Por Daniel Seijo
Un bar a altas horas de la madrugada, una calle vacía, un parking, el camino de la feria a casa, el portal de tu edificio, la ruta por la que sales a correr, unas fiestas patronales…sitios aparentemente inofensivos para un hombre, pero que sin embargo, pueden esconder una autentica pesadilla, para una mujer. Doy por hecho, que a estas alturas del artículo, no serán pocos (y pocas) los que comiencen a pensar que exagero, que peco de alarmista o peor aún: que pertenezco a eso a lo que quienes pretenden ocultar su machismo, en tiempos no tan propicios para hacer bandera del mismo, denominan feminazis. Ni una cosa, ni la otra en realidad. En siete años, se han producido en España, 9.040 casos de violación, tres al día, uno cada 8 horas. 9.040 casos, que suponen tan solo la punta del iceberg, en un país, en donde tan solo una de cada seis violaciones llegan a denunciarse. 9.040 casos de mujeres que tras sufrir en sus carnes la máxima expresión de violencia machista, perdieron el miedo a que su testimonio fuese puesto en duda, a las preguntas encaminadas a demostrar su inocencia ante la agresión, a una justicia lenta e ineficaz en gran parte de las ocasiones, al que dirán, a la sumisión. Sumisión ante un sistema injusto, que las educa para evitar la violación, para no provocarla. Pero que sin embargo, carece de mecanismos en su sistema educativo, para enseñar a sus hombres a no violar, a no creerse con ningún derecho especial sobre la libertad sexual de las mujeres, por el simple hecho de su sexo. Una sociedad enferma, cobarde; solo así se puede denominar a quién prefiere normalizar el miedo continuo de la víctima, que educar al agresor.
Vivimos en una sociedad con cierta Cultura de la violación, una sociedad dispuesta a desconfiar del testimonio de la víctima o incluso capaz de justificar o considerar menos grave, una violación cuando el alcohol o el tonteo previo, forman parte de la agresión. Una sociedad machista, en donde la ropa de la víctima sigue siendo un factor a tener en cuenta, y en donde el pasado sexual o el momento de pronunciar la palabra «No» pueden suponer un nuevo castigo para las mujeres víctimas de una violación. Factores de por si inaceptables, que llegan a formar parte de la instrucción judicial o el relato periodístico, muchas veces más propio de épocas que creíamos ya pasadas. Una sociedad, que pese a carecer en su Derecho Penal, de la figura de la provocación ante la violación, sí tiende, inexplicablemente a condenarla socialmente, pese a su inexistencia.
Es en el contexto de una sociedad profundamente patriarcal, en el que las violaciones por medio de la llamada «sumisión química» han aumentado preocupantemente, en torno al 30% en los últimos años. Bastan unos gramos de alguna substancia tóxica, de relativamente fácil acceso, en la copa de una mujer, para lograr doblegar su voluntad. Desorientación, mareos, perdida de la conciencia…los últimos indicios previos a una violación, que hasta hace relativamente poco, en la mayor parte de las ocasiones, era puesta en duda, incluso por las autoridades. La sumisión química es un paso más en la violencia ejercida por una sociedad extremadamente patriarcal sobre las mujeres. Un mecanismo de coacción, que condiciona su comportamiento diario, que les impone el miedo en su día a día, ante situaciones por las que un hombre no debe sentir preocupación. Existe una clara discriminación hacia la mujer, en un estado en el que parte de sus ciudadanos, no pueden poseer la misma percepción de seguridad que el resto, por la única razón de su sexo.
Sociedad enferma, cobarde; solo así se puede denominar a quién prefiere normalizar el miedo continuo de la víctima, que educar al agresor
Desde 2010, y según el artículo 181 del código penal, las penas para quienes sin violencia o intimidación, atente contra la libertad de otra persona, se limitan a de uno a tres años de prisión, sin que se considere un agravante el uso de sedantes u otras substancias químicas. Un dictamen muy alejado de la perspectiva de Naciones Unidas, que por su parte, si reclama a los diferentes estados, introducir en sus legislaciones, circunstancias agravantes, en los caos en los que las sustancias psicoactivas sean administradas con la intención de cometer una agresión sexual. Un planteamiento de por si conservador, para un estado como el español, en donde cada 8 horas, una mujer es agredida sexualmente ¿Se imaginan por un momento algún otro colectivo soportando una agresión de tal magnitud sin utilizar la palabra terrorismo o genocidio? Realmente, se me hace complicado.
Todavía, no existen grandes debates en el parlamento acerca de la libertad sexual de las mujeres, ni se estudian en las aulas los nombres de las víctimas, y ni tan siquiera, se les enseña a los alumnos y alumnas la importancia de la igualdad de género. No se busca desde los partidos, el voto de las potenciales víctimas, no se hace, porque se les ha educado en el secretismo, en el silencio complice. Preferimos seguir hablando de feminismo radical o riéndole las gracias a quién de menospreciar a las víctimas de cualquier otro tipo de terrorismo, estaría entre rejas. El feminismo, no condena a los hombres por su sexo, sino por la indiferencia y el manto de protección que en la construcción de su género, muchos hombres, han propiciado al machismo. Es nuestra responsabilidad desmontar esa protección, es nuestro deber, ponerle fin al miedo que la mujer siente, por el simple hecho de serlo.
«Amurallar el propio sufrimiento es arriesgarte a que te devore desde el interior»
Frida Kahlo.
La sumisión química está en tela de juicio, porque, por ejemplo, la sobrevalorada burundanga deja tan poco rastro que nunca se consigue probar que alguien haya sido víctima de ella, y yo creo que los supuestos casos de uso de drogas bien pueden ser casos de abuso de alcohol, sea de forma libre o inducida con alevosía con la intención de cometer el abuso. Pero lo triste es que en realidad, la continua alusión a estas sustancias es un paso más en la culpabilización de la víctima, pues el hecho de que alguien se pase con el alcohol no justifica que se abuse de ella, pero si la han drogado, la víctima parece menos culpable que si se ha emborrachado. En definitiva se habla de este tipo de drogas porque se sigue culpando a la víctima.
Pronto también se les culpabilizará por no vigilar su vaso lo suficiente, y si te descuidas por beber agua de una fuente pública, a la vez que les decimos, «¡chiquilla como bebes agua en cualquier lugar!, ¿no ves que si te echan algo te has buscado que te violen? «
Ciertas substancias son difíciles de detectar en los análisis, pero por suerte la ciencia avanza ( http://www.elperiodicodearagon.com/noticias/sociedad/tecnica-detectara-droga-voluntad-mujeres-violadas_456196.html ) Pero creo no debemos centrar el análisis en ese aspecto, sino en como el uso de una substancia proporciona un muro de protección a los agresores y un nuevo peso a la víctima. Las violaciones son una lacra que se suma a las muchas que el machismo lanza contra nuestra sociedad y la sumisión química un agravante intolerable. Debemos poner freno a una situación que hace de nuestro país, un país menos libre. Ninguna agresión machista debe encontrar dudas en la condena unánime de la sociedad, ni el uso de drogas, ni vestimentas, ni ningún otro factor debe restar fuerza a la condena del agresor, sino todo lo contrario.