“Lo que acecha, conviene tenerlo en cuenta, es la consecuencia natural de esta Europa neoliberal en crisis: la norteamericanización de la vida pública europea. La UE es, cada vez más, la anti-Europa, una Europa no europea sino norteamericana y bajo hegemonía alemana: sistemas políticos gobernables donde los que mandan y no se presentan a las elecciones controlan férreamente a una clase política sin proyecto ni ideología y obligan a los electores a elegir entre la derecha y la mano izquierda de la derecha. Elegir siempre entre variantes de un mismo tipo de capitalismo y poner fin a la historia. ¿Qué historia? La del movimiento obrero organizado y la de los derechos sindicales y laborales; la de los grandes partidos de masas, la del control del mercado y del capital financiero, la del Estado social, es decir, la especificidad de una Europa permeabilizada por 150 años de lucha de clases, por durísimos conflictos sociales y nacionales, por dos Guerras Mundiales, por la esperanza de construir una sociedad de hombres y mujeres libres e iguales comprometidos con la emancipación”
(Héctor Illueca y Manolo Monereo)
“Nunca una derrota fue tan necesaria ni una victoria tan amarga. Ojalá este dolor sirva para que Francia sepa reinventar su revolución francesa, su Comuna de París, su resistencia y, como ocurrió con La 9 y la División de LeClerc, entremos juntos a liberar nuestros países de los enemigos de ayer ahora que ya sabemos que obedecen órdenes de los mismos amos”
(Juan Carlos Monedero)
El declive democrático de nuestro Viejo Continente se hace cada vez más palpable. Las opciones políticas se van centrando cada vez más en el «sota, caballo y rey», es decir, en los diferentes estilos de gestionar el neoliberalismo, unos más brutales y otras más suaves. Prácticamente la totalidad de las fuerzas políticas que se presentan en cada elección (como ha sido el caso francés recientemente) suelen representar al arco de la derecha política, social y mediática, en diversos grados, y además suelen complementarse con opciones falaces y engañosas llamadas típicamente «centristas», y que ofrecen más de lo mismo. Las opciones políticas que representan a la izquierda transformadora se vuelven cada vez más ausentes, o representan unas opciones mínimas frente al gran pastel de la derecha. A este pastel se unen también las opciones de ultraderecha o derecha extrema, como el FN de Marine Le Pen en el caso francés, a las que el pueblo vota por desidia, por despecho o por venganza con respecto a la actuación de otras fuerzas políticas que ya gobernaron en el pasado. De esta forma, se configura un panorama electoral europeo ciertamente desolador, donde no tienen cabida (y si la tienen es preocupantemente minoritaria) las opciones que de verdad pudieran suponer planteamientos rupturistas y transformadores respecto a los modelos económicos que nos gobiernan.
Esto es lo que justamente acaba de ocurrir en el país galo: «Libertad, Igualdad y Fraternidad» eran los tres sublimes principios heredados de la Revolución Francesa, las tres patas donde se sostenía la República Francesa (al menos en teoría), los puntales de su fundación. Ahora, bajo el mandato del recién electo Presidente Macron (un convencido neoliberal), ¿podemos seguir afirmando que estos principios se aplicarán, o ya formarán parte de una vieja y vacía retórica? De entrada, las campañas electorales y los propios medios de comunicación que las difunden son las primeras armas engañosas de cara a los mensajes que recibe el conjunto de la ciudadanía. Para la segunda vuelta (ya había sido descartado Jean-Luc Melènchon, el único contendiente que representaba a la izquierda transformadora), ambos proyectos (el de Enmanuelle Macron y el de Marine Le Pen) se presentaban como antagónicos, incompatibles, radicalmente diferentes, cuando no es verdad…¿Acaso no defienden ambos el capitalismo? ¿Acaso no representan diferentes grados del mismo sistema económico? ¿No son acaso ambos proyectos una continuación de lo que ya existe? Porque incluso podríamos valorar como positivas algunas propuestas del Frente Nacional, como la instauración de una moneda local francesa en coexistencia con el euro, o la celebración de un referéndum para la salida de la Unión Europea, pero si a ellas les sumamos el carácter racista, xenófobo y autoritario del resto de propuestas de Le Pen, se convierte en una opción absolutamente descartable.
