¡A la calle que ya es hora! Movilización y represión policial durante la Transición

La lucha en la calle y por la calle, aunque obviada intencionadamente por muchos de los protagonistas del período y por aquellos que intentan ofrecer una visión de la Transición sin protagonismo popular, sería, según nuestro parecer, un aspecto fundamental para conseguir un régimen pleno de libertades.

Por David Ballester (UAB-CEDID)

Corre, democracia, corre”. Este era el titular de la portada de Mundo, uno de los semanarios que tuvieron un papel tan emblemático durante la Transición, en el ejemplar correspondiente al 14 de febrero de 1976. Iba acompañado por tres fotografías, que hacían referencia a la manifestaciones por la “Llibertat, Amnistia i Estatut d’Autonomia”, que habían tenido por escenario las calles de Barcelona los domingos 1 y 8 de febrero. Las imágenes no reflejaban lo que había ocurrido en las calles de la capital catalana, pero la censura de los mismos directores de las publicaciones evitó que la prensa reflejara tanto el cariz masivo de la protesta como de la dura represión policial. De hecho, las explícitas fotografías realizadas por Manel Armengol durante una carga en el paseo de Sant Joan, que se convirtieron en una imagen icónica de la Transición y pronto dieron la vuelta al mundo, no se pudieron ver en las páginas de una publicación española hasta casi un año después. Un mes después de estos acontecimientos, tuvo lugar la masacre vitoriana, que se cobró cinco víctimas mortales, en un contexto de creciente movilización en la calle ante la política del gobierno Arias-Fraga, que hablaba de “democracia a la española” mientras reprimía con dureza la lucha por las libertades, que en aquel contexto todavía se entendía por parte de la oposición que había de tener un claro contenido rupturista.

Desde nuestro punto de vista, este conjunto de movilizaciones populares tuvieron un papel fundamental en aquellos años, tanto para dinamitar el nada democrático psedoreformismo del ejecutivo liderado por Arias Navarro, como para forzar a sus sucesores, los “reformistas azules” o “neodemócratas” que encabezaba Adolfo Suárez, a avanzar en la negociación y cesión con la oposición hasta cotas que no estaban en sus presupuestos iniciales. Por mucho que los logros que por esta vía se consiguieran, a mucho de los que postulaban la citada opción rupturista les parecieran insuficientes, debido al hecho que las renuncias más profundas hubieron de ser realizadas por aquellos que procedían del antifranquismo. Al valorar como imprescindibles en el relato de la Transición las movilizaciones populares que son el eje de este escrito, al lado de su consiguiente represión policial, coincidimos con el maestro Josep Fontana, en el sentido de que “les mobilitzacions obligaren als hereus del Franquisme a pactar”, circunstancia que nos permite afirmar, tal como han precisado Nicolás Sartorius y Alberto Sabio que “La dictadura murió en la calle”. En consecuencia, la lucha en la calle y por la calle, aunque obviada intencionadamente por muchos de los protagonistas del período y por aquellos que intentan ofrecer una visión de la Transición sin protagonismo popular, sería, según nuestro parecer, un aspecto fundamental para conseguir un régimen pleno de libertades. El cual, una vez establecido, habría precisamente de reconocer como uno de sus derechos fundamentales el de manifestación. Pero esta lucha no fue ni fácil ni gratuita. Del mismo modo que las movilizaciones fueron amplias en aquellos años, su coste a nivel de represión no fue precisamente bajo, con sus decenas de víctimas mortales, pero también con sus centenares de heridos, lesionados y de detenidos, muchos de los cuales sufrieron malos tratos en dependencias policiales.

