Claude Eatherly (1919-1978) fue el piloto encargado del reconocimiento climático y de escoger el objetivo para el Enola Gay que acabaría impactando sobre la ciudad japonesa de Hiroshima (1946). Se trataba de la primera bomba atómica que dejaría más de 160 000 muertos. Dos años después el joven Claude dejó las fuerzas armadas y comenzaría a trabajar en una fábrica de chocolate. A los pocos años empezó a enviar cartas con dinero a los ciudadanos de Hiroshima, así como misivas en las que se afirmaba como culpable y pedía perdón. En 1950 se intentó suicidar, pero fue hallado con vida e ingresado en el hospital militar de Waco. Al mes y medio fue dado de alta y cambió su trabajo por uno más físico en una compañía petrolífera. En 1953 falsificó un cheque por una pequeña cantidad, el veredicto fue «libertad con revisión de pena por buena conducta». Meses después atracó un banco en Dallas, pero no se llevó nada. La condena fue cuatro meses más en el hospital de Waco, pues el abogado alegó problemas mentales. Asimismo, durante todo el periodo de postguerra, se negó a recibir honores o ser laureado por sus logros militares1. Günter Anders, filósofo austriaco, se enteró de su caso, de su reclusión en un hospital psiquiátrico y de sus «problemas mentales» y decidió entablar una correspondencia con Eatherly. Esta correspondencia fue agrupada y publicada en El piloto de Hiroshima. Más allá de los límites de la conciencia.
Eatherly no estaba loco, si es que acaso se puede emplear dicho término, y mucho menos sufría una enfermedad mental. Se sentía culpable, sí, de haber matado a miles de inocentes, aunque en aquel momento, cuando seleccionaba el objetivo, no fuese consciente de lo que iba a suceder. De hecho, se podría decir que el saberse culpable revelaba una espléndida salud mental, que EEUU en pos de su campaña nuclear y de su american way of life intentaba silenciar. De esta manera, el verdadero culpable salía airoso de un genocidio e incluso era digno de alabanzas y vítores: Harry S. Truman. Truman ni siquiera se arrepintió de haber asesinado a miles de personas. Este era y es el problema. Ya nadie recuerda Hiroshima, no hay películas cada seis meses rememorando el horror y el dolor de las familias que sufrieron el impacto de la primera bomba atómica. A Truman no se le juzgó porque, como decía W. Benjamin, la historia la escriben los vencedores y no los vencidos. Pero no hace falta irse tan lejos, la Guerra Civil y el Franquismo han dejado miles de víctimas y ningún tribunal, nadie, ha juzgado a aquellos que ni siquiera se arrepintieron de sus crímenes, pues estos crearon partidos que actualmente se disputan el poder político.
El caso de Eatherly demostró aquellas tesis foucaltianas: el que molesta, es incómodo al sistema acaba en una institución psiquiátrica. Instituciones que, si bien en ocasiones necesarias, velan por la salvaguarda del Estado, de los poderes y de las personas que lo representan independientemente de que estos sean responsables del asesinato o del genocidio de personas que no tenían nada que ver con un conflicto entre potencias mundiales. No obstante, nuestro silencio, nuestro negarnos a recordar, a sacar a la luz las tragedias de la historia, los asesinatos, muertes, violaciones y atentados contra la libertad de las personas nos hace, también, culpables-inocentes. Culpables porque justificándonos en nuestra incapacidad de imaginar semejantes tragedias y, en consecuencia, inocentes dejamos hacer, permitimos de manera silenciosa los mayores crímenes contra la humanidad.
1 Jungk, R. «Introducción». En: El piloto de Hiroshima. Más allá de los límites de la conciencia. Correspondencia entre Claude Eatherly y Günter Anders. Madrid: Paidós Contextos, pp. 18-20
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