El trabajo es una mierda

Ese “al menos ganas experiencia” con el que se disculpan los magros sueldos de los jóvenes no es más que reflejo de una desesperada lucha por diferenciarse en un mercado laboral saturado.

Por Iracundo Isidoro

En la ciudad en la que vivo, Ferrol, es habitual de tanto en tanto que haya manifestaciones multitudinarias exigiendo trabajo, empleos. Semejante exigencia se hace en el marco de una ciudad antaño enclave estratégico de la construcción naval en España y el mundo. La falta de ese trabajo determinó precisamente que la población ferrolana pasase de los 91.764 habitantes de 1981 a los 63.570 que tiene actualmente. Lo que supone la pérdida de prácticamente un tercio de la población en el plazo de 40 años. Esto supone una degradación generalizada de múltiples zonas de la ciudad, hoy convertidas en ruinas o edificios abandonados.

 

La economía local de Ferrol apenas se mantiene en pie gracias a una significativa masa de prejubilados y jubilados del sector naval. Estas personas mantienen a familias extensas y cuando desaparezcan la degradación de Ferrol como ciudad dará un salto dramático. Ese momento está próximo. No en vano, Ferrol es la ciudad más envejecida de España: un 29% de la población tiene más de 65 años. Una situación de la que da elocuente testimonio el que ahora haya más trabajadores dedicados al cuidado sanitario en Ferrol que a la construcción naval. Los trabajadores del sector naval antaño trabajaban como empleados de una empresa pública (Bazán, hoy Navantia) y gozaban de estabilidad y buenos sueldos. Quienes hoy trabajan en el sector naval mayoritariamente lo hacen encuadrados en las llamadas “empresas auxiliares” (privadas): sin estabilidad y con sueldos menores.

 

Los ferrolanos exigen trabajo por una buena razón. Los empleos significan dinero para la gente y ese dinero significa supervivencia, primero, y crecimiento personal, después. En efecto, la idea de “tener un trabajo” se asocia a la utilidad y al éxito social. Se trata de una relación tan fuerte en nuestro subconsciente que en las familias de clase media se celebran fiestas cuando sus jóvenes retoños obtienen alguna clase de empleo por el que no cobrarán nada o incluso pagarán. Daría igual cobrar o no en el puesto de trabajo, lo importante es tener dicho puesto porque es una señal de estatus social. Semejante “desmaterialización” del salario, del sentido último del tener un empleo, se suele justificar por la perspectiva de las rentas futuras. Lo que sugiere un modelo típico de los aprendices de artesano del pasado, solo que ahora generalizado para cualquier trabajo en cualquier sector sea o no “cualificado”.

San Pablo en Tesalonicenses 3:10 indica: “si alguno no quiere trabajar que tampoco coma”.  Hoy seguimos viviendo en un mundo regido por esa idea. Indiscutiblemente la promesa de un futuro mejor impulsa el ánimo de trabajar de mucha gente. Lo que ocurre es que en España el salario medio anual de los trabajadores es ahora, teniendo en cuenta la inflación, más bajo que en el año 2000.

Por otra parte, el porcentaje de quienes estando oficialmente ocupados desearían trabajar más horas rivaliza con la tasa de desempleo general (el llamado subempleo). Según cifras de la Unión Europea, hasta un 13% de los trabajadores en España se clasifican como “trabajadores pobres”.

Está bien instalada entre la población española la idea de que los jóvenes han de cobrar poco o nada como parte de un rito de paso. Pero ese “al menos ganas experiencia” con el que se disculpan los magros sueldos de los jóvenes no es más que reflejo de una desesperada lucha por diferenciarse en un mercado laboral saturado. Saturado, irónicamente, de personas de mediana edad desempleadas para las que la falta de experiencia no es un problema. Lo cual no impide que año tras año los empresarios y los llamados expertos en recursos humanos sugieran que el desempleo se debe a una insuficiente formación de los trabajadores. Algo que sirve para justificar el desempleo y fomentar que fondos públicos se destinen a subvencionar el adiestramiento de la fuerza laboral de las empresas.

Pese a las interesadas justificaciones de unos y otros, está claro que en semejante contexto la asociación de empleo y éxito se tambalea. Y conviene en este caso empezar a preguntarse cómo sería un mundo en que el trabajo no fuese condición necesaria para sobrevivir. Algo que a la mayoría de la gente simplemente le parece inconcebible.

¿Cómo solventaría el sistema económico la eventual desaparición de todo tipo de empleo? Stanisław Lem lo esbozó en su “Diario de las Estrellas”. En esta obra se plantea un planeta imaginario donde sus habitantes, los llamados “indiotas”, desarrollan máquinas que hacen innecesarios a todos los trabajadores. El resultado es que todos los antiguos trabajadores se ven reducidos al hambre y por ello no queda nadie que compre lo que las máquinas producen. Incapaz de asumir una reforma social de alguna clase, la élite del planeta decide finalmente dejar en manos de las máquinas el destino de la gente. Y las máquinas deciden convertir a todas las personas en objetos decorativos, bellamente dispuestos a lo largo del paisaje eso sí. Una conclusión bien oscura la planteada por Lem, pero que apenas toma esfuerzo ver como conclusión lógica de los discursos de empresarios y expertos en recursos humanos llevados a su extremo. En efecto: sin un replanteamiento de la justicia social, la lógica de la reducción de costes destruye el sistema.

