Alejandro Casona y el Teatro del Pueblo

Por María Torres

«Un hombre vale por lo que construye»

Alejandro Casona


Alejandro Rodríguez Álvarez, «el solitario» conocido como Alejandro Casona, fue un excelente dramaturgo y poeta de la Generación del 27. Maestro, hijo de maestros, nieto de un herrero, nació en Besullos, una pequeña aldea asturiana perdida entre montañas, el 23 de marzo de 1906. Pasó muchas horas en una vieja casa solariega, la más grande de la aldea, llamada la casona de los siete balcones, donde daba clases su padre. De ella adoptó el seudónimo por el que fue conocido.

El único juguete que tuvo en su infancia fue un castaño (la castañarona), al que su imaginación convertía en castillo, bosque o barco, e impregnaba de aventuras solo imaginables en la mente de un niño.

El trabajo de sus padres como maestros, con destinos separados, hizo que la infancia y juventud de Alejandro discurriera en distintos lugares, una veces con el padre, otras con la madre. Gijón, Palencia, Murcia y León, formaron parte del periplo de ciudades que recorrió Casona.

La primera vez que presenció una obra de teatro no pudo dormir y le pareció lo mejor que había visto en su vida. La savia del Teatro ya había impregnado sus venas. Aún así, se formó como maestro, estudió Filosofía y Letras, música y declamación. En una ocasión se fugó de casa para hacer sus pinitos como actor en una compañía de San Pedro del Pinatar. Quería ser cómico y aunque la experiencia no resultó tan gratificante como esperaba,  la afición de actor le quedó para siempre.

En 1926 publica su primer libro de poesías, escribe su primer relato dramático y obtiene el título de Inspector de Primera Enseñanza. Dos años después es enviado a Lés, un pueblecito del Valle de Arán, donde crea con los alumnos el teatro infantil El Pájaro Pinto, realizado en dialecto aranés. En los tres años que permanece en el Valle, instala comedores, roperos y bibliotecas escolares y eleva el nivel cultural de la comarca. En la escuela de Lés aún se puede ver una placa conmemorativa con el texto: «En esta Escuela nacional de Lés ejerció su magisterio en calidad de inspector el poeta Alejandro Casona por los años 1928-1930 y desde aquí desarrolló una intensa y fructífera labor cultural por toda la tierra del Valle de Arán que él amó entrañablemente de la que recibió decisiva influencia su obra literaria».

En 1931 y por oposición obtiene una plaza en la Inspección Provincial de Madrid, donde se traslada. A esas alturas de su vida ya había escrito varias obras de teatro que a nadie le parecen suficientemente buenas para estrenar. En 1932 publica una serie de leyendas clásicas y medievales, Flor de leyendas, que le valieron el Premio Nacional de Literatura. En 1934 obtiene el premio Lope de Vega por La Sirena varada. Su cuantía en metálico ascendía a diez mil pesetas de la época y el galardón llevaba implícito el estreno obligatorio de la obra en el Teatro Español.

Pero fue Manuel Bartolomé Cossio, presidente del Patronato de las Misiones Pedagógicas, quien le encargó una de las mejores tareas de su vida: la dirección del Teatro ambulante o Teatro del pueblo formado por cincuenta jóvenes estudiantes universitarios de ambos sexos. «¿Tú no dices que te sacudió el teatro la primera vez que lo viste? -le preguntó Cossio- ¿No me contaste que aquella anoche en que viste la primera representación teatral no pudiste dormir?. A los campesinos debe producirles algo igual. Hay que hacerlo.»  Y lo hizo. Pasó cinco años recorriendo más de quinientos pueblos y aldeas, desde Sanabria a La Mancha y desde Aragón a Extremadura, creando a su paso bibliotecas, distribuyendo fonógrafos y discos de música clásica y popular.

Decía Casona: «Si alguna obra bella puedo enorgullecerme de haber hecho en mi vida, fue aquella; si algo serio he aprendido sobre pueblo y teatro, fue allí donde lo aprendí. Trescientas actuaciones al frente de un cuadro estudiantil y ante públicos de sabiduría, emoción y lenguaje primitivos son una tentadora experiencia». 

«Yo he llevado el Teatro del Pueblo, formando parte de las Misio­nes Pedagógicas, por más de 500 pueblos de España. Recuerdo cuando llegamos a Sanabria. Íbamos médicos, ingenieros, peritos agrícolas… Pintamos y decoramos la escuela. Aún recuerdo que pedimos trigo del Canadá y que los resultados fueron magníficos. Mi trabajo funda­mental era dirigir una compañía de teatro. Creo que las representaciones deslumbraban a las gentes más que todo el resto.»