No disponemos de ningún estudio global para toda España respeto a las movilizaciones populares durante la Transición. En el caso de Cataluña, tenemos en el D. Ballester y M. Vicente, Corre democràcia, corre. Manifestacions i repressió policial a la Catalunya de la Transició, 1975-1980 (Barcelona, Base, 2017), que nos puede proporcionar algunas referencias al respecto, siempre teniendo en cuenta que nos encontramos en un contexto, con Barcelona como epicentro, que desde el tardofranquismo hacia gala de una alta capacidad de movilización, convergiendo en ella obreros, estudiantes y vecinos. Un primer aspecto que se desprende de este trabajo es el hecho que a partir del punto de inflexión del 15-J de 1977, con la celebración de las citadas primeras elecciones y, en consecuencia, del acceso de autoridades democráticas, aunque muchas procedieran de las filas del partido único de la dictadura, la represión policial se frenó. Una circunstancia que no es óbice para que se siguieran produciendo excesos con su consecuentes víctimas. Nos referimos a la proliferación de cargas contra cualquier tipo de manifestaciones, huelgas o cualquier otro tipo de movilización. Así, durante las postrimerías de 1976 y el primer semestre de 1976, coincidiendo en buena parte con el ministerio de Manuel Fraga Iribarne y también con la fase de máxima movilización de todos los sectores opositores, fue cuando la policía intervino violentamente contra un número más alto de manifestaciones, cerca del 60%. Durante el segundo semestre del último año citado y el primero de 1977, ya con Adolfo Suárez en la presidencia del gobierno y Rodolfo Martín Villa al frente del Ministerio de la Gobernación, la violencia policial se mantuvo muy alta, con más de una tercera parte de manifestaciones que acababan –o mejor dicho, se iniciaban- con cargas policiales. Una vez realizadas las elecciones, el cambio fue substancial. Así durante el segundo semestre de 1977 y el primero de 1978 las intervenciones policiales bajaron hasta un 13%, para alcanzar solo a un 1,6% durante la segunda parte del último año citado. Durante el resto del periodo que nos sirve de muestra, las intervenciones policiales oscilaron entre el 5,5% del segundo semestre de 1978 al 18% de los tres primeros meses de 1980, pero siempre muy lejos de las elevadas cifras citadas para el inicio de la Transición. Pero a pesar de lo que ponen de manifiesto estas cifras, las dificultades de los cuerpos policiales para pasar de represores a garantes de la seguridad ciudadana se siguió traduciendo en una represión que se iría cobrando víctimas mortales, tal como demostramos en este trabajo. No fue fácil aceptar que la ciudadanía ocupara democráticamente el espacio público, que hasta entonces les había estado negado. Tal como señalaba Manuel Vázquez Montalbán, “franquismo había en la mirada con que buena parte de las fuerzas represivas que le habían servido contemplaban la irrupción de la democracia”.

Siguiendo con el ejemplo de ámbito catalán, se han cuantificado entre 1975 y 1980, cuando se realizan las primeras elecciones al Parlament de Catalunya desde la II República, un total de 877 en las que participaron más de un millar de manifestantes, quedando al margen centenares de micro manifestaciones, que por su proliferación solo eran recogidas por la prensa del momento de forma esporádica y son imposibles de contabilizar. El año que acogió más convocatorias de más de un millar de participantes sería 1976, con 307, un 35% de todo el periodo. En global, durante los cincuenta y dos meses objeto de estudio se produjo una media de aproximadamente una manifestación de este volumen cada dos días (16,8 al mes). El calamitoso estado en el que se encuentra el Archivo de la Delegación del Gobierno en Cataluña ha impedido cotejar las cifras reflejadas en la prensa con las del Gobierno Civil de Barcelona del periodo, pero sí que permiten realizar una útil regla de tres, teniendo en consideración que en esta provincia se localizaban cerca de nueve de cada diez manifestaciones que tuvieron lugar en Cataluña. Solo se ha podido acceder a la documentación institucional correspondiente a nueve meses aleatorios del periodo, que nos ofrecen un balance de 466 manifestaciones, 324 más de las incluidas en el trabajo de Ballester y Vicente, debiendo incluir este diferencial las citadas micro manifestaciones que conscientemente no fueron contabilizadas. Es decir, un 333% más. Si nos aventuramos a realizar la citada operación matemática proyectándola sobre todo el periodo de la Transición catalana, podríamos concluir que el número total de manifestaciones realizadas en el Principado sería de más de tres mil, resultando un promedio de dos al día, independientemente de la cifra de asistentes que tomaran parte. Unas cifras que ponen encima de la mesa una realidad innegable: el alto grado de movilización popular del momento.

