es indudable que Erdogan cuenta con una fidelísima base electoral que le ha permitido erigirse en el líder político que ha dejado una impronta más importante en la sociedad turca desde la muerte de Ataturk
Por Ricard González / Globalter
Estambul
Ni una maltrecha economía con una tasa de inflación cerca del 50%, ni un devastador terremoto que expuso la corrupción gubernamental, ni una oposición por primera vez unida han podido derrotar al presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, que afianza su hegemonía de más de dos décadas. Ciertamente, esta vez el “sultán” no pudo sellar su victoria por la vía rápida en las presidenciales y necesitará una segunda vuelta. No obstante, habiéndose quedado a las puertas del 50%, frente al 45% de su gran adversario, Kemal Kiliçdaroglu, solo un cataclismo electoral podría evitar su victoria el próximo día 28 de mayo. En las legislativas, su coalición sí obtuvo la mayoría absoluta de los 600 diputados del Parlamento turco.
Ahora bien, su triunfo no habría sido posible sin las ventajas que le otorga el sistema semi-autoritario que ha ido creando durante la última década a base de ir minando las bases del sistema democrático. Actualmente, todas las instituciones del Estado están al servicio de los intereses del partido gobernante, el islamista AKP. Así, en la televisión pública, la cobertura de Erdogan en abril sumó 33 horas, por sólo 32 minutos de Kiliçdaroglu.
Ni tan siquiera la Junta Electoral se escapa de la politización y tras la primera vuelta decretó que se redujera a dos el número de días en el que los turcos residentes en el extranjero pueden votar para consulados y embajadas de una lista de países, en todos ellos, venció Kiliçadoglu. En el resto, países como Alemania, Francia o Bélgica, feudos del AKP, el plazo será de cuatro días.
Pero más allá de estas ventajas, es indudable que Erdogan cuenta con una fidelísima base electoral que le ha permitido erigirse en el líder político que ha dejado una impronta más importante en la sociedad turca desde la muerte de Ataturk, el padre de la Turquía moderna. Crecido en un suburbio humilde de Estambul en el seno de una familia que emigró del corazón de Anatolia, como hicieron otros millones de personas, el líder islamista conoce perfectamente el alma de su pueblo, y cuando toca, explota sin remilgos sus más bajas pasiones.
“Los resultados validaron la estrategia de Erdogan de utilizar cuestiones identitarias para retener a los votantes insatisfechos con la situación económica”, sostiene el politólogo Behardin Erdem. Mientras la oposición insistía en criticar la política económica de Erdogan, recordando que la inflación supera el 50%, el presidente prefería apelar al orgullo nacional inaugurando el primer coche eléctrico turco, o presumiendo de los avances de la industria militar del país. Asimismo, no dudaba de demonizar a la oposición, a menudo utilizando falsas acusaciones o atizando viejos odios ancestrales.
El presidente turco achacó a su adversario el no compartir “los valores nacionales y tradicionales”, una velada referencia a su condición de aleví, una minoría islámica que ha sufrido históricamente la marginación en Turquía, país abrumadoramente suní. Además, Erdogan acusó falsamente a Kiliçdaroglu de haber sellado una alianza con el PKK, la milicia liderada por Abdullah Ocallan que hace más de cuatro décadas lucha por la soberanía del Kurdistán.
En su mitin central de campaña en Estambul, en el que reunió a más de un millón de personas, llegó a emitir un video manipulado -deepfake, en el argot actual- en el que se veía a líderes del PKK cantando la canción de campaña de Kiliçdaroglu. La verdad es que el líder de la oposición, un veterano político más bien gris, se coordinó con el principal partido kurdo, el HDP, que no formaba parte de su coalición de seis partidos, pero declinó presentar candidato a las presidenciales y llamó a sus seguidores a votarlo. Durante la campaña, más de 200 personas vinculadas a este partido fueron arrestadas, y su líder, Salahattin Demirtas, languidece en prisión a pesar de que El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha exigido su liberación.
Este tipo de acusaciones y actuaciones durante la campaña dieron alas al discurso ultranacionalista y de extrema derecha, hostil a cualquier tipo de reivindicación kurda y que apuesta por la ilegalización de los partidos de esta minoría. La consecuencia fue que estos partidos obtuvieron unos excelentes resultados en las elecciones legislativas, así como también el candidato ultra en las presidenciales, Sinan Ogan, con más de un 5%. Sus votos ahora serán decisivos, por lo que la segunda vuelta se prevé como una subasta en términos nacionalistas turcos, un mal asunto para resolver la vieja “cuestión kurda”.
Sea como fuere, la victoria de Erdogan es incontestable, y le asegura poder gobernar sin apenas ataduras durante cinco años más. Los más pesimistas en el campo opositor advirtieron de que una victoria de Erdogan pondría fin a cualquier vestigio de democracia. Habrá que verlo. La altísima participación, cerca de un 90%, atestigua el apego de los turcos a las urnas, y podría limitar una profundización de la deriva autoritaria de los últimos años.
En el ámbito exterior, es de esperar una política continuista. A causa de la delicada situación económica, Erdogan ha intentado reconciliarse en los dos últimos años con todas aquellas potencias económicas a las que ofendió, como Arabia Saudí o la UE. Habida cuenta cuán profundo es el pozo en el que se halla la economía turca, poco margen tiene de cambio el “sultán”. Así pues, es de esperar una Turquía que mantendrá su apuesta por la autonomía estratégica respecto a Occidente y la OTAN, pero que intentará limar asperezas con sus aliados tradicionales.
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