Un célebre estudio de la Universidad de Oxford sobre las perspectivas de la automatización del empleo concluyó que bajo las tendencias actuales se podía esperar en las próximas décadas la automatización del 50% de los empleos actualmente existentes. Y hay quien afirma que en un siglo todos los trabajos serán automatizados.

La idea de una enorme fábrica sin empleados se centra en la reducción de costes y asume que siempre habrá consumidores, en otra parte. Los modelos de éxito que preconiza el FMI y las instituciones neoliberales siempre son exportadores y ponen el énfasis en ser “competitivos”. De forma bien graciosa, y debido a las perturbaciones contables de las cuentas públicas de los estados, técnicamente ya le vendemos a los extraterrestres. Las exportaciones a “Marte” alcanzan cifras del orden de 300.000 millones de dólares. Esto es: se registran más exportaciones que las importaciones totales declaradas. Pero, teóricamente, si todos los trabajadores fuesen sustituidos no habría otros consumidores que los dueños de las fábricas. Y esto supondría el fin del grueso del comercio. No tiene sentido. ¿Qué vendría después?

La noción estrella del neoliberalismo de que la justicia social se obtiene “teniendo todos un trabajo” implica que las personas tienen derechos en tanto son útiles para los procesos productivos. La negativa de alguien a resultar útil a tales fines despojaría a dicha persona de todo derecho si no a la vida, a la libertad. Y es por esto, fundamentalmente, por lo que toda persona que cae en el desempleo trata, desesperadamente, de mostrarse extremadamente activo o “reciclarse” para evitar ser así considerado un residuo. Exigir a los políticos trabajo se suele así confundir con luchar por la libertad o el derecho a la vida.

Se suele insistir mucho en que el trabajo da sentido a la existencia. Algo así como que solo podemos estar completos desarrollando una actividad profesional o laboral. Pero de forma bien significativa la palabra trabajo procede del término latino “tripalium”, que hace referencia a la tortura. Y era Aristóteles quien justificaba la esclavitud en base a la necesidad de realizar trabajos en favor de la sociedad que de otra forma no se harían. Y esa misma es la justificación de los trabajos y el rechazo de cualquier esquema de subsidio social que cubriese las necesidades básicas de la gente: “la gente no trabajaría”. Alguien como Aristóteles no dudaría en calificar de esclavos a los trabajadores asalariados.

En efecto, el principal problema para el poder y las elites de una sociedad sin trabajo es que la gente no trabajaría. Porque el trabajo es un elemento de disciplina social difícilmente superable. Ocupa durante largas horas las fuerzas y mentes de millones de personas y legitima las diferencias sociales. No en vano, es habitual escuchar a gente bien humilde sostener ideas como que si alguien es rico, es que es muy buen trabajador o “debe haber trabajado mucho”.

Se pueden consultar en red trabajos de colectivos anarquistas como el colectivo prole.info que analiza el día a día de un trabajador de un restaurante. Desgranar las actividades del día a día de un trabajador de la hostelería basta para asomarse al gigantesco absurdo del trabajo. Y eso podría extenderse a muchos más empleos, por no decir casi todos. Incluso aquellos que no son formalmente empleos de bajo nivel o “no cualificados”. Precisamente a ello dedicó David Graeber su monumental trabajo “Trabajos de Mierda”. En su estudio, Graeber concluía que nada menos que el 30% de los empleos actualmente existentes serían “trabajos de mierda”. Ese concepto abarcaría todas aquellas actividades que sencillamente no empeorarían la sociedad en caso de no existir sino más bien lo contrario. ¿Por qué habríamos de desear esos empleos? No para sentirnos realizados.

El activismo ciudadano y sindical en la exigencia de trabajo, como se deduce de la mencionada evolución social y económica de lugares como Ferrol, no ha tenido éxito. El impulso inexorable por la desindustrialización ha caído como un mazo sobre muchos puntos de España, Europa y el llamado occidente. Pronto afectará a otros. Nos estamos aproximando a una situación en la que grandes masas de la población dejarán de ser necesarias para el proceso productivo. Al no poder formar parte de dicho proceso, esas personas no tendrán capacidad para consumir, para sobrevivir o reproducirse.

No conocemos las fuerzas creativas y políticas que puede liberar una sociedad en la que la supervivencia material estuviese garantizada. Y nuestros amos tienen buenas razones para no dejar que lo averigüemos. A menudo se desdeña a quienes fomentan una Renta Básica Universal Incondicional, como conformistas. Pero no imagino mayor conformismo que plantear como máxima reivindicación social obtener los relucientes grilletes del trabajo. Quienes militan por el fetichismo del trabajo pretenden ver la quitaesencia de la moralidad en el sufrimiento y el tedio del trabajo. Pura religión. La idea verdaderamente revolucionaria no es pedir más trabajo sino mucho menos. Exigir poner las máquinas que sustituyen a los humanos a trabajar para todos ellos y no sólo unos pocos. 

Cambiar el mundo es exigir justicia. Y a menudo el primer paso para ello es poner en duda esas cosas que nos parecen obvias. Y la conexión de trabajo, mérito y subsistencia es parte del bloqueo bajo el que vivimos. La abolición del trabajo es un grito que desenmascara el privilegio de quienes ostentan la riqueza mientras reivindica el derecho a la vida sin ningún tipo de chantaje. Para mí, ése es el camino.

 

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