Lejos de ser un motor de bienestar, la pertenencia a la UE ha contribuido al estancamiento salarial, al aumento de la precariedad laboral y al encarecimiento del coste de vida, golpeando especialmente a los trabajadores.
Por Redacción NR | 4/03/2025
Desde que España ingresó en la Unión Europea (UE) en 1986, el país ha experimentado una transformación económica profunda. La integración en el mercado común europeo prometía prosperidad, modernización y una mejora en el nivel de vida de todos los ciudadanos. Sin embargo, casi cuatro décadas después, la realidad para la clase trabajadora española dista mucho de esas expectativas. El poder adquisitivo de los trabajadores —es decir, la capacidad de sus salarios para adquirir bienes y servicios— se ha deteriorado de manera significativa, convirtiéndose en una víctima silenciosa de las políticas económicas liberales impuestas por la UE y de las dinámicas internas del país. Lejos de ser un motor de bienestar, la pertenencia a la UE ha contribuido al estancamiento salarial, al aumento de la precariedad laboral y al encarecimiento del coste de vida, golpeando especialmente a los trabajadores.
La falsa promesa
Cuando España se unió a la Comunidad Económica Europea (CEE), se vendió la idea de que la integración económica traería una convergencia con los países más ricos del continente. Sin embargo, aunque el PIB per cápita español creció en términos absolutos, este crecimiento no se tradujo en una mejora proporcional del poder adquisitivo de la clase trabajadora. La adopción del euro en 1999 marcó un punto de inflexión crítico: la moneda única eliminó la capacidad de España para devaluar su moneda (la peseta) y ajustar su economía a las necesidades internas. Antes de la UE, la devaluación permitía abaratar las exportaciones y mantener cierta competitividad, lo que sostenía empleos y salarios en sectores clave como la industria o la agricultura. Con el euro, esta herramienta desapareció, y España quedó atrapada en una estructura monetaria diseñada para beneficiar a economías más fuertes como Alemania o Francia.
El resultado fue un aumento de los precios mucho más rápido que el de los salarios. La entrada en el euro provocó una inflación notable en bienes básicos como la vivienda, la alimentación y los servicios, mientras los sueldos de la clase trabajadora apenas se movían. La famosa «redondeada al alza» de los precios tras la sustitución de la peseta por el euro no fue un mito: estudios de la época señalaron cómo los consumidores percibieron una pérdida inmediata de poder adquisitivo, y las estadísticas posteriores lo confirmaron. Para la clase trabajadora, que depende de ingresos fijos y no de rentas del capital, este desajuste entre salarios y costes marcó el inicio de un declive sostenido.
Precariedad y estancamiento
Otro factor clave en la pérdida de poder adquisitivo es la evolución del mercado laboral español bajo las directrices de la UE. Las reformas liberales impulsadas desde Bruselas, especialmente tras la crisis financiera de 2008, priorizaron los intereses de la patronal, traduciéndose en recortes salariales y una mayor facilidad para despedir a trabajadores. Esto desencadenó una oleada de contratos temporales, reducción de derechos laborales y un debilitamiento de la negociación colectiva. Si en los años 80 los sindicatos tenían un peso significativo para garantizar subidas salariales acordes con la inflación, hoy su influencia se ha erosionado debido a su línea pactista y reformista.
Los datos son elocuentes: mientras la productividad de los trabajadores españoles ha aumentado desde los años 90, los salarios reales —ajustados a la inflación— apenas han crecido. En muchos casos, incluso han disminuido. La clase trabajadora se ha visto atrapada en empleos precarios con sueldos que no alcanzan para cubrir necesidades básicas. La UE, con su énfasis en la austeridad tras la crisis, agravó esta tendencia al imponer recortes en gasto público y presión para mantener los salarios bajos como medida de «ajuste económico». El resultado es una generación de trabajadores que, pese a estar más formada y ser más productiva que nunca, tiene menos capacidad de consumo que sus padres en los años previos a la integración europea.
El coste de vida: un lujo inalcanzable
No se puede analizar el poder adquisitivo sin considerar el encarecimiento del coste de vida, otro fenómeno acentuado por la pertenencia a la UE. La liberalización de mercados como la energía o la vivienda, impulsada por normativas europeas, ha disparado los precios de servicios esenciales. Por ejemplo, el precio de la electricidad en España ha alcanzado niveles récord en las últimas décadas, situándose entre los más altos de Europa, mientras los salarios medios siguen rezagados respecto a países comparables. La vivienda, por su parte, pasó de ser un derecho asequible en los años 80 a un bien especulativo tras la apertura al capital extranjero y el boom inmobiliario de los 90 y 2000, alimentado por las dinámicas del mercado único.
Para la clase trabajadora, esto significa que una parte cada vez mayor de sus ingresos se destina a pagar alquileres, hipotecas o facturas, dejando poco margen para el ahorro o el consumo. Mientras tanto, las grandes empresas —muchas de ellas multinacionales favorecidas por las políticas de la UE— acumulan beneficios récord. España se ha integrado en una economía europea que premia al gran capital y castiga a los trabajadores.
Un balance desastroso
Se vendió la entrada de España en la Unión Europea como una oportunidad de progreso. Sin embargo, para la clase trabajadora, la promesa de prosperidad se ha transformado en una realidad de estancamiento salarial, precariedad laboral y pérdida de poder adquisitivo. La incapacidad de ajustar la política monetaria, las reformas laborales impuestas desde Bruselas y el encarecimiento del coste de vida han creado un escenario en el que los trabajadores españoles están más lejos que nunca de ese progreso prometido.
Es hora de replantearse la pertenencia a la UE, que no sirve realmente a los intereses de la mayoría. Para la clase trabajadora española, el sueño europeo ha resultado ser más una carga que una oportunidad, y las cifras —o la simple experiencia cotidiana— lo demuestran con claridad.
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