La periodista, exdiputada de Podemos en las Corts Valencianes y militante de Més Compromís, Llum Quiñonero, acompañaba al activista comunista Miquel Grau la noche en la que fue asesinado a manos de la extrema derecha. Cuando se cumplen 42 años de ese crimen, Quiñonero publica Miquel Grau 53/1977 (Pruna Llibres, 2019), obra que sumerge al lector en la biografía de la víctima de la ultraderecha alicantina.
Por Moisés Pérez / El Temps
Seco. Contundente. Impactante. Terriblemente mortal. El ruido del cráneo agrietado había interrumpido la normalidad nocturna de Alicante. En la plaza de los Estels, una de las ubicaciones más emblemáticas de la ciudad, la sangre lo manchó todo de silencio letal. Miquel Grau, un joven de militancia comunista y valencianista que había nacido en la Vega Baja, había recibido una baldosa en la cabeza. Como el resto de camaradas con los que había salido esa noche, Grau estaba pegando carteles para la manifestación del 9 de octubre de 1977, la cual se convertiría en histórica. Miguel Ángel Panadero, un militante de la formación fascista Fuerza Nueva de familia adinerada y falangista, había lanzado el objeto mortífero.
Entre los militantes del Moviment Comunista del País Valencià que habían salido a las calles de Alicante para promocionar la movilización de la diada valenciana, estaba Llum Quiñonero. Periodista, exdiputada de Podemos en las Corts Valencianes y militante de Más Compromiso por la demarcación de Alicante en las elecciones españolas del 10-N, ha volcado todos sus sentimientos y su trágica experiencia por el asesinato de su compañero de lucha en Miquel Grau 53/1977 (Pruna Llibres, 2019). Una obra -con aportaciones de varias voces en la parte final, como Delia Amorós, Mariano Sánchez Soler, Carlos Dulce o el Casal Tio Cuc- que narra de forma literaria los orígenes y la vida de Grau mientras contextualiza el ambiente político de la transición al sur del País Valenciano, marcado por la agitación contestataria en las calles y la violencia ejercida por los nostálgicos de la dictadura franquista. A partir de este relato íntimo, EL TEMPS viaja por la biografía de un joven víctima del odio empollado a la serpiente fascista.
Al sur del sur
En Ràfol, un municipio tradicionalmente agrario de la Vega Baja, nacería Miquel Grau en 1955. Sería el primogénito de un hogar humilde que soportaría con estoica resistencia y puro espíritu de supervivencia las penurias económicas del franquismo. Disciplinado, consciente de su responsabilidad y trabajador, emigró junto a su familia hacia Alacant, durante el inicio de la década de los 60. Se instalarían en el barrio de Les Carolines, más concretamente en la calle de Tabarca. El padre encontraría trabajo en Boleres Devesa; su madre lo haría en las tomateras de Mutxamel (Alacantí), una población conectada con Alacant a través de un viejo tranvía.
Con seis años, Grau accedería al colegio público Manjón Cervantes, ubicado en el mismo barrio de Les Carolines. Posteriormente se matriculó en la Escuela de Comercio. El empeoramiento de la salud del padre le obligaría a combinar el trabajo y los estudios. Una vez aprobado el bachiller elemental encontró trabajo de dependiente en una tienda de confección para hombres que había en la Rambla, en el corazón de la ciudad mediterránea. Grau ejercía, en la práctica, de padre. La enfermedad de su progenitor no dejaba otro remedio. Sin embargo, la fuerza de aquella familia era Josefina, su madre. Una luchadora nata que mantenía firme la unidad del núcleo de la estirpe.
Estudiante universitario, reconocido por su calidad humana y afiliado al Movimiento Comunista del País Valenciano a raíz de su compromiso de lucha por las libertades y contra las injusticias, pasó en 1977 destinado a Ferrol. Debía cumplir con el servicio militar obligatorio. Embarcado en el barco Blas de Lezo e, incluso, con rango de cabo segundo, recibió un aviso en septiembre de ese año. El muchacho de su hermana, que trabajaba en Correos, le avisó mediante un telegrama de una recaída de su padre. El agravamiento del cáncer de pulmón, junto a los exámenes pendientes que tenía en la Escuela de Comercio, forzaron su vuelta al País Valenciano.
Profundamente enamorado de su novia, hermana de Quiñonero, tenía una mente repleta de fantasías e ilusiones. Soñaba con conseguir la carrera, con envejecer junto a la persona que levantaba las pasiones más prohibidas en su corazón, con cambiar una sociedad que pretendía superar la alargada sombra cruenta, sanguinaria y terrorífica de cuatro décadas insoportables de dictadura fascista . Para obtener la libertad negada durante 40 años por los acólitos del nacionalcatolicismo, Grau salió a pegar carteles para promocionar una manifestación que reivindicaría la libertad, la amnistía de los represaliados políticos y el autogobierno del País Valenciano.
El homenaje incompleto
Ese mismo día Grau se había despedido de su hermana Fini antes de que se marchara a trabajar como modisto en un humilde taller de Alicante. Mientras, su madre venía de Valencia agotada por la salud maltratada de su marido. Una tristeza, un cansancio psicológico y una moral debilitada que pretendía combatir con la presencia del hijo mayor. Sólo deseaba un abrazo de Miguel. Un abrazo que no se produciría. A Josefina , de hecho, la tardanza del heredero de la familia la alertó. No estaba cuando había llegado. Tampoco cuando todos se fueron a la cama. Y esto era bastante raro con Grau. Su preocupación fue desgraciadamente premonitoria. El ruido del timbre a la una de la noche va a confirmarlo.
