El decrecentismo consiste fundamentalmente en la idea de que existe una crisis ecológica y de recursos de carácter existencial provocada por el hombre. Al igual que los neoliberales y la Troika, reivindican una absoluta conformidad ante una “segura e inminente catástrofe”.
Por Iracundo Isidoro
Ludwig Von Mises, uno de los autores de cabecera de los “economistas” liberales que pueblan las tertulias en España, en su libro “Liberalismo” del año 1927 tiene una reflexión muy elocuente:
“Admitamos que los dictadores fascistas rebosan de buenas intenciones y que su acceso al poder ha salvado, de momento, la civilización europea. La historia no les regateará tales méritos.”
Para los liberales como Mises, sin embargo, el fascismo era un arma desesperada, una solución provisional en el marco de los grandes negocios a realizar. Y es, por tanto, que los vigilantes de la conformidad y los verdugos, en suma, de la esperanza, no siempre llevan la cabeza rapada o visten camisas negras. Son un último recurso del sistema.
Con motivo de la crisis de 2008, recorrió toda Europa una política antisocial consistente en rescatar el quebrado sistema financiero a costa de reducir el bienestar de las sociedades. Como no podía ser de otra forma, a semejante crimen le pusieron un virtuoso nombre: “austeridad”. Bajo esa rueda se arruinaron vidas y se hizo sufrir a millones de personas en pos de un mensaje reiterado: “Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Lema este que se sumaba a los clásicos reclamos darwinistas como “toda crisis es una oportunidad” o el desvergonzadísimo “debemos trabajar más y ganar menos” que proclamó la patronal española por entonces.
Los lemas de la patronal y las autoridades europeas fueron fuertemente contestados en la calle en los años que siguieron a 2010. El relato de la austeridad, pese a su omnipresencia en medios de comunicación, era sobre todo un objeto de consumo para acomodados y funcionarios. Una mayoría de la población recibió esos mensajes con un, a veces callado, a veces estruendoso, desprecio. En efecto, resulta un proyecto difícil de ejecutar hacer tragar a la población mensajes de ascetismo y austeridad de parte de quienes eran responsables de la ruina y en ocasiones se habían enriquecido gracias a esa misma ruina o la impunidad subsiguiente de que disfrutaron. La noción neoliberal del “hay que ajustarse el cinturón” fue esencialmente un fracaso y apenas una melodía para que las clases altas o la llamada clase media aspiracional pudiese tararear a sus empobrecidos vecinos y familiares.
Pero el sistema no iba a renunciar a sus objetivos de pacificación y conformidad. En 2022 el discurso de la patronal española de 2010 no sólo sigue vivo, sino que ahora goza de aparente popularidad. Ya no hay manifestaciones contra quienes promueven un voluntario empobrecimiento de la mayoría social, sino que en los medios de difusión se nos presentan a sus apóstoles como “antisistema” o “anticapitalistas”. Donde antaño la gente se prevenía contra asesores financieros enfundados en caros trajes recomendándoles ahorrar y gastar menos… ahora hay un estruendoso silencio, cuando no complicidad o simpatía, ante los nuevos apóstoles de la austeridad. Y estos no son otros que los decrecentistas o colapsistas.
El embrujo de parte de la izquierda con las ideas de decrecimiento tienen mucha relación con lo que el británico Mark Fisher denominó “realismo capitalista”. Un concepto que suele resumirse en la sentencia “es más fácil imaginar el fin del mundo que el final del capitalismo”. Este pesimismo, alimentado por el fracaso de la URSS, vendría a reivindicar cierta noción de que el capitalismo es en efecto una extensión de la naturaleza del hombre y sus irreformables defectos morales. Siendo inviable reformar al ser humano debería dársele la espalda en favor de la ecología u otras abstracciones.
El decrecentismo consiste fundamentalmente en la idea de que existe una crisis ecológica y de recursos de carácter existencial provocada por el hombre. Al igual que los neoliberales y la Troika, reivindican una absoluta conformidad ante una “segura e inminente catástrofe”. Ante tan apurada situación no nos queda otra elección que seguir, como ante la crisis económica, el consejo de “los expertos”. En consecuencia, se proponen medidas de… austeridad para impedir o gestionar el colapso planetario. Por supuesto, como en todo credo, hay sectas. Bajo la bandera colapsista y decrecentista se agrupan quienes entretienen sus días haciendo listas de “productos esenciales” para un consumo ascético, quienes promueven prácticas agrícolas antediluvianas o quienes directamente consideran la tasa de natalidad un indicador de polución. Todos preconizan, con mayor o menor disimulo, un programa de retroceso en el bienestar de la mayoría social.
Dado que el retroceso en el bienestar difícilmente constituye un programa popular, el decrecentismo, al igual que el neoliberalismo, apuesta fuerte por la autoridad de “los expertos”. Las consideraciones sobre el fin del mundo inminente planteadas por los colapsistas harían posibles nuevas formas de impuestos regresivos y desposesión hasta ahora inimaginables y fuera del alcance de la derecha neoliberal. Al mismo tiempo, se da una renovada legitimidad a la riqueza excesiva, presentada ahora muy a menudo como foco de un admirable vanguardismo ecológico. De esta forma los pobres pagarán impuestos a los ricos para hacerse perdonar lo sucio que lo dejan todo. Las peticiones de más cosas, mejores sueldos o, en suma, mayor bienestar serían exigencias insensatas y contaminantes. Salta a la vista por esto que, en el contexto actual, las ideas decrecentistas constituyen un instrumento perfecto para apuntalar el orden establecido.
En todo esto del decrecentismo, que suena muy moderno y rompedor, en realidad resuenan los ecos del malthusianismo. Esa teoría decimonónica sostenía que la humanidad tendía al desastre en tanto las poblaciones humanas crecían exponencialmente mientras los recursos alimentarios lo hacían aritméticamente. Frederick Engels criticó muy atinadamente esta teoría sobre “excesos de población” en tanto facultaban al capitalista a justificar su desprecio del pobre sobre una base económica-científica. Las teorías de Malthus vendrían en último término a justificar el exterminio físico del pobre como un acto indiferente y sumamente moral: un acto de piedad. El decrecentismo, por más esfuerzos que ponga en desligarse de Malthus y su legado acaba por abanderar un discurso idéntico en su fondo y sus consecuencias. Porque considera que el ser humano es un problema.
Los argumentos sobre la imposibilidad del aumento del bienestar y el crecimiento económico por el agotamiento de los recursos tienen el grave problema de que ya serían “ciertos” en el siglo XVII. En aquella época alguien podría haber señalado que la energía producida por ríos, viento y tracción animal planteaban un límite absoluto al desarrollo de una mayor población. Por no hablar de la cuestión del carbón de William S. Jevons, autor profusamente citado por los colapsistas en los debates sobre agotamiento de recursos. Ese economista británico se lamentaba allá por 1865 de que la Humanidad iba al desastre, en tanto las reservas conocidas de carbón inevitablemente se agotarían hacia 1965. Las perspectivas negras que se promueven hoy en día sobre los recursos no son distintas a esas. Resulta sorprendente que, teniendo tan pobres registros, el pesimismo de los recursos siga empeñado en presentarse como el más extremado rigor. Tan solo la perspectiva del desarrollo de proyectos de energía atómica en torno al torio, por ejemplo, bien podría dejar en ridículo todo el escenario de fin de la energía que muchos plantean.
Los estándares de vida en los años 20 o 30 del siglo pasado eran indiscutiblemente peores que los actuales. La gente vivía en la pobreza más abyecta y su esperanza de vida era mucho más baja. Pero las perspectivas vitales de quienes vivieron esos años eran bien distintas a las actuales: en lo político y lo económico. Gente sin formación, que nada tenía y vivía bajo formas extremas de explotación (incluso servidumbre) creía, sin embargo, en una mejora social inmediata. Y no porque confiasen en el orden establecido, todo lo contrario. Era la perspectiva revolucionaria. Una esperanza que, gracias a la existencia del ejército rojo soviético, cobraba una muy seria entidad para los amos del mundo. Tal vez por esto mismo en esa época las elites del capitalismo temían verdaderamente una revolución socialista y no dudaron en recurrir a los amigos con esvásticas de Ludwig Von Mises.
Nos quieren convencer de que el fin del mundo está próximo cuando el de la opresión es imposible. Y a menudo se obvia que las externalidades negativas, el despilfarro o la contaminación son producto de esa misma opresión y su lógica económica. Pretender que es imposible desmantelar ese sistema despilfarrador y opresivo mientras se exige ascetismo a la población no es un discurso antisistema sino reaccionario. Es el ecofascismo. Contra la desmoralización que plantea el discurso decrecentista debemos oponer esperanza y ante todo materialismo. El materialismo obvio de que es imposible aumentar el bienestar de la Humanidad sin aumentar el consumo de energía y la producción industrial. Quien sostenga lo contrario miente. Y quienes sostienen que la solución del planeta pasa porque nuestra sociedad reduzca un 90% su bienestar, son enemigos de todos y deben ser señalados como tal en todo foro al que se asomen. Porque trabajan para los amos, trabajan contra la mayoría social.
Como concluía el socialista canadiense Leigh Phillips en su muy recomendable obra de 2014 “Austerity Ecology & The Collapse Porn Addicts»: Energía es libertad. Crecimiento es libertad. Debemos abogar por un mundo con más energía y productos puestos a disposición de todos. Hasta hace no mucho este y no otro era el indiscutible objetivo de la izquierda. Guiar al mundo a un sistema más justo en que la producción masiva y la tecnología que la hace posible son puestas al servicio de la mayoría social y no del enriquecimiento de un puñado de psicópatas antisociales y sus bufones fascistas.
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