Esta manifiesta acentuación de las movilizaciones durante la Transición tendría un importante coste humano como resultado de la represión policial: 37 víctimas mortales. Estas se produjeron especialmente en el curso de manifestaciones de diversa índole y, en menor medida, en conflictos laborales, tal como especificaremos. La responsabilidad de estos sucesos recayó en unas fuerzas policiales que no sufrieron ninguna depuración al final de la dictadura, experimentando un lento proceso de adaptación a la nueva realidad que se iba configurando a lo largo de aquellos años. Y la perpetuación de los viejos hábitos e insuficiencias en la actuación en la calle por parte de los efectivos policiales acabaron comportando un alto coste en sangre. Al respecto es significativo el informe de Amnistía Internacional del año 1977, que criticaba “el continuo uso de métodos violentos, brutales y gratuitos por parte de la Policía para controlar a grandes concentraciones de gente”, que provocaban “choques extremadamente violentos con abundante uso de armas de fuego”.

Las cifras, por ellas mismas ya son significativas al respecto: si en los seis años anteriores a la muerte del dictador hemos contabilizado 13 víctimas mortales en este ámbito, es decir, una cada cinco meses y medio; durante la Transición el intervalo subió a una víctima cada dos meses, uno al mes si solo contabilizamos los años 1976-1977, cuando las movilizaciones alcanzaron su zenit y la represión era más contundente. Por otra parte, podemos apreciar como 19 de las víctimas se produjeron antes del 15 de junio de 1977 y 18 con posterioridad. Es decir, en los primeros veinte meses objeto de estudio se contabilizó una muerte al mes; en cambio a partir de las primeras elecciones y en el curso de los sesenta y cuatro meses siguientes, se produjeron las 18 restantes, es decir, una cada tres meses y medio.

Las víctimas fallecidas como resultado de la represión policial en el curso de todo tipo de movilizaciones fueron 32 hombres y 5 mujeres, todos ellos de nacionalidad española. Las 37 víctimas se ocasionaron a partir de 32 sucesos, ya que la masacre vitoriana del 3 de marzo de 1976 se cobraría por ella misma cinco víctimas, y la represión de la manifestación estudiantil del 13 de diciembre de 1979, dos. Si añadimos a estas las cuatro víctimas de la Semana pro amnistía que se convocó en el país Vasco y Navarra en mayo de 1977, que se produjeron en un lapso de cuarenta y ocho horas, tendríamos 11 víctimas mortales concentradas solo en tres episodios concretos, lo que representaría casi un tercio del total. Y si añadiéramos las dos acaecidas en las protestas por los hechos de la capital alavesa y, por tanto, directamente relacionadas con el “3 de marzo”, alcanzaríamos 13 víctimas, que representarían un 36%. Un poco más de una tercera parte. Este cúmulo de víctimas era el resultado de una policía que, además de mal armada, entrenada y mandada para hacer frente a la conflictividad en la calle, seguía actuando con la arbitrariedad y contundencia habituales en tiempos pasados. El mismo general Sáenz de Santamaría afirmaba al respecto que “Tanto la policía como la Guardia Civil apretaban el gatillo con bastante facilidad. Las manifestaciones solían ser disueltas a tiro limpio y era muy frecuente que acabasen con las calles ensangrentadas.

