El síndrome de Estocolmo de Robin Hood

Felipe Gonzalez levanta el puño en un mitin electoral en 1977, en el estadio de fútbol General Moscardo de Usera, en Madrid.

Ricard Jiménez

«¿Quién soy? ¿Cuál es la naturaleza de mi vida como miembro de mi cultura; como hablo y como me muevo, como y duermo, hago el amor, me gano la vida, me convierto en padre, me encuentro con la muerte?», se preguntaba la antropóloga Margaret Mead en ‘Cultura y compromiso’.

Las respuestas a estas cuestiones en momentos prehistóricos, según Mead, podían encontrarse en experiencias predeterminadas en un tipo de cultura postfigurativa y generacional, que asumía un carácter de «compromiso total y sin reservas». La cultura de este modo es fruto de la «presencia viva de tres generaciones». La inmutabilidad, no obstante, solamente reside en apariencia porque las «condiciones para el cambio siempre están implícitamente presentes».

No obstante, con el paso del ‘mito al logos’ rastrear los paradigmas culturales de cada época sigue siendo posible mediante la contextualización historicista de la realidad material y las contraposiciones de clases en cada época.

Con esta breve introducción tan solo pretendo establecer una contraposición con la actualidad. Aunque sea obvio que el elemento cultural en Occidente siempre ha reflejado la posición (o contraposición algunas veces) al elemento legitimado de poder, previamente al surgimiento del neoliberalismo, la globalización masificada y la interconectividad líquida, puede constatarse que existía ese vínculo de ‘compromiso’ establecido en el seno social. Este pudiera encontrarse en este aprendizaje de respeto, el postfigurativo, el que establece cierta estabilidad donde reflexionar de forma reposada y no con la soga al cuello. El abismo incesante de estímulos.

El desprecio por nuestros mayores, nuestra cultura, y todo el desprestigio y desvalorización de las redes de cuidado no se han generado, ni terminado, con el COVID. Y puede ser, bajo la soberbia de una sociedad infantilizada y sin compromiso social donde se encuentre lo reaccionario y abrumador de una cultura basada en el consumo desarrollista. El mundo del colonialismo cultural, con aires de libertad, o más bien la fetichización de la mercantilización corpórea. El síndrome de Estocolmo sustentado en los debates consensuados por una moral de Robin Hood.

Con el neoliberalismo encontramos, lo que justamente predecía Margaret Mead, que «el énfasis en las singularidades solo sirve para obstaculizar la búsqueda de un principio explicativo».

Los debates estériles, más allá de la capacidad de ser el entretenimiento pueril y rentable de cierta clase asentada, que se ha convertido en un sustento innegable de lo que pretenden maquillar.

Recientemente la agenda reflexiva se encuentra postergada, de forma renqueante y pesada, en el ingreso mínimo (que no vital), como horizonte máximo de reorganización de la pobreza; el planteamiento de la figura del empresario bueno (el que tributa en el país) y el malo (el que evade impuestos), como si esto del capitalismo pudiera funcionar solamente cuando a ellos les dé la gana y sin analizar los límites del progresismo. Ahora aparte de explotados, glorificadores de la explotación, donde la «única fuerza que une al hombre y pone en relación es la fuerza de su egoísmo, de su provecho personal, de su interés privado».

Esto no nos exime a que también deba hacerse frente a las realidades concretas del momento, pero en una sociedad sin ‘compromiso’, y sin una clase organizada (y formada), el mensaje acaba siendo la aceptación de lo establecido, con retoques, la imposibilidad de constituir algo distinto.

«Nunca ha sido más evidente la fuerza de la ideología dominante como en este mundo sin ideologías, donde cualquier alternativa al sistema del libremercado se vuelve prácticamente impensable», escribían Romano y Díaz Parra en ‘Antipolítica’. Como figura retorica, ya utilizada por Jameson y Zizek, «El fin de la utopía es en si mismo utópico, y el fin de la ideología es en sí mismo ideológico».

El hablar del elemento ideológico nos puede conducir también al debate actual por la invisibilización de la mujer por parte de cierto colectivo.

Este es el esquema espontaneísta, autónomo y sin capacidad efectiva para cambiar radicalmente una realidad, que ahora, en contraposición con la etapa postfigurativa (de compromiso), parece evadida de todo contexto más allá que el horizonte individualizado y autónomo, por espasmos, pero el sesgo es claramente neoliberal.

Nadie abrirá el melón de los mayores, nuestro desprecio hacia toda forma de vida no productiva y nuestra incapacidad de cohesionar un elemento cultural de clase que nos interconecte generacionalmente en situación de compromiso social; el del ingreso mínimo como punto de partida; la imposibilidad de llevar a cabo un proyecto progresista en terreno de juego ajeno.

Mientras, se pierden derechos laborales, en materia de vivienda, de la mujer, en el imperio de la pamplina efímera JJ Vázquez ha dicho no sé que, y ya tenemos al esperpéntico circo aplaudiendo con las orejas.

Es momento de recuperar el concepto de ‘ideología’, tan vaciado de contenido en los últimos tiempos, recuperar la idea de ‘compromiso’ y la organización frente a la performatividad de las luchas parcializadas.

La espera por movimientos sociales favorables y de cara, como el 15M, es como el juego del trilero, encontrar la bolita a la primera y darse de bruces a continuación. La falta de rigurosidad en los cuadros políticos permite una reacción aún más virulenta.

La permeación de la democracia liberal y la búsqueda del sujeto revolucionario ha reportado sendos beneficios a cierta izquierda, en cuanto a lo económico e individualmente. Para el resto es la falsa idea de oposición, falsa concepción de lucha, infructífera, mediatizada, el nihilismo nietzscheano a expensas de un Dios que baile al ritmo deseado.

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