Pero para los medios de comunicación eran proyectos antagónicos, lo cual confunde a la ciudadanía y difunde engañosos mensajes en torno al propio fondo de los mismos. La obsesión por presentar como distintos y alternativos a dos o más proyectos políticos (como en nuestro país hacen los medios con PP y PSOE) es una de las mejores conquistas del capitalismo, que deforma y socava la más elemental democracia, derivando al pueblo mediante la influencia del pensamiento dominante para decantarse, en el fondo, por un abanico de posibles opciones…iguales. De esta forma, el capitalismo (en su versión actual de un descarnado neoliberalismo) se disfraza, se presenta como un conjunto de opciones alternativas, nos engaña y nos muestra su faz más inteligente. Y se disfraza ofreciéndonos su cara amable, que es ese amago de democracia que padecemos, esa democracia burguesa, un sistema en el que todo el mundo puede, más o menos, opinar y votar lo que quiera, siempre que los grandes empresarios y banqueros decidan las políticas de los respectivos Gobiernos. Macron y Le Pen son dos piezas, dos peones de este infernal sistema. De esta forma, se elige siempre entre lo malo y lo peor, o entre lo malo y lo menos malo. Se elige entre la forma más cruel o la más suavizada de gestionar el capitalismo. En palabras de José López: «El capitalismo necesita aparentar cierta democracia para evitarla, para que la ciudadanía legitime en las urnas la dictadura camuflada que en verdad es». Las verdaderas opciones de izquierda (como la que representaba Bernie Sanders en Estados Unidos o Melènchon en Francia) son atacadas y silenciadas, con tal que únicamente prevalezcan las opciones más inofensivas para el sistema.
Los líderes de la Unión Europea se mostraban preocupados por el crecimiento electoral de la ultraderecha, incluso preguntándose públicamente la causa de dicho fenómeno, ocultando descaradamente a la ciudadanía que es el propio sistema quien fomenta su crecimiento. Atilio Borón lo ha expresado magníficamente: «No puede haber Estado democrático, o una democracia genuina, si el espacio público, del cual los medios son su «sistema nervioso», no está democratizado. Son los medios quienes «formatean» la opinión política, imponen su agenda de prioridades, y en algunos casos –no siempre– hasta fabrican a los líderes políticos (…) que habrán de gobernar. La amenaza a la democracia es enorme porque un sistema de medios altamente concentrado y hegemónico consolida en la esfera pública un poder oligárquico (…) que, articulado con los grandes intereses empresariales y con el imperialismo, puede manipular sin mayores contrapesos la conciencia de los televidentes y del público en general, instalar agendas políticas y candidaturas e inducir comportamientos políticos de signo conservador o reaccionario, todo lo cual desnaturaliza profundamente el proceso democrático». De esta forma, se configura a nivel europeo (y mundial) un sistema de gobernanza supranacional, controlado por esta mafia que no se presenta a las elecciones en ningún país, pero que ejerce el poder de facto. Retomo las palabras de José Carlos Bonino: «En la actualidad la industria mediática es un aparato ideológico creado con el objetivo pedagógico de darle legitimidad al Gobierno Mundial. Este gobierno mundial que comúnmente decimos que es el 1%, está conformado por el complejo militar-industrial, el sistema financiero, su brazo armado que hace la guerra pregonando la paz y el poder mediático a sus servicios que le da legitimidad política y cultural».
El declive y la decadencia democrática están de este modo garantizadas. Porque incluso si en algún país triunfa electoralmente alguna opción pretendidamente de izquierdas, ya se encargarán las propias instituciones europeas y sus indecentes líderes de condenarlo al fracaso, amenazando a sus gobernantes con provocar el caos en el país si no se atienen a sus designios. Es justo lo que ocurrió en Grecia. Se vota por políticos que no tienen poder real, o que no poseen la valentía suficiente como para enfrentarse de verdad al sistema. Nuestras democracias son fachadas ilusorias, y el voto ciudadano ha sido despojado de todo su valor. JD McGregor lo expresó de forma muy gráfica: «No tenemos la elección del plato pero tenemos la elección de la salsa. El plato se llama «nueva esclavitud», con salsa de derecha pimentada o salsa de izquierda agridulce». El reciente caso francés lo ilustra perfectamente: el republicanismo ha sido despojado de sus auténticos valores, que tanto molestaban a las élites francesas y europeas en general. Molestaban el tamaño y la dimensión del Estado, los derechos sociales de la ciudadanía, los mecanismos de regulación del mercado, y las conquistas laborales del movimiento obrero. El republicanismo tenía que ser desmontado, y prácticamente lo han conseguido. Y es que las élites dominantes, como plantean