La imparcialidad del TSJN, demostrada en sus sentencias sobre la Manada, la ikurriña o el euskera, es el mejor aliado que tienen para quedarse con los más de 3000 bienes inmatriculados.
Por Jose Mari Esparza Zabalegi / Editor
Estuve en el juicio del Arzobispado contra el Ayuntamiento de Ujué, reclamándole la ermita de la Blanca, una de las pocas que se había librado de las inmatriculaciones masivas de inicios del milenio. El abogado Juan María Zuza y el historiador Luis Javier Fortún fueron una vez más los defensores del Arzobispado en su impúdico afán de arramplar bienes públicos.
Los argumentos del Ayuntamiento ujuetarro eran simples: la ermita está en terreno comunal, fue construida y mantenida desde la antigüedad por el Ayuntamiento, que siempre guardó la llave de la misma. Abundan acuerdos y facturas en las actas municipales, como las de la gran reconstrucción de 1873.
Los defensores del Arzobispado echaron mano a la confusión catastral que aparece en muchos pueblos; a que las últimas obras las hicieron los vecinos “creyentes” (olvidando que en los auzolanes participan todo tipo de gente) y que el uso era “exclusivo y excluyente” para la celebración de actos religiosos. Dijeron que todas las ermitas de Navarra pertenecían a la Iglesia y mintieron como solo pueden mentir los pecadores que están seguros que no habrá un juicio final para ellos. Precisamente, Uxue está rodeado de ermitas (Olite, Tafalla, San Martín, Garinoain) que quedaron en manos de ayuntamientos diligentes.
Fortún nos pasó a todos por el morro su curriculum académico, pero de sobra sabe, o debiera saber si sus títulos no los compró en un rastrillo, que las ermitas e iglesias de Navarra se construyeron con dineros públicos y auzolanes populares, en muchos casos obligatorios. El Ayuntamiento, Concejo o bazarre abierto decidía las obras y las derramas vecinales; entrampaban los presupuestos (6 años sin corridas de toros estuvo Pamplona para construir la capilla de San Fermín); elegían los curas, coadjutores, campaneros, ermitaños y almosneros; ordenaban a los campaneros los toques a realizar; compraban los retablos, ornamentos y patenas, y de todo ello se hacía inventario anual, por medio del concejal síndico que enviaba el Ayuntamiento a “sus” iglesias, inventario donde anotaban hasta los ropajes, velas, cabos de vela y formas consagradas y sin consagrar, con una minuciosidad que sorprende. Y eso se puede comprobar en cualquier archivo municipal, no hace falta ser Doctor en Historia para ello.
También insisten con descaro en el uso religioso “exclusivo y excluyente” de esos bienes. Sabido es que esos edificios han sido dotacionales para infinidad de cosas: unas veces eran fortalezas defensivas (Uxue, Artajona); habitualmente eran lugar de reunión de cambras, ayuntamientos y asambleas vecinales; archivo y tesorería municipal; cementerio; escuela y parvulario; conciertos y aulas de música. Todas ermitas se han usado alguna vez para lazaretos, cobijos o reuniones. La historia de nuestra tierra se ha fraguado en esos lugares públicos. ¿No lo sabe el señor Fortún?
Conforme los pueblos (grandes) fueron construyendo nuevas zonas dotacionales (consistorios, escuelas, cementerios, casas de Cultura, etc.) se fueron relegando los templos al uso religioso, si bien nunca de forma “exclusiva y excluyente”, como se puede comprobar todavía por todo Navarra. Pero ese uso no da ningún derecho a la Iglesia para quedarse con ellos, de la misma manera que los médicos no pueden inmatricular a su nombre los hospitales, ni los maestros las escuelas.
Lo que más me llamó la atención fue la amenaza subliminal que lanzaron a la jovencísima jueza recordándole que no hiciera como han hecho ya varios jueces jóvenes, que en primera instancia dieron la razón a los pueblos y que luego sus sentencias fueron revocadas por el Tribunal Superior de Justicia de Navarra. “Señorita jueza -le dijeron entre líneas- no cometa el error de sus inexpertos compañeros porque le revocarán su sentencia perjudicándole en su carrera, pues todos los juicios los ha ganado la Iglesia”.
Nueva mentira, pues de sobra conocen las sentencias favorables a los ayuntamientos de Huesca o el caso de Artá que se ganó en el Supremo. Y sobre todo, conocen la demoledora sentencia del Tribunal Europeo que calificó las inmatriculaciones como una “violación continuada y masiva” de los derechos garantizados por la Convención Europea de los Derechos Humanos. Basta ver el agravio comparativo de Portugal y Francia para entender la magnitud del latrocinio realizado por la Iglesia española y vasconavarra.
Pero el Arzobispado de Pamplona lo tiene claro: incide en la vía judicial porque sabe que tiene en el Tribunal Superior de Justicia de Navarra un aliado, que revoca las sentencias de jueces de inferiores instancias y así pretende disuadir a cientos de concejos y pueblos pequeños de Navarra que no pueden permitirse el esfuerzo de pleitear hasta el Supremo, Constitucional y finalmente, Europa. La imparcialidad del TSJN, demostrada en sus sentencias sobre la Manada, la ikurriña o el euskera, es el mejor aliado que tienen para quedarse con los más de 3000 bienes inmatriculados, cuatro millones de metros cuadrados, que se dice pronto. Patética imagen del Jesús de los pobres, representado por el mayor propietario urbano y el mayor terrateniente de la historia de Navarra.
Pero los pueblos tienen todavía muchas armas por utilizar. El talón de Aquiles de la Iglesia son los cientos de ruinas que se están produciendo en nuestro patrimonio, que ni arreglan ni piensan arreglar si no es con dineros públicos, como siempre ocurrió. El procedimiento es sencillo: expediente municipal de ruina, plazos para el arreglo y procedimiento sancionador. No es el alma, ni la conciencia, ni la razón, ni el corazón, ni siquiera los dídimos: es el bolsillo el único órgano sensible de la Jerarquía Eclesiástica. Démosles donde más les duele.
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