La disparidad de cifras durante la Transición, con años con más de una decena de fallecidos y años en blanco, no hace muy útil establecer un promedio anual, pero sí que es significativa la cifra resultante de dividir los ochenta y cuatro meses del periodo por el total de víctimas, resultando una cada poco más de dos meses. Aunque es mucho más significativa la que emana de realizar la misma operación respecto a los dos en que se concentró el punto más alto de la movilización y, en consecuencia, de la represión, ya que desde febrero de 1976, con el llamado “primer muerto de la monarquía”, Teófilo del Valle en Elda, hasta diciembre de 1977 contabilizamos 23 víctimas mortales. Es decir, un 61% del total, concentrado en un 27% del periodo. Estas muertes se produjeron en el curso de veinte meses, lo que representa que en sesenta y cuatro de ellos durante la Transición no se produjo ningún fallecido como resultado de la represión policial en manifestaciones, siendo el mes más aciago el de marzo de 1976 con siete víctimas, debido a los hechos de Vitoria y sus consecuencias. En sentido contrario, de enero de 1980 a marzo de 1981, en un contexto de franca decadencia de esta problemática, tanto por el descenso en el número de movilizaciones como por una mayor adaptación de las fuerzas policiales al nuevo escenario democrático, no se tuvo que contabilizar ninguna víctima mortal, para encontrar únicamente dos casos en el casi trienio 1980-1982.

En el contexto citado de una creciente acentuación de todo tipo de movilizaciones desde las postrimerías de 1975, es evidente el papel preponderante que tuvieron las de carácter laboral, relacionadas en su inmensa mayoría con un ciclo de renovación de convenios colectivos, pero que igualmente se entrelazaban con la reivindicación de un régimen de libertades. De este modo, no siempre es fácil diferenciar entre las diferentes motivaciones que tenía cada convocatoria, ya que a menudo se acababan solapando, sobre todo cuando una represión inicial conllevaba la ampliación del marco reivindicativo de las siguientes. Así, por ejemplo, los fallecidos en Vitoria lo fueron en el contexto de una huelga general laboral, pero las dos víctimas en las protestas de la actuación policial en Zaramaga, ¿son laborales, por emanar de un conflicto de este tipo, o bien son ya exclusivamente políticas, al ser una protesta contra la represión?. De todos modos y a pesar de estos evidentes solapamientos, creemos oportuno realizar una mínima categorización al respecto. Las cifras que emanan nos muestran a 20 muertos en el curso de manifestaciones de índole política, 13 de tipo laboral, uno de carácter vecinal, dos de ámbito estudiantil y una de reivindicación ecologista.

Por lo que atañe a la responsabilidad policial en el cómputo de víctimas que son objeto de estudio, en buena lógica el protagonismo es para la Policía Armada / Nacional, al ser la fuerza que tenía por marco de actuación las ciudades y ser los núcleos urbanos donde se concentraba una mayor capacidad de movilización de aquellos que luchaban por el establecimiento de un régimen de libertades. Así, de las 37 víctimas mortales, 28 caerían en actuaciones de “los grises”, aunque las siete últimas ya fueron protagonizadas por los “maderos”, sin hacer ninguna distinción a nivel de estadística entre ambos cuerpos por la clara continuidad existente entre la Policía Armada y la Policía Nacional. Si tres cuartas partes de las muertes hay que atribuirlas a estos cuerpos policiales, el resto correspondería casi en su totalidad a la Guardia Civil, con 7 víctimas, un 21%, restando las dos últimas como responsabilidad del CGP, un 7%. Otra cifra especialmente significativa al respecto es constatar que un poco más de una cuarta parte de los fallecidos (10 de 37), no tomaban parte en la manifestación que era reprimida por efectivos policiales. Una muestra evidente de la discrecionalidad con la que estos cuerpos actuaban, produciendo un número significativo de víctimas “colaterales”.

