Es el racismo, estúpido

Una persona negra tiene en EE.UU. tres veces más posibilidades que una blanca de ser asesinada por la policía

Por Olmo Masa

 “Ésta es la barbacoa que tuvimos anoche; mi foto está a la izquierda con una cruz encima; tu hijo, Joe.”

Éstas son las palabras con que Joe Meyers, trabajador de una compañía automovilística en la localidad de Temple, Texas, firmaba en 1915 una foto postal enviada al hogar de sus padres. La fotografía contenía los restos carbonizados de Will Stanley, un hombre afroamericano que había sido acusado de violar a una mujer blanca y asesinar a tres de sus seis hijos. Durante el juicio, una muchedumbre asaltó el edificio de los juzgados y, sin verse impedida por las autoridades judiciales o policiales, procedió a quemar al hombre hasta su muerte, y colgar el cadáver en un poste telefónico de una concurrida zona del pueblo.

 

Las imágenes que hemos visto estos días de la muerte de George Floyd a manos de un grupo de policías en Minneapolis invitan sin demasiado esfuerzo a comparar dos momentos en la historia de Estados Unidos que, si bien separados por más de cien años, tienen en común la vulnerabilidad de los cuerpos negros. No es nada nuevo hablar de que la raza es un régimen de diferenciación consustancial al proyecto nacional norteamericano. Hace ya casi 50 años de que el historiador Edmund Morgan pronunciara su famosa tesis acerca del nacimiento paralelo de la libertad y esclavitud americanas. En términos simples, la raza negra – que los negros fueran vistos como eso, como negros – no fue algo que precediera a la esclavitu sino que, contrariamente, fue su resultado. Los propietarios de las grandes plantaciones de tabaco de Virginia comprendieron pronto que, si dividían a sus trabajadores asignando privilegios y estatus en función del color de la piel y otros fenotipos, conseguirían formar una alianza entre latifundistas, artesanos, y pequeños propietarios con el rasgo común de ser blancos. Ello permitía un proyecto nacional que no cuestionaba el estatus quo. Al hilo de esta idea, muchos otros han argumentado que las leyes de segregación racial, la violencia de los linchamientos, o la pobreza e infravivienda son actualizaciones de un modo de clasificar a la población en función de su raza después de que el modelo por antonomasia, la esclavitud, entrara en crisis a mediados del siglo XIX.

 

Volvamos a la actualidad. Obviamente las diferencias entre el caso de Stanley y el de Floyd son evidentes. La postal a la que me refería al comienzo es un souvenir que circulaba en las calles de diversas poblaciones, y que Joe Meyers adquirió por diez centavos en la ciudad de Waco, Texas. La imagen del estrangulamiento de Floyd es un acto no conspicuo, grabado por un transeúnte que lo emitió en facebook live al presenciar la acción. Sabemos que la postal que Meyers envió a su madre formaba parte de un pujante mercado de fotos y postales de linchamientos de personas negras. Las instantáneas eran a menudo realizadas y reveladas en estudios de fotografía locales y comercializadas públicamente entre las poblaciones de la zona. Los personajes que aparecen lo hacen posando, están escenificando algo. Aparecen con sus hijos pequeños en primera línea. Claramente no se avergüenzan de que haya un cadáver carbonizado colgando en la plaza del pueblo, y si bien no sabemos si ellos mismos tomaron parte en el linchamiento, no parece descabellado afirmar que se enorgullecen del mismo. Nada de esto ocurre con el policía que estrangula a Floyd. Él no está posando, sino que aparece en plena acción, y no parece darse cuenta de que le están grabando.

 

No obstante, veo similitudes muy inquietantes entre la escena de 1915 y el contexto de cobertura comunicativa habido después de la muerte de Floyd. El escenario del crimen de 1915 está deliberadamente manipulado para enviar un mensaje. Los bíceps del cadáver de Stanley aparecen flexionados, no sabemos si por rigor mortis o acción deliberada, y una toalla cubre los genitales de la víctima. Al parecer tal escenificación es corriente a otras fotos de linchamientos de la época, dirigida a mostrar ante el público la peligrosidad y brutalidad del hombre negro, así como su insaciable apetito sexual al que se censura mediante la toalla. La semana pasada, una de las primeras reacciones de la policía de Minnesota fue pedir las grabaciones de seguridad de la tienda donde George Floyd había intentado pagar con un billete falso de 20 dólares. Según la policía, la cinta contenía pruebas del comportamiento violento de Floyd, a quien también se acusó de ejercer resistencia activa contra los agentes. Por otra parte, las declaraciones de Donald Trump han ido encaminadas a señalar las protestas como bandas y criminales, llegando a afirmar que si los saqueos empezaban, los tiros [de la policía] seguirían. El tratamiento mediático ha venido, a veces involuntariamente, a reforzar esta visión al promover una imagen de caos y violencia callejera.

 

Una persona negra tiene en EE.UU. tres veces más posibilidades que una blanca de ser asesinada por la policía, a pesar de que los negros son sólo el 13% de la población. Hay otras dos estadísticas en la que los afroamericanos están sobrerrepresentados: el porcentaje de población penitenciaria, y el porcentaje de subempleados y trabajadores pobres. La vigilancia y presencia policial en las vidas y barrios predominantemente negros es una de las formas en que se mantienen las desigualdades raciales, al igual que hace cien años esas funciones las desempeñaban los linchamientos. Entonces la justificación se encontraba en proteger a las mujeres blancas del negro violador. Hoy el discurso de la seguridad hace las veces, y los medios de comunicación, también los españoles, entran torpemente en ese juego. No es un problema de orden público. Es un problema de racismo que viene de largo.

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