En el hospital, paralelamente, el neurocirujano Fernando Ruiz, quien estaba de guardia, luchaba por salvarle la vida. Su corazón latía, pero su conciencia se había esfumado a raíz del hundimiento de la cúpula craneal. Un particular le había trasladado a la Casa de Socorro, desde la que le derivaron a la Residencia Sanitaria de la Seguridad Social. Tras varias intervenciones quirúrgicas, Grau pasó a la Unidad de Cuidados Intensivos. La gravedad era absoluta. De facto, estaba muerto en vida. Al quinto día, faltó.
Ruiz, militante del PSPV, se dio cuenta de que Grau había sido víctima de un atentado. De hecho, se personó en el despacho de José Duato , entonces gobernador civil de Alicante. El médico quería trasladarle la preocupación por la extrema gravedad del paciente. Duato, sin embargo, le restó importancia a todo ello.
Al cabo de unos minutos de aquel ataque mortal contra el activista comunista originario de la Vega Baja, el Alicante más comprometido con la democracia salió a la calle «para proteger el espacio, las pruebas, los testigos y para organizar una respuesta a la tragedia», comenta en el libro Quiñonero. No debe olvidarse que aquella zona céntrica era peligrosa para las personas con ideologías progresistas. Quiñonero, junto a los demás compañeros que habían estado pegando carteles, Juan Ángel Torregrosa y Xavier Astor, acudieron a la comisaría para denunciar el crimen. «Éramos ampliamente conocidos por nuestra militancia antifranquista. En comisaría, todas las sospechas se dirigían contra nuestras propias declaraciones», relata. Solo con la llegada del entonces senador socialista José Bevià cambió la actitud de la policía española.
El asesinato de Grau levantó una ola de solidaridad inédita. Numerosos ciudadanos de Alicante con firmes convicciones democráticas pasaron por el centro médico con el objetivo de expresar su apoyo a la familia. En los centros de trabajo, mientras, se hicieron recogidas de dinero para pagar la acusación en el juicio. Incluso, los trabajadores de las gasolineras de la familia del criminal ultraderechista aportaron fondos. Se preveía un soterramiento multitudinario, que se convertiría en un clamor por la democracia y la libertad amenazada.
La posibilidad de un funeral de estas características inquietaba a Duato. Transmitía inquietud. Quería evitar de todas las formas que el féretro llegara hasta el centro de Alicante. Y a consecuencia de ese nerviosismo, Quiñonero, Torregrosa e Ignasi Astor, hermano de Xavier, fueron secuestrados por la policía española. A plena luz del día, según denuncia la periodista y militante de Més Compromís. El objetivo del gobernador civil era evitar que el ataúd y el séquito de militantes progresistas circularan por el centro de la ciudad. «Nos hacía responsables de lo que ocurriera, aunque nosotros insistíamos en que lo único que sucedería es que un séquito atravesaría la ciudad como muestra de duelo y rechazo de la violencia», explica en el libro Ignacio Astor.
«Duato no nos permitió salir hasta que estuvo convencido de que nosotros no teníamos intención de hacer nada por frenar la convocatoria, y que nuestro secuestro podía empeorar las cosas», señala Quiñonero en su nueva publicación. De este modo, y nada más salir de las dependencias del gobernador posfranquista, se sumaron a un entierro masivo. 8.000 personas acompañaron al cuerpo de Grau. «Miquel, hermano, no te olvidemos», «Policía, asesina» o «vosotros fascistas, sois los terroristas» fueron algunos de los cánticos de una jornada con un final triste. La policía, a la altura de la plaza de Bous, evitó que la multitud congregada pasara. Los agentes colocaron el féretro en el coche fúnebre mientras los movilizados intentaban impedirlo. Las fuerzas de seguridad frustraron la culminación del homenaje, el recuerdo a Grau en la misma plaza en la que fue asesinado.
Impunidad parcial
Pese a la presencia de fiscales como Francisco García Romeu, ex alcalde franquista de Alicante y conectado a las altas esferas del régimen fascista, Panadero fue condenado a 12 años de cárcel. Juan María Bandrés , abogado vasco y fundador de Euskadiko Ezkerra , y el socialista valenciano Ciprià Císca r fueron las cabezas visibles de una acusación particular que se quedó de piedra cuando el Gobierno español del democristiano Adolfo Suárez indultó parcialmente al verdugo fascista . Panadero sólo cumplió cuatro años de cárcel.
Según destapó EL TEMPS, el asesino de Grau se recicló como procurador en Valencia. En ese momento, ejercía esta tarea para entidades financieras como la CAM o el BSCH. También administró los negocios de gasolineras y seguros que tenía una estirpe de orientación ultraderechista. Todo un ejemplo de la impunidad que ha caracterizado al fascismo en la Comunidad Valenciana. Pero que con libros, como el escrito por Quiñonero, no queda sepultado por el olvido que impone el inexorable paso del reloj y el calendario.
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