Por lo que respecta al modus operandi policial que comportó la muerte de los citados 37 ciudadanos , el protagonismo es claro para los impactos de bala, que costaron la vida a 22 víctimas, un 60%. Una clara muestra de mala praxis policial, ya que una munición de este tipo nunca se debería de utilizar en un contexto de estas características, poniendo de manifiesto tanto la tendencia de la policía a la extralimitación, como a su incapacidad para hacer frente y gestionar la conflictividad en la calle. Una propensión al exceso policial que era criticado en las páginas de la prensa del momento, al considerarse que se trataba de un peligroso obstáculo en el proceso de cambio que una mayoría deseaba llevar a término. Así, al respecto se podía leer en 1976 que “deben darse órdenes estrictas de no utilizar armas de fuego en la represión de manifestaciones (…) ni ante la huida de personas sino solo de defensa propia ante la agresión por este mismo medio”.

A continuación y a considerable distancia encontramos la segunda casuística, que sería el impacto de balas de goma, con siete víctimas mortales, un 23%. Una munición diseñada para dañar a los protestatarios sin causar efectos letales, pero que se podía convertir en letal cuando no se hacía un uso adecuado de ella. A continuación nos encontramos dos casos de víctimas producto de atropellos en el contexto de disolución de manifestaciones, uno de ellos por parte de la misma policía, y un único caso resultado de los golpes recibidos en el curso de la represión de una manifestación. En último lugar citamos un apartado de “otros”, que comprende a tres víctimas que fallecieron en el contexto de actuaciones policiales en la disolución de manifestaciones. Estas víctimas fallecerían debido a shocks traumáticos derivados de la violencia extrema con la que se actuaba: dos fallecieron por ataques al corazón y otra por un aneurisma. A las tres se las podría considerar víctimas colaterales de la actuación policial, pero la responsabilidad de estos es evidente, ya que si la carga/actuación no se hubiera producido o se hubiera realizado de otra manera, sin tanta violencia, con toda seguridad el resultado hubiera sido otro. En último lugar de este apartado encontramos el caso del tarraconense Juan Gabriel Rodrigo Knafo, que plantea el relato de los hechos más confuso de todos ellos. El joven falleció al caer de una azotea, donde había accedido al ser perseguido por dos policías antidisturbios. La versión oficial atribuyó los hechos a un accidente producido en su huida. El caso no se investigó y se cubrió con el habitual manto de impunidad, sin investigar la posible responsabilidad de los agentes en una más que sospechosa “caída”. Respecto a las consecuencias disciplinarias o judiciales que comportaron sus acciones para los agentes perpetradores, la palabra más indicada a utilizar es la de impunidad. El mismo Sáenz de Santamaría afirmaba sin ningún tipo de tapujos al respecto que “Nadie exigía responsabilidades a los encargados del orden público cuando se producían muertes. Las justificaciones eran siempre las mismas: un disparo fortuito o un disparo al aire”. Esta última justificación, estuvo en el origen de una serie de chascarrillos que circularon durante aquellos años, que macabramente hacían referencia a obreros y estudiantes españoles “voladores”.

Una primera barrera que se establecía entre los hechos y la verdad, procedía de las notas oficiales que se hacían públicas horas después de tener lugar los hechos. De los 37 casos objeto de estudio, en 24 de ellos la versión oficial no coincidió con lo que realmente ocurrió. Es decir, en dos terceras partes de los casos se ofreció por parte de gobiernos civiles o jefaturas superiores de policía un relato que tendía a proteger a los agentes perpetradores, y a cargar la responsabilidad de lo sucedido en las víctimas. Además, para acabar de dar forma a una interpretación que favoreciera a los intereses de aquellos, en no pocas ocasiones se mancillaba a la víctima, atribuyéndole relaciones con la delincuencia común o bien actitudes violentas. En consecuencia, debido a este contexto de permisibilidad / impunidad, en pocas ocasiones hechos como los aquí explicitados llegaron a juicio. Una circunstancia que cuando se producía permitía conocer el nombre del agente responsable de la muerte de un manifestante o de la víctima colateral afectada. Así solo conocemos el nombre de seis de los policías que con sus acciones provocaron la muerte de un ciudadano. En otros casos la prensa publicó el del posible autor del disparo fatal o el del jefe de la fuerza que intervenía. Y en una novena y última ocasión, fue gracias a una investigación periodística la que llegó a formular una sólida hipótesis respecto a quién pudo ser el responsable de la muerte de Manuel José García Caparrós.

A partir de la información fragmentaria que disponemos al respecto y debido a la opacidad de institucional y policial en referencia a este tipo de sucesos, podemos afirmar que en más de la mitad de los casos no se inició sumario judicial alguno. Y en las ocasiones en las que se conseguía iniciar un procedimiento, era habitual que el caso se acabara sobreseyendo y se decretara su archivo. El argumento más esgrimido era la imposibilidad de identificar al autor del disparo, “falta de autor conocido” en la jerga judicial. Solo tenemos constancia de que se realizó algún tipo de actuación en referencia a 17 casos, un 48%, pero en cuatro de ellos se denegó el procesamiento del agente o bien el sumario se archivó en los primeros compases del proceso, y en siete más se sobreseyó aduciendo la razón citada, excepto en un caso de ellos, al ser beneficiado el policía por la amnistía. En otro caso, el agente se acogería directamente a esta medida de gracia cuando iba a ser procesado por homicidio imprudente. La resultante de las cifras que se acaban de exponer, es que solo en cinco ocasiones el sumario incoado llegó a juicio, un 16%.

En dos casos los agentes fueron absueltos. En uno de ellos al argumentar el tribunal que “actuó en cumplimiento del deber”. Restando en consecuencia tres casos en los cuales sí que se dictó sentencia condenatoria, es decir, solo en un 8% de ellos. Por orden ascendente en el volumen de las mismas, el policía nacional que mató a Valentín González fue condenado a pagar una multa de 2.000 pesetas y a pagar una indemnización de un millón y medio de pesetas. La segunda pena más grave la recibió el miembro del mismo cuerpo que disparó mortalmente sobre Ignacio Quijera, que fue condenado por negligencia en el uso de su arma a un año de prisión y al abono de una indemnización de diez millones de pesetas. Para recaer la pena más alta en el guardia civil que mató a Gladys del Estal, al ser condenado por “imprudencia temeraria con resultado de muerte” a dieciocho meses de prisión. Es una obviedad añadir que ninguno de estos agentes llegó a pisar ningún establecimiento penitenciario, y que tal como se expondrá en el análisis caso a caso en el próximo capítulo, muchos de ellos siguieron cosechando a lo largo de su carrera profesional ascensos y condecoraciones, algunas colgadas en su pecho pocos meses después de haber protagonizado los hechos que describimos. Llegando a extremos verdaderamente grotescos de recibir una de las recompensas citadas, en la misma localidad donde años antes el guardia civil homenajeado había acabado con la vida de una joven.

Si pasamos a prestar nuestra atención a las edades de los fallecidos, nos sorprenderá su extrema juventud, con diecisiete de ellos, un 48%, perdiendo la vida entre los 14, la edad del más joven, y los 20 años. Si a esta franja le añadimos la superior, de 21 a 30, en realidad 28, deberíamos sumar diez casos más, incluyendo entonces la horquilla comprendida entre los 14 y los 28 años a un total de 27 casos, un significativo 75%. Y si abarcáramos los dos casos de víctimas con 32 años, alcanzaríamos unas cifras que nos permiten afirmar que tres de cada cuatro muertos tenían menos de 33 años. Otro dato significativo al respecto nos lo ofrece la franja de víctimas con más de 61 años, tratándose todas ellas de ciudadanos comprendidos entre los 63 años y los 78 del de más edad, que no participaban en la manifestación que tenía lugar cerca de donde se encontraban, tratándose de víctimas colaterales de las desproporcionadas intervenciones policiales. Debido a la extrema juventud descrita de la mayoría de víctimas, muchos de ellos todavía no habían formado pareja ni tenido hijos. De todos modos podemos afirmar que a partir de la información no siempre completa que disponemos al respecto, el fallecimiento de estas 37 víctimas dejaría un mínimo de 19 huérfanos.

Por lo que respecta a su distribución geográfica, el peso de las tres provincias vascas es evidente, al concentrar en su territorio a 15 víctimas, más de una tercera parte del total (42%). Si añadimos las cuatro producidas en Navarra, un 12%, obtenemos el significativo dato de que exactamente la mitad del total de víctimas se produjo en estas dos comunidades. Fuera de su ámbito geográfico, nos encontraríamos a Madrid con cinco muertes, Valencia con cuatro y Cataluña con tres. Agrupadas estas cinco comunidades, nos ofrecen una suma de 31 muertes, agrupando en ellas cerca del 85% del total. Las seis víctimas restantes se ubicarían en Andalucía (3 casos), y en las tres comunidades donde sufrieron un caso cada una de ellas: Asturias, Canarias y Galicia. Siendo en este ámbito ocho el número de comunidades que no conocerían ningún caso de víctima mortal en la represión de manifestaciones: Aragón, Baleares, Cantabria, Castilla la Mancha, Castilla León, Extremadura, La Rioja y Murcia.

Continuando el análisis a nivel demográfico, relacionando el volumen de población del momento con el número de casos de víctimas mortales resultado de actuaciones policiales en el marco de movilizaciones, destaca sobremanera el País Vasco, que con un 5,7% de la población, concentra el 40% de los casos. Si sumamos Navarra, 1,35% de población para un 16% de los casos, obtenemos una cifra muy significativa, al concentrar estas dos comunidades la mitad de los fallecidos para unos territorios que representan el 7% del territorio español. Es decir, multiplicarían por siete su relación territorio/víctimas. A mucha distancia seguiría Madrid y la Comunidad Valenciana, con menos de un punto por encima su registro de víctimas respecto a su peso territorial. Las restantes cinco comunidades afectadas por este tipo de casos (Andalucía, Asturias, Canarias, Cataluña y Galicia), tendrían registros inferiores a su peso poblacional.

En el momento de dar forma a este escrito, todavía resuenan los ecos de los actos celebrados en fecha reciente en Vitoria, Tarragona y Basauri, en referencia a las muertes acaecidas en marzo de 1976. Por lo que hace referencia a la capital alavesa, después de años de vergonzante parálisis, parece que se entra en la recta final que ha de conducir a la adecuación de la iglesia del barrio de San Francisco de Zaramaga como espacio de memoria. Igualmente, Marc Muñoz, hermano de Gustau, muerto en el curso de una manifestación que tenía lugar a última hora de la tarde de la Diada Nacional catalana del 11 de septiembre de 1978, a consecuencia de un disparo realizado por un agente del entonces Cuerpo General de Policía, en estas fechas se encuentra haciendo las maletas. Su objetivo es desplazarse por segunda vez a Buenos Aires, para prestar declaración el 22 de abril ante la juez Servini, que desde el 2010 instruye la causa conocida como la “Querella Argentina”. De forma paralela, y al lado de otros miembros del Colectivo de Olvidados de la Transición, tomará parte en el III Foro Mundial de Derechos Humanos, que se celebrará en la capital argentina entre los días 20 y 24. En su curso, se aprovechará el evento para poner de manifiesto las limitaciones de las vías reparadoras en España, es decir, del “modelo de impunidad español”. La citada Qurella ha sido la vía penal que han encontrado los familiares de las víctimas de la violencia policial y ultraderechista durante la Transición, para intentar llevar a la práctica los principios consagrados por las Naciones Unidas de “Verdad, Justicia, Reparación y garantías de no repetición”. Unos principios que suscitan desinterés en la mayoría de la clase política española y a toda su magistratura, ajenos al dolor de los allegados de aquellos que cayeron víctimas de los excesos policiales, en un periodo que en demasiados aspectos no tuvo nada de modélico.


Este artículo emana del libro, David Ballester, Las otras víctimas. La violencia policial durante la Transición (1975-1982), Zaragoza, Publicaciones de la Universidad de Zaragoza, 2022.

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