y¿Hasta qué punto la pandemia socava el apoyo popular a la democracia?
Para muchas personas descontentas con la reacción de su país frente a la pandemia la culpa no se limita a su Gobierno. Según una encuesta llevada a cabo en doce países de cuatro continentes, la responsabilidad se extiende a la democracia misma.
Es sabido que la pandemia ha tenido un elevado coste humano y económico. En EE UU, por ejemplo, han muerto más personas de Covid-19 que soldados estadounidenses en las dos guerras mundiales. Muchas más han visto, y aún ven, su medio de vida en peligro. En su primer discurso ante una sesión conjunta del Congreso, el presidente de EE UU, Joe Biden, declaró que los líderes políticos debían demostrar que la democracia “todavía funciona”, cumpliendo con el deber de proteger a las personas durante la peor pandemia del último siglo.
El temor es que una mala gestión de la crisis debilite el apoyo de los ciudadanos a las normas e instituciones democráticas. Algo que, a su vez, podría envalentonar a políticos autoritario-populistas dispuestos a desmantelar los pesos y contrapesos del sistema democrático.
Ahora bien, ¿hasta qué punto la pandemia socava el apoyo popular a la democracia? Según algunas teorías, la crisis no tendría por qué influir en demasía, sobre todo en democracias ricas y bien asentadas, aunque otros argumentos apuntan lo contrario. ¿Qué muestran los datos? Como parte de un equipo internacional de académicos de universidades europeas y estadounidenses hemos llevado a cabo una encuesta comparativa con el objeto de analizar la valoración que hace la sociedad de los líderes y de la democracia en pandemia.
Muestra de 12 países de cuatro continentes
En este estudio, que incluye muestras representativas de doce países de cuatro continentes, se ha preguntado a 22 500 personas. De forma experimental, la encuesta ofreció a los entrevistados diferentes informaciones sobre la gestión de la pandemia en su país, comparándola con la de otros países u otros momentos históricos. Gracias a esta metodología se puede estudiar cómo se utiliza la información relacionada con el coronavirus para asignar culpas o méritos a dirigentes políticos y a instituciones.
El análisis revela que la gente no solo culpa al Gobierno de turno cuando las cosas van mal en la pandemia. El descontento ciudadano con la gestión de la doble crisis sanitaria y económica se traduce también en una insatisfacción con el propio funcionamiento de la democracia en su país.
De media, el descenso de un punto porcentual en el nivel de satisfacción con el presidente (o primer ministro) a la luz de la información sobre la pandemia disminuye la satisfacción con la democracia en aproximadamente medio punto porcentual. Es decir, existe un vínculo bastante fuerte entre las evaluaciones del gobierno de turno y el funcionamiento de la democracia en tiempos de crisis (el detalle de los resultados del estudio puede consultarse en los documentos de trabajo del National Bureau of Economic Research).
Culpar a la democracia
Estas conclusiones contradicen la tesis de que, en regímenes democráticos, la culpa es del Gobierno electo. El presidente de los EE UU Harry Truman se hizo famoso por tener un letrero en su escritorio que decía The Buck Stops Here (“La responsabilidad es mía”). En este sentido, y según una teoría política comúnmente aceptada, una persona descontenta con la gestión del Gobierno debería simplemente votar a un candidato o partido diferentes en las siguientes elecciones sin cuestionar las reglas del juego. Sin embargo, nuestros resultados indican que, en la pandemia, muchos no solo culpan al presidente o al primer ministro, sino también a la democracia en sí misma.
Esta no es necesariamente una respuesta irracional. La pandemia ha brindado a la gente corriente la rara ocasión de saber cómo son gobernados en una situación en la que su propia salud y modo de vida se ven amenazados de forma directa. La cobertura de los medios de comunicación ha sido intensa, además de que el doble carácter sanitario y económico de la crisis pone el foco en un conjunto de asuntos y de representantes políticos más amplio que en tiempos normales.
Así, de la noche a la mañana los rostros de ministros y otros funcionarios de los ministerios de Sanidad –como Anthony Fauci, en EE UU; Jens Spahn, en Alemania, o Fernando Simón, en España– se han convertido en habituales de la televisión junto a los más conocidos como los presidentes o primeros ministros. En muchos países, los gobiernos regionales también han desempeñado un papel visible en la toma de decisiones políticas clave. Todo ello hace posible una mayor reflexión por parte de la gente sobre el sistema político en su conjunto.
Afortunadamente, la gente poco satisfecha con la forma en que las democracias han gestionado la crisis no dice que está dispuesta a renunciar a la democracia por completo. Regímenes alternativos como las tecnocracias o las autocracias no han visto aumentos significativos en los niveles de apoyo entre los encuestados. Tiene su lógica ya que, en general, los regímenes autocráticos no superaron a las democracias en el manejo de la pandemia.
No obstante, las buenas noticias no deben llevarnos a la autocomplacencia. Investigaciones como la del libro Cómo mueren las democracias de los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt apuntan que las democracias no tienen que morir necesariamente a causa de un golpe de Estado. Más bien suelen ser desmanteladas lentamente por las élites, atropello tras atropello. El peligro es que la insatisfacción con el funcionamiento de la democracia en la pandemia amplíe el espacio electoral de aquellas élites que pueden y pretenden socavar las normas e instituciones democráticas desde dentro.
Un escenario más halagüeño sería uno en el que las personas que se han vuelto más críticas con el funcionamiento de la democracia en la pandemia se implicaran más en reformar la práctica democrática. Ello podría desembocar en mayor libertad e igualdad, dos pilares de los regímenes democráticos. A tenor de los datos, la evidencia de esto es escasa pero, dado que la pandemia sigue evolucionando, podría ser demasiado pronto para descartarlo.
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