que ella decida presentarse a las elecciones y su flagrante falta de personal destacado que la respalde. Podría decirse que éste es un problema aún mayor que el de el propio Die Linke, que también ha tenido dificultades para producir nuevos líderes del mismo calibre que su generación fundadora.
Wagenknecht no podría presentarse a todas las elecciones, y solo eso bastaría para poner en duda la exactitud de las encuestas. Una cosa es que un votante frustrado de centroderecha diga a un encuestador telefónico que votaría por un hipotético partido de Wagenknecht, y otra muy distinta que se decante por otro candidato relativamente desconocido que casualmente comparte lista electoral con la tertuliana más polarizante de Alemania. En caso de que decida no presentarse y optar por un papel de figura decorativa, convertir esas primeras cifras de las encuestas en resultados electorales será probablemente mucho más difícil, y convertir esos resultados en una organización política de ámbito nacional, aún más. Así pues, es más probable que una lista de candidatos inspirada en Wagenknecht se presente a las elecciones europeas de 2024 como globo sonda antes de fundar un partido real.
Caminos hacia el socialismo
Pero no se trata solo de encuestas. Para los socialistas de Alemania, la cuestión relevante en torno a la incipiente escisión es cuál de los bandos, si es que alguno, tiene más potencial para consolidar un bloque de izquierdas cada vez más fragmentado y hundir raíces más profundas en los comparativamente grandes y poderosos sindicatos del país. También aquí las perspectivas inmediatas son desalentadoras.
Podría decirse que la elección de Carola Rackete y Gerhard Trabert por Die Linke confirma, al menos en términos superficiales, la acusación principal de Wagenknecht de que el partido se ha alejado sucesivamente de su electorado principal, la clase trabajadora «tradicional», optando en su lugar por atraer a los votantes progresistas de clase media de las ciudades. No es que Die Linke haya dejado de hablar de cuestiones sociales: en julio, el copresidente Martin Schirdewan y el veterano dirigente Gregor Gysi presentaron una serie de propuestas para hacer frente a la crisis del coste de la vida gravando con impuestos a los ricos. Pero el partido sí ha cambiado su retórica y su presentación para aparecer, con mayor o menor éxito, como un partido de activistas de los movimientos sociales y no como un partido de trabajadores.
La dirección de Die Linke rechaza esta acusación e insiste en que puede abordar simultáneamente diferentes líneas de conflicto social. Sin embargo, esta afirmación, aunque correcta en abstracto, yerra el blanco. Ciertamente, los partidos socialistas pueden y deben mantener posiciones sobre todo tipo de cuestiones. La cuestión es más bien cómo comunicar estas posiciones, cuáles enfatizar y cómo concibe el partido el cambio social. ¿Elige presentarse como un partido de bienpensantes moralmente correctos o como un partido de desheredados, abandonados y hartos? Conscientemente o no, Die Linke parece haber elegido lo primero.
Hasta ahora, parece que una gran parte de la base de Die Linke no se lo cree, como reflejaron los desastrosos resultados del partido entre los votantes de la clase trabajadora y los sindicalistas en las elecciones de 2021. Incluso en Berlín, una ciudad más propicia a la estrategia «movimientista» que otras partes de Alemania, las últimas elecciones han visto cómo se hundía su apoyo en sus bastiones históricos del este, mientras que sus ganancias en la parte occidental de la ciudad son sencillamente incapaces de mantener el ritmo. Está abierto a debate si las causas profundas de este declive se encuentran realmente en la cambiante imagen pública del partido o se deben a dinámicas más profundas y complejas. Pero no hace falta ser un doctor en ciencias políticas para razonar que las dificultades del partido no pueden reducirse únicamente a los mordaces ataques públicos de Wagenknecht.
Sin embargo, si Wagenknecht identifica con precisión que Die Linke se está alejando del movimiento obrero, su propuesta de solución sigue siendo mucho menos convincente. Contrariamente a la figura de opositora radical que representa en la escena pública, la mayor parte de la política de Wagenknecht encajaría cómodamente en el ala izquierda de la socialdemocracia de los años ochenta. Sus posturas en política económica coinciden ampliamente con las de los sindicatos, y a veces incluso se sitúan a su derecha, como cuando denuncia la excesiva deuda pública, ataca el intento del gobierno de eliminar gradualmente los sistemas de calefacción de gas, o describe polémicamente los bajos tipos de interés como expropiadores de la clase media.
También dedica muy poco tiempo a hablar de los sindicatos. Sería difícil encontrar una foto de Wagenknecht en un piquete o hablando con la «gente normal» a la que acusa de ignorar su partido, prefiriendo en cambio, al menos en los últimos años, criticar la gestión de la pandemia por parte del gobierno o su conducta en torno a la actual guerra en Ucrania. Y mientras acusa a sus antiguos camaradas de alienar a los trabajadores acomodándose a las guerras culturales liberales de izquierdas —sean reales o imaginarias—, Wagenknecht adopta progresivamente el enfoque inverso, dedicando cada vez más atención a esas mismas guerras culturales en la aparente creencia de que la clase obrera se volverá a ganar a la política de izquierdas polemizando contra la «wokeness».