En otoño de 1934, el Teatro llega a San Martín de Castañeda, un pequeño pueblo zamorano de apenas trescientos habitantes repletos de miseria y desesperanza: «Y una cincuentena de estudiantes, sanos y alegres, que llegan con su carga de romances, cantares y comedias. Generosa carga, es cierto, pero ¡qué pobre allí! El choque inesperado con aquella realidad brutal nos sobrecogió dolorosamente a todos. Necesitaban pan, necesitaban medicinas, necesitaban los apoyos primarios de una vida insostenible con sus propias fuerzas… y sólo canciones y poemas llevábamos en el zurrón misional aquel día» -«Que oigan en Madrid cómo vivimos; que sepa el Gobierno…» 

Casona entiende que antes que teatro lo que necesitan es ayuda: «…darles, junto a las normas higiénicas, la posibilidad de cumplir­las; llevarles abonos y semillas y enseñarles prácticamente las mejoras posibles de sus cultivos tradicionales; dotar a esas escuelas de material útil; fundar comedores y roperos; trabajar por estos niños, por estos campesinos, con la inteligencia y con las manos en comunión de ideales e intereses… Obra educativa siempre cen­trada en la escuela, con su carga de futuro sembrada en la infancia.»

Años después Casona escribía que «algunos espíritus derrotistas pre­guntaban maliciosamente: ¿No estarán ustedes cometiendo un pecado de ingenuidad? Goya, Velázquez, Lope, ¿no son alimentos demasiado exquisitos para un pueblo sin libros?»  Y recordaba cuando en la primavera de 1936, el dramaturgo Henri-René Lenormand le acompañó a una actuación del Teatro de las Misiones Pedagógicas a Zarzalejo de la Sierra: «Lenormand, cuya alma de niño curioso contrasta inesperada­mente con la hosca amargura de su teatro, contemplaba asombrado el espectáculo de un pueblo campesino que subrayaba con su alegría inteligente y su aplauso oportuno los pasajes más felices de una farsa de Moliere, de un entremés de Cervantes y una jácara de Calderón: «Este público –me decía– es lo mejor del espec­táculo. Los estudiantes franceses, los Théofiliens de la Sorbona, también han tratado de resucitar el viejo teatro, pero con un sen­tido puramente áulico y de erudición, de espaldas al pueblo. Aquello es el arte por el arte; ustedes, en cambio, han emprendido el verdadero camino: el arte al servicio de la vida pública. He ahí la gran consigna».»

Ese entusiasta pueblo de Zarzalejo contemplaría pocos meses después el fusilamiento de obreros y campesinos en la misma plaza donde habían aplaudido los entremeses de Cervantes.

La última representación del Teatro del Pueblo dirigido por Alejandro Casona tuvo lugar en julio de 1936, ya iniciada la Guerra, en el Hospital de sangre Giner de los Ríos de Madrid. Hasta entonces,  Casona, abanderado de la República, vive un periodo de éxito y reconocimiento. Se convierte en uno de los autores más aplaudidos, pero la Guerra acaba con sus expectativas de futuro. Alguien dijo que si no se hubiera marchado de España hubiera acabado fusilado como Lorca, ya que no le hubieran perdonado la autoría de Nuestra Natacha, una de las obras más progresistas de la época, estrenada en 1935. 

El 17 de febrero de 1937 abandona España. Antes fue testigo del traslado de los cuadros del Museo del Prado y del daño que les produjo los bombardeos: «Yo hubiera preferido verlos para siempre con sus cicatrices de guerra, compartiendo su suerte de pueblo. Porque también ellos, como el pueblo de España, sufrieron en su carne eterna el terror, la persecución y el destierro. Y junto a los heridos de los hospitales eran un buen símbolo fraternal esos dos heridos ilustres del Museo».

Refugiado en Francia, como director artístico de la compañía de Josefina Díaz y Manuel Collado, con quienes emprendería una gran gira por América del Sur, espera el encuentro con su mujer y su hija, quienes son rescatadas por la Cruz Roja Internacional. Una vez juntos, embarcan en el buque Cherburgo con destino a México.


El 13 de octubre de 1937 el Gobierno de la República le nombra vocal del Consejo Central de Teatro, organismo creado en agosto de ese mismo año y dirigido por Josep Renau. Unos meses después le encomienda la misión de propaganda cultural en América del Sur.

Desde tierras americanas Casona no es ajeno a la tragedia que se cierne sobre España: «Ahora estamos viviendo en su máxima intensidad la tragedia ini­ciada en tierra española, que pronto había de incendiar a toda Europa. Los jóvenes maestros de la República han pagado en carne y sangre el delito de educar a la nueva infancia para una ciu­dadanía de libertad y de cultura: unos han caído ante el pelotón, otros aguardan el nuevo amanecer en la desolada fatiga de los campos de concentración o en el hospitalario destierro de Amé­rica. Y los programas escolares de España han vuelto a reducirse a la estúpida estrechez de las «cuatro reglas», los silabarios y el cate­cismo cantados a coro, y la historia nacional «a partir del glorioso Movimiento». Pero la semilla no se ha perdido; el pueblo la conserva allá, bajo el frío silencio de su esclavitud, como la sembradura de trigo bajo la nieve. Conoce ya el fecundo valor social de la escuela, cuya ausencia actual es una de sus muchas hambres. Sabe que esta lucha universal, comenzada en las bardas de su aldea, además de sus postulados de libertad y de justicia, entraña un duelo a muerte entre las fuerzas de la barbarie y de la inteligencia. Y espera que un mañana próximo, sus maestros han de regresar, sus bellas escuelas volverán a abrirse tras las sangrientas vacaciones; y sobre el horizonte del trabajo y la paz, volverá a florecer la eterna prima­vera de la cultura.»

