Caminando por Gjirokastër, la ciudad de las piedras que hablan (3)

Dentro, el silencio, nadie nos franquea la entrada, “las casas como la nuestra parecían construidas a propósito para perpetuar la hostilidad”, escribió en “La muñeca”, un relato dedicado a su madre, aunque enseguida escuchamos pasos en el piso superior, quizás el espíritu de alguno de sus inquietantes personajes…

Por Angelo Nero

En “El palacio de los sueños” se narra la historia de Mark-Alem, un funcionario del imperio otomano empleado en el Tabir Saray, dónde se controla a la población mediante los sueños, que anticipan desde los intentos de derrocar al gobierno hasta las grandes catástrofes. Con la memoria de aquella inquietante distopía, entramos en la Shtëpia del escritor, construida en 1677, aunque conserva poco de su aspecto original, ya que fue saqueada en el Levantamiento de la Lotería de 1997 –no olvidamos que tuvo su epicentro en Gjirokastër- y posteriormente destruida por un incendio, solo dos años más tarde. Reconstruida y convertida en museo y centro cultural en 2016, esta kule, casa fortaleza, formada por dos altos edificios centrales, coronada por un magnifico techado de pizarra gruesa, tiene mucho de ese Tabir Saray que soñó Kadaré.

Dentro, el silencio, nadie nos franquea la entrada, “las casas como la nuestra parecían construidas a propósito para perpetuar la hostilidad”, escribió en “La muñeca”, un relato dedicado a su madre, aunque enseguida escuchamos pasos en el piso superior, quizás el espíritu de alguno de sus inquietantes personajes… Era la guía del museo, Inna, un joven de sonrisa afable, que estaba mostrándoles las habitaciones a otra pareja de visitantes, y que después de cobrarnos la entrada, nos dejó a nuestra anchas para adentrarnos en aquel laberinto, poniéndose a nuestra disposición por si teníamos alguna pregunta sobre aquel lugar donde se engendraran tantas y tan buenas letras. Lo cierto es que entre aquellas paredes no era difícil encontrar la paz necesaria para engendrar sus libros, gozando además de unas preciosas vistas de Gjirokastër.

Además de Kadaré y Hoxha, Gjirokastër, destacado foco de resistencia a la dominación otomana, fue la cuna de varios héroes del nacionalismo albanés: el revolucionario Znel Gjoteka (1805-1852), líder del levantamiento de 1847; los profesores Koto Hoxhi (1824-1895) y Pandeli Sotiri (1842-1892), los primeros en codificar la lengua albanesa; Çerçiz Topuli (1840-1915) que combatió primero a los otomanos, y después a los griegos;  y su hermano Bajo Topuli (1880-1915), fundador de la organización secreta Pér Lirinë e Shiqipërisë (Por la libertad de Albania).

Caminamos por los pavimentos grises, blancos y rosados de la antigua urbe otomana, entre Kulles de dos pisos –el primero para las estaciones frías, el segundo, de yeso y madera, para las estaciones cálidas-, donde no es difícil imaginar el peso que esta ciudad tuvo en la historia de Albania, y que ya en 1670 describía el gran viajero Evliya Çelebi como un gran centro urbano con 280 tiendas, ocho mezquitas, tres iglesias, cinco albergues y 2000 casas, 200 de ella dentro de la ciudadela. Precisamente hacia allí nos dirigimos, cruzando otra vez el bazar.

Pasamos frente a la estatua de otro de los héroes de la resistencia comunista, Hasham Xhiku (1875-1945), y subimos por la empinada rrua Gjin Bue Shpata, hacia el espolón rocoso que domina la ciudad, a 336 metros de altitud, donde se alza la kalaja, la ciudadela medieval construida en su mayor parte por los déspotas de Epiro a partir del siglo XII. Nos resistimos al encanto de los tapices, tejidos y especias que nos ofrecen en la última rampa, antes de la entrada a la fortaleza. Paseamos por la Gran Avenida, construida bajo el reinado de Ali Pashá, un paso subterráneo que sirvió hasta 1990 de prisión política y que desemboca en el Museo del Armamento, que, a su regreso, no visitamos, a pesar de albergar una buena muestra de las armas ligeras y trajes de la lucha de los guerrilleros que combatieron a los fascistas italianos y a los nazis alemanes.

