El periodo Barroco

El periodo Barroco

Por Susana Gómez Nuño

El barroco es el estilo artístico con un lenguaje propio y complejo, que engloba diversas tendencias. Se desarrolló en Europa y sus colonias entre el renacimiento y el neoclásico o, de forma más concreta, entre el manierismo y el rococó, abarcando el periodo comprendido entre finales del siglo XVI y principios del XVIII.

El término barroco posee diversas definiciones que oscilan entre las valoraciones negativas de autores como Francesco Milizia que lo define como el exceso de lo ridículo, Benvenuto Cellini que lo utiliza como sinónimo de extravagante, Rousseau como modo de calificar lo recargado, grotesco o excesivamente afectado, o Jacob Burckhardt que lo considera como un renacimiento exagerado; y las valoraciones positivas que llegarán de la mano de Heinrich Wölfflin, discípulo de Buckhardt, que interpretará el barroco como un estilo con lenguaje propio, diferente y contrario al renacimiento.

En la actualidad, el concepto de barroco está sujeto a una multiplicidad de criterios. Algunos lo caracterizan como el uso de la retórica con un afán persuasivo, otros lo definen como el uso de la ostentación por parte del poder, en el marco de las ciudades, con el objetivo de obtener el apoyo del pueblo. Autores como Weisbach lo consideran como expresión de la Contrarreforma y otros, como Wiëtor, lo definen como el lenguaje del absolutismo monárquico. El historiador del arte Henri Focillon, así como también, el escritor Eugeni d’Ors, a pesar de valorar este movimiento, lo siguen relacionando con la decadencia artística. No obstante, en este post, se tendrán en cuenta las connotaciones positivas de esta corriente y se analizarán los valores clásicos presentes en arquitectura y plástica, alineándonos con las concepciones de Heinrich Wölfflin.

«El juicio de Paris» de Rubens, uno de los pintores más destacados del Barroco

Wölfflin nos expone sus ideas sobre el cambio estilístico y las características del Renacimiento y el Barroco mediante la formulación de sus leyes de estilo, en su obra Kunstgeschichtliche Grundbegriffe (Conceptos Fundamentales en la Historia del Arte), publicada en 1915. El autor indaga en la configuración del estilo, excluyendo la historia de los artistas, en lo que denomina una historia del arte sin nombres. Como es de suponer, este desafortunada leyenda dio lugar a numerosas críticas, a las que Wölfflin respondió alegando que su intención era presentar aquello que se encuentra por debajo de lo individual, sin poner en duda el valor de los individuos.

El historiador suizo nos presenta un punto de vista distinto basado en la evolución general de la forma que sigue unos principios, que elaborados, inicialmente, para ilustrar el paso del Renacimiento al Barroco, serán reconocidos, más adelante, como universales. De su obra se desprende el principio de relatividad, que sostiene que no existen estilos mejores que otros y que las formas artísticas deben valorarse en sí mismas y no en relación al clasicismo, entendido, supuestamente, como el máximo exponente del arte.

Wölfflin explica la evolución del Renacimiento al Barroco mediante cinco pares de conceptos antitéticos:

  1. Evolución de lo lineal a lo pictórico. Se pasa de una representación basada en la línea a otra en la que predomina la apariencia ilimitada.
  2. Evolución de lo superficial a lo profundo. En la visión clásica los objetos aparecen representados en capas, en el barroco se acentúa la unidad espacial en profundidad.
  3. Evolución de la forma cerrada a la forma abierta. En el barroco se acentúa una falta de límites de la forma frente a la obra de arte cerrada sobre sí misma propia del clasicismo.
  4. Evolución de lo múltiple a lo unitario. Ambos sistemas, renacentista y barroco, buscan la unidad de la composición, pero el primero alcanza esa unidad mediante la armonía e interrelación de partes independientes, mientras que el segundo utiliza la subordinación de los elementos bajo la hegemonía absoluta de uno de ellos.
  5. Evolución de la claridad absoluta a la claridad relativa. Relacionado con el par lineal-pictórico, en el que las líneas conllevan una mejor percepción de los objetos que la representación pictórica que disuelve los contornos.
Heinrich Wölfflin fue un famoso teórico y crítico de arte suizo, considerado como uno de los mejores historiadores de arte de toda Europa

Todos estos principios se consideran universales, además de irreversibles, es decir, para Wölfflin la evolución se da en un sentido y no se puede invertir. El sistema wölffliniano concibe la historia del arte como una sucesión de una fase clásica, entendida como perfección, seguida por otra barroca, contraria a la perfección, que se van alternando y repitiendo en todas las épocas a lo largo de la historia. Así pues, Renacimiento y Barroco conforman dos periodos diferentes a la vez que adquieren universalidad.