Desde México escribe a Luis Amado Blanco: «De España no sé qué decirte; tengo fe en el triunfo final sí, a pesar de esta bárbara actitud alemana, que indica cómo el fascismo está dispuesto a todo. De todos modos, nuestra amable vida de allá ha terminado; me imagino un futuro Madrid de vida dura, áspera; un Madrid de volver a empezar. Y nosotros, jóvenes para nuestra vida de entonces somos ya viejos para eso. Nos han destrozado irremediablemente. Pero otra vida; la nuestra, ya pasó. ¡Y qué bonita era!, ¿te acuerdas? Para el futuro, teatro de combate, cine de combate, organización en masa, disciplina. Para los hijos, todo el horizonte; para nosotros, recordar un poco ¡ya! Y esfuerzo de adaptación. Sólo el consuelo de pensar que lo otro sería tan cien veces peor que ni podríamos respirarlo. Desde que empezó esto dedico media hora diaria a cagarme en Dios, y no me basta. ¿Con cuántas vidas podría pagarnos Franco lo que nos ha hecho? El resto de las horas se lo dedico a él».

Con la compañía de Josefina Díaz y Manuel Collado realiza una gira de dos años por México, Puerto Rico, Columbia, Venezuela y Perú. En julio de 1939 se establece en Buenos Aires, ciudad que durante la década de los cuarenta se convierte en la capital del teatro republicano español. Sigue escribiendo teatro, a la vez que realiza colaboraciones periodísticas, traducciones, adaptaciones, guiones, charlas radiofónicas y conferencias. Sus obras son representadas en varios continentes y cosecha un gran éxito internacional. Es el dramaturgo más representado del exilio español. Los árboles mueren de pié, estrenada en 1949, permaneció en cartel hasta 1952.

Añora España y sus raíces, pero sus convicciones republicanas siguen inalterables. Se opone a las representaciones de sus obras en España, donde es prácticamente un autor desconocido, silenciado por el Régimen.

En 1956 pasa unas pocas horas en Barcelona para visitar a su padre. Seis años después recibe una invitación de José Tamayo para el reestreno de La dama del alba el 22 de abril en el Teatro Bellas Artes. Acepta la invitación y regresa a España temporalmente. Cuentan que el día del estreno en uno de los palcos se encontraba Carmen Polo, la esposa del dictador.

Su regreso definitivo se produce en 1963, tras veinticinco años de exilio. En octubre de 1964 estrena su última obra titulada El caballero de las espuelas de oro, sobre la figura de Quevedo. Su regreso produjo efectos contradictorios, el público lo recibió con entusiasmo y una parte de la crítica le trató con dureza.

Era una víctima del exilio que continuaba haciendo lo que mejor sabía hacer y como siempre lo había hecho: «En cuanto a la gente, me he tropezado, como es natural, con el enemigo resuelto -unas veces de frente, y otras embozado- dispuesto a la última calumnia y a la última vileza; pero de verdad mucho menos de los que esperaba. En general hay un ánimo dispuesto al diálogo, una actitud respetuosa y unas ganas evidentes de no hablar de aquello. Finalmente el público, aquí como en todas partes, cuando va al teatro va sólo a ver teatro, sin importarle la filiación del autor».

No se separó, por imperativo moral, ni un milímetro del lugar que siempre ocupó al lado de los ideales, los sueños, y la libertad.

«Yo vivo en el teatro. Cuando llegué de América me encontré con un problema. No podía hablar de una sociedad que apenas conocía la dramática de las contingencias. Hube de apoyarme en lo que es permanente y universal en el hombre. Por otra parte, yo estaba en casa ajena y no podía denunciar, instruir. Tenía que escribir el teatro de amor, del odio, de la venganza. Por eso me pueden acusar, con razón, de estar desligado del dato contingente, pero no del hombre».

 

Vuelve a emocionarse con los aplausos, regresa a las montañas asturianas, a Besullos y a la Casona de los siete balcones.  Saborea los olores y aromas de su tierra y confiesa: «Hay una premonición de la muerte que es la voz de la sangre y llama hacia el rincón natal».

 

Tras varias intervenciones coronarias, y fallece el 17 de septiembre de 1965. «Ha muerto uno de nuestros dramaturgos y poetas más notables en su regreso conmovedor a la tierra natal», decían los titulares de prensa.

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