Si contemplamos, curiosos, un tanque italiano, capturado por esta guerrilla en 1944, antes de salir a la muralla noroeste, bordeando por una serie de arcadas. En una de ellas pudimos leer la cita de la escritora francesa Guy Chantepleure, cónsul de Francia y testigo de las guerras balcánicas: “Gjirokastër me maravilla. No me recuerda a ninguna ciudad que conozco o que hay avisto en sueños… Mire donde mire, me parece la ciudad plateada, caprichosamente oculta alrededor de su ciudadela… la miro y la miro sin cansarme, escribió en la “La ciudad asediada”, en 1913. Solo un  año después los otomanos tomaron esta ciudadela, el castillo plateado o Argyrókastro, como lo bautizaron los bizantinos, reforzando las fortificaciones y estableciendo una importante guarnición, desde donde dominar todo el valle del Drinos. En 1811 Ali Pashá la conquistó y creó un acueducto, destruido parcialmente en 1932, de diez kilómetros de longitud, que abastecía de agua a la cuidad desde el monte Sopo. En 1930, durante el reinado del rey Zog, fue transformada en prisión, y posteriormente continuó teniendo ese fin con los italianos, los alemanes y con los comunistas.

Aunque la estructura del castillo se encuentre en buenas condiciones, lo más destacable son las panorámicas de la ciudad –aquí hicimos uso de la cámara, aunque de forma disimulada- y del impresionante macizo del Mali i Gjerë (1.789 metros), bajo los cañones oxidados del ejército de Ali Pashá. En la muralla noroeste también está exhibido un caza de la fuerza aérea estadunidense, forzado a aterrizar cerca de Tirana en 1957, cuando realizaba una misión de espionaje. Otro incidente de la guerra fría en la que el régimen de Hoxha logró una gran victoria propagandística contra el imperialismo americano. Disfrutamos realmente de la historia, del espacio, de la compañía e incluso de la soledad, pues hubo tiempo para todo en nuestra visita a la Kaleja de Gjirokastër.

También dimos una vuelta por el patio de la fortaleza, donde se erige un escenario montado en el año 2000 para celebrar el Festival Nacional Folclórico. Aquí también se encontraron los restos más antiguos de la ciudad, formados por tejas y cerámicas de los siglos IV a II a.C., y el pequeño mausoleo bektashi del babá Sanxhaktari, alto dignatario de la hermandad del siglo XVII. Aunque el elemento que más nos llamó la atención, visible desde muchos puntos de la ciudad, fue la Torre del reloj, construida en la ubicación de una antigua iglesia ortodoxa, poco después de que Alí Pashá tomara la ciudad, a cuyos pies hay un complejo de búnkeres, depósitos de municiones y el puesto de mando de artillería que dominaba el valle del Drin. Desde allí también disfrutamos de unas vistas espectaculares del valle y la montaña.

Volvimos sobre nuestros pasos para abandonar la fortaleza, pero antes de salir, atravesando la gran avenida de descomunales bóvedas, entramos en un pequeño patio interior, que alberga, desde 1990, el mausoleo bektsashi de los babás Sullán y Kaplan, que vivieron en Gjirokastër, respectivamente, en los siglos XVI y XVII. A la salida nos planteamos bajar otra vez a la ciudad antigua, pero en vez de eso caminamos hacia las ruinas del acueducto, en cuyas inmediaciones se encontraban varias tabernas. Un coche sonó el claxon cuando se cruzó con nosotros, agitando las manos en señal de saludo, y pensamos que era un simpatizante comunista, ya que en mi cabeza ondeaba la estrella roja.

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