La universalización de los binomios antitéticos recibió muchas críticas, destacándose principalmente las basadas en el reduccionismo de la historia del arte a dos fases alternativas y la contradicción de sus tesis relativistas con la idea de progreso en la historia del arte. Se hace necesario, pues, establecer matices que nos permitan cierto margen, haciendo uso de algunos conceptos wölffinianos sin la imposición de tener que aceptarlos en su totalidad.

«El Eremita» de Salomon Koninck, pintura barroca

La confianza y la seguridad proporcionada por el conocimiento y el optimismo propios del Renacimiento dejan paso a un sentimiento de desorientación, pérdida, interiorización y melancolía que caracterizará el Barroco, una época que devendrá triste, sombría y pesimista, con toques dramáticos y teatrales. En palabras del historiador Joan Campàs, podemos concebir y entender el barroco como un estado de ánimo.

Es destacable la importancia del trabajo de Wölfflin, el cual nos proporciona un sistema universal de categorías objetivas e imparciales basado en pares de conceptos, que podemos utilizar a nivel comparativo para apreciar y catalogar las diferentes obras. Susan Woodford, en su libro «Cómo mirar un cuadro», utiliza el sistema wölffliniano para comparar obras renacentistas con barrocas y establecer así sus diferencias.

La pintura barroca de Flandes y Holanda, en la que profundizaremos en posteriores posts, estará marcada por el contexto social, político y religioso de los dos países. Flandes, católico y dependiente de España, dará lugar a la escuela flamenca con temática religiosa y mitológica en grandes formatos que decorarán edificios palaciegos y eclesiásticos. El retrato con tintes dramáticos y solemnes también será un tema destacado. Rubens, Van Dyck y Jordaens sabrán satisfacer magistralmente a la aristocracia y a la Iglesia que se erigirán como los principales demandantes de arte.

«Portrait of a boy» de Rubens

Holanda, protestante e independiente, centro de la burguesía y el comercio, originará la escuela holandesa, cuyos temas más representativos pertenecen al género del retrato individual o colectivo, las escenas costumbristas y domésticas, bodegones y paisajes. El genial y personal estilo de Rembrandt, los magníficos retratos de Hals y la serenidad de las obras costumbristas de Vermer, serán reclamadas por un público burgués, amante del arte, con tendencias coleccionistas y deseoso de decorar sus casas con obras de pequeño formato.

La radicalización arquitectónica y la frivolidad en la pintura marcaron el fin del Barroco, que derivó en una tendencia llamada rococó, caracterizada por la elegancia, la opulencia y los colores vivos de las obras, que contrastaban con las penumbras y la desesperanza propias del Barroco. También, se rompe con la tradición cortesana y se tiende a lo jocoso e íntimo. El arte ya no sirve a los propósitos de la corte, sino a los gustos de la burguesía que se alza como clase dominante.

«El columpio», una obra maestra de Fragonard, donde se recoge el espíritu refinado, exótico y sensual propio del rococó

Como valoración personal debo añadir que la pintura flamenca y holandesa, aun con sus rasgos sombríos y melancólicos, típicamente barrocos, me ha cautivado, en especial la obra de Rembrandt, que con su estilo personal, el magistral uso de la luz, los fuertes contrastes y el dramatismo de sus composiciones, me ha emocionado enormemente. También la obra costumbrista e intimista de Vermeer ha sido un agradable descubrimiento transportándome en el tiempo y permitiéndome atisbar, en diversos recintos en los que no faltaba detalle, a una mujer vestida de azul leyendo una carta, a una jovencita recibiendo su lección de música o a una muchacha tomando una copa de vino con dos caballeros.

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