Al adoptar una postura polarizadora sin paliativos sobre estas cuestiones, Wagenknecht genera una atención masiva y se convierte en un punto de identificación para personas frustradas de todas las tendencias. Sin embargo, aunque en sus apariciones en los medios de comunicación y en su boletín semanal aparecen con regularidad cuestiones básicas, a menudo quedan subsumidas —como ocurre, por cierto, con sus oponentes del Die Linke— en una lista más larga de críticas al gobierno y reivindicaciones políticas concretas. La crítica general y sistemática del capitalismo como sistema o la invocación de un sujeto (como, por ejemplo, el movimiento obrero organizado) que pudiera lanzar un ataque coordinado contra dicho sistema están en gran medida ausentes.
Los socialistas alemanes se encuentran entre la espada y la pared. Ni Die Linke en su forma actual, ni un partido de Wagenknecht (si llegara a existir) ofrecen perspectivas prometedoras para construir un movimiento socialista de masas y arraigado en la clase obrera, a corto o medio plazo. Aunque Die Linke tiene parte de sus raíces en los sindicatos de Alemania occidental de la década de 2000, no consiguió mantener, y mucho menos ampliar, esta base sindical, y Wagenknecht y sus partidarios —aunque seguramente sean populares entre una amplia franja de votantes de la clase obrera— tienen pocas bases organizativas de las que hablar. De hecho, su base organizativa está precisamente en el grupo parlamentario de Die Linke y en una menguante red de simpatizantes en el aparato del partido. Tal vez un grupo de organizadores con talento podría aprovechar la popularidad de Wagenknecht para crear un partido de la clase obrera como intentaron hacer los socialistas de Estados Unidos con las campañas de Bernie Sanders, pero dado el historial de Aufstehen, no deberíamos esperar mucho.
Subir una colina de espaldas
En las dos últimas décadas se ha producido un proceso en toda Europa en el que muchos activistas de movimientos sociales se dieron cuenta de que la protesta no era suficiente y empezaron a canalizar sus esfuerzos hacia la fundación de nuevos partidos políticos o a tratar de transformar los históricos, como el Laborismo en Gran Bretaña. En Die Linke, al parecer, parece estar ocurriendo lo contrario, ya que el partido pasa a cerrar filas con la «sociedad civil de izquierdas», un término vago que engloba desde asociaciones de asistencia social hasta ONG por los derechos de los refugiados y Viernes por el Futuro.
Die Linke está volviendo así a la evolución anterior de la izquierda europea a finales de los 90 y principios de los 2000, cuando los partidos de izquierda tradicionales intentaron reinventarse como «partidos de los movimientos» y la voz parlamentaria de «la calle». La energía de los movimientos antiglobalización y antiguerra llevó a algunos de ellos al parlamento, pero poco más. El ejemplo más exitoso en su momento, el Partido de la Refundación Comunista de Italia, ha sido marginado políticamente desde finales de la década de 2000.
La crisis financiera de 2008 y las convulsiones políticas que provocó parecieron ofrecer la oportunidad de repolarizar la sociedad en función de las clases y unir a la amplia mayoría contra una élite capitalista que había causado la crisis y seguía beneficiándose de ella mientras el resto sufría. Frustrados por la lentitud de los partidos de la Nueva Izquierda, emprendedores políticos como Pablo Iglesias y Jean-Luc Melénchon construyeron nuevas formaciones que obtuvieron impresionantes ganancias electorales aparentemente de la noche a la mañana. Sin embargo, estos también tuvieron dificultades para traducir ese impulso en estructuras organizativas duraderas. Desde entonces, tanto Podemos como France Insoumise han intentado avanzar hacia estructuras de partido más tradicionales en un intento de corregir este problema. Wagenknecht parece moverse ahora en una dirección similar, pero en un periodo en el que las cuestiones de clase han quedado eclipsadas por la guerra de Ucrania y el impulso político está en la extrema derecha.
En lugar de emular las fórmulas de anteriores proyectos de la izquierda europea, la izquierda alemana dentro y fuera de Die Linke debería observar más de cerca al gigante dormido en su propio patio trasero: la clase obrera organizada. Los socialistas parlotean sobre la centralidad de los trabajadores no debido a una preferencia estética, sino como consecuencia del simple hecho de que su papel en el proceso de producción y, con él, la capacidad de paralizar dicho proceso e impedir que fluyan los beneficios, les confiere un poder potencial increíble, con el que ni siquiera la mayor manifestación puede compararse. Este potencial se vio la primavera pasada en la oleada de huelgas del país, cuando los trabajadores de varios sectores consiguieron aumentos superiores a la inflación, marcando así una diferencia tangible en la vida de millones de personas.
Este poder potencial es, por supuesto, meramente potencial. La izquierda en Alemania está actualmente lejos de hablar con la gran mayoría de la clase obrera, mucho menos de canalizarla hacia un movimiento político de masas. Sin embargo, hacerlo sigue siendo la mejor apuesta de la izquierda no solo para entrar en el gobierno, sino para ejercer el poder del Estado de forma que propicie un cambio social más fundamental. En última instancia, quien quiera acabar con el capitalismo no tiene más remedio que asumir esta gigantesca tarea.
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