«La estadística permite que la sanidad sea más eficaz, más ‘productiva’. Una mejora que depende necesariamente de la deshumanización de los pacientes.«
Por Puertos33
Una vez hubo llegado mi tía del hospital, el teléfono de mi madre sonó. Irónicamente, en esta sociedad de la información, la información “crucial” parece no viajar a la misma velocidad. Podemos conocer, con exactitud, las muertes habidas en Irán, pero desconocer la salud de nuestros abuelos. No consigo describir detalladamente cómo se lleva el silencio de lo local, cuando solo se oyen muertes.
Me imagino —como puedo— a mi abuela tumbada en una cama, esperando. Sin saber muy bien el qué, en silencio, horas y horas, sin hablar con nadie ¿No añadirá más daño esa soledad forzada, que el propio virus? Como bien reza el dicho ¿No será peor el remedio que la enfermedad?
El encierro, también el nuestro, se oxigena con cada estúpida videollamada, con cada visita a las redes sociales. Pero pensemos… Un día te hierve el cuerpo, acto seguido te aíslan; primero en tu casa; luego en un hospital ¿Qué podemos pensar? ¿Todo este trayecto inhumano —sin culpar a los profesionales— no tiene una fuerte relación con el aluvión de víctimas diarias en forma de cifras?
Al no saber escribir, se le suma el no poder hablar. El secuestro del cariño y el silencio de unos centros saturados. Y con esa ausencia de apoyo, miras al techo y esperas. El Estado de Alarma se transforma en una gestión del desastre, en una cosificación de los cuerpos —solo hace falta mirar esas incineraciones masivas, sin consulta ninguna— En otro lugar, sus siete hijos hacen lo mismo. Esperan. Llaman a teléfonos con enormes colas de espera—parecida a la de los supermercados— con la muerte gravitando sobre sus cabezas.
El silencio de quien no sabe nada más allá de su cuerpo, de lo que le dice cierta intuición. El silencio como el mayor de mis deseos —confío en que nadie encienda la televisión en la habitación 503 del hospital de Jaén—Un silencio, que puede ser más mortal que el virus y, pese a ello, probablemente mejor, que la idea de muerte sensacionalista de nuestros medios. Ya que, la posibilidad de ver, aunque sea durante un minuto, la prensa con esa tragedia de lo externo, puede ser aún más dañino. Quizá, la diferencia apremiante entre el silencio y el “ocio” es el papel letal de los medios.
Es imposible no pensar que una de esas cifras que mañana aparecerán en la televisión —las cuales algunos esperan con ganas y nadie conoce— puede ser tu familiar, tu amigo, tu vecino. Parece, como decía antes, que el Estado de Alarma despersonaliza lo cercano. Toda información es abstracta, toda cifra se da comparada con un «afuera». En nuestras cárceles, elegidas, podemos salvarnos ¿Verdad?, ¿No creerían eso mismo los once cadáveres abandonados en aquella residencia?
La estadística permite que la sanidad sea más eficaz, más “productiva”. Una mejora que depende necesariamente de la deshumanización de los pacientes. La vieja industrialización se muestra ahora en la transformación de los cuidados en otro espacio productivo ¿No se ha hecho real, aquí, el abandono de los cuidados a la lógica capitalista?
No habría mejor gestión posible; la nuestra ha sido fruto de la potencialidad que somos. Nuestra respuesta es la única que se podía haber dado. Hay voces que llevan años anunciando la deshumanización de nuestros rincones, la mercantilización de nuestras relaciones, el silencio ante la enfermedad es la única muestra lógica de unos cuerpos que probablemente mañana citen en televisión. Que mi madre no pueda hablar con la suya, es fruto de la idea de gestión, de traer a la ecuación la vida frente al trabajo. Que nuestra estadística no engorde, exige la pérdida de todo lo micro. Y, para que allí arriba —en lo macro— todo funcione, se necesita una invasión y una entrega de lo cercano, de lo local.
¿Qué voz puede expresarse frente a un “todos”? Pese a que te cuelguen el teléfono, o no quieran darte respuesta alguna, es imposible no aplaudir. No aceptar la heroicidad — Policía incluida— se traduce en no aceptar la solidaridad de una sociedad que siempre ha sido solidaria. A uno le cuesta creer que esta guerra civil en la que vivimos —como dice Agamben— no sobreviva mañana, cuando todo vuelva a la “normalidad”. No se defiende en estas líneas una ausencia de comunidad, se trata de separar lo común —lo que era nuestro— de lo productivo.
El espíritu creado —el que permite que mi madre, y hermanos, no hablen con la suya— ayuda, aplausos incluidos, a que la precarización se expanda a todos los espacios. Lo productivo asfixia los cuidados y es vitoreado desde las ventanas. Bajo el Estado de Alarma, el cual superará el mes, se aumenta el trabajo sin mejora alguna de las condiciones. El Estado gestiona el adiós de unos familiares que solo tendrán noticias una vez pasado el proceso.
Los afectos tienen que ser a través de dispositivos. La vida solo puede ser “real”, en tanto permita que el engranaje siga girando. Cualquier excusa permite que los bancos sigan abiertos o la comida pueda seguir pidiéndose a domicilio. No se trata de salvar la vida de las personas, se trata de impedir la muerte de los ciudadanos.
Que algunas filtraciones de los informes de la UVI, hablen de la elección entre pacientes, solo expresa el espíritu productivo de la gestión. Los sanitarios se muestran aquí como ejecutores —sin responsabilidad alguna— de una ideología que ya estaba entre nosotros ¿Quién no ha bromeado con el ahorro de las pensiones en los tiempos del COVID19?
Mientras tanto, allí, quiero que todo sea silencio, que no oiga el ruido de los tertulianos. Que su televisión no hable, que no escuche a los trabajadores del hospital lamentarse, que no haya oído a mi tía a diez metros de su puerta; sin poder mirarla, sin poder tocarla, sin verla. Espero que lo pase, y que el teléfono no suene — aun deseando que lo haga y nos informen— porque si ese teléfono suena, es que algo ha ocurrido. Espero que no escuche, que no vea el abandono de lo común, la entrega de lo nuestro. Quiero que crea que allí, está en el mejor de los mundos. No en el nuestro.
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