Por Eduardo Montagut
La Revolución Liberal en España terminó con la fiscalidad eclesiástica por varias razones. En primer lugar, el Estado liberal no podía tolerar que otras instituciones impusieran contribuciones, así pues, se abolieron las que tenían que ver con el régimen señorial y con las que cobraba la Iglesia.
Pero, además, se consideraba que la presión fiscal eclesiástica era una rémora para el impulso de la agricultura, ya que la mayor parte de esos impuestos recaían sobre el campo, como el diezmo. Por otro lado, gran parte de las propiedades de la Iglesia fueron desamortizadas, especialmente las relacionadas con las órdenes religiosas, es decir, con el clero regular. Estos hechos provocaron un fuerte rechazo de la Iglesia al establecimiento del liberalismo en España, y una parte del clero decidió abrazar la causa carlista con entusiasmo, además de por motivos ideológicos. Así pues, los nuevos gobernantes liberales tuvieron que plantear alguna alternativa para garantizar la existencia de la Iglesia y de sus actividades religiosas, habida cuenta que, constitucionalmente, España era oficialmente un Estado católico, e intentar restablecer unas buenas relaciones con Roma. Las Constituciones de la época de Isabel II dejaban muy clara la obligación del Estado para con la Iglesia. El artículo 11 de la Constitución de 1837 establecía que la Nación se obligaba a “mantener el culto y los ministros de la religión católica que profesan los españoles”. Más contundente era el mismo artículo de la Constitución de 1845: “la religión de la Nación española es la católica, apostólica, romana. El Estado se obliga a mantener el culto y sus ministros”.
La ley que sacó adelante Mendizábal en 1837 abolía los diezmos, nacionalizaba los bienes del clero secular, y establecía que las rentas que generaban estos bienes debían ser administradas por unas juntas diocesanas para el sostenimiento de la Iglesia. Pero la propia ley creaba una alternativa, ya que el primer medio era insuficiente para el objetivo que se pretendía. La ley creaba la Contribución de Culto y Clero, que debía recaudarse a través de un sistema de repartimiento. A medida que se fueran vendiendo los bienes, la Contribución adquiriría un mayor peso en el conjunto de los fondos destinados para sostener a la Iglesia, hasta que fuera la única fuente. Pero esta reforma de Mendizábal no se pondría en marcha porque al poco tiempo dejó sus responsabilidades políticas por el complot de los moderados que derribó al gobierno de Calatrava.
Cuando regresaron los progresistas al poder en 1840 con Espartero se estableció la Contribución de Culto y Clero, que debía salir de los municipios, encargados de sostener el culto parroquial, de los bienes nacionalizados del clero y de un repartimiento provincial, que se fue elevando año tras año. Los moderados renovaron esta Contribución en el año 1844, aumentando considerablemente su cuantía. Mon, al frente de Hacienda, decidió que saliera de las rentas de los bienes devueltos a la Iglesia, ya que la desamortización fue paralizada en ese mismo año, dentro del intento de restablecer buenas relaciones con la Santa Sede, además de los plazos que faltaban por pagar de las propiedades ya vendidas, así como del producto de la Bula de Cruzada. Si no se llegaba al total, que ascendía a 150 millones de reales, se recurriría al crédito.
Pero los moderados, además de lo estipulado en 1844, decidieron que había que estabilizar la cuestión de la financiación de la Iglesia. Así pues, una ley de 1849 sentó las bases de lo que debía aportar el Estado a la Iglesia. Además de dedicar los bienes devueltos y la Bula de Cruzada, como hemos visto, se dispuso una parte de las encomiendas de las órdenes militares y otra parte de la Contribución de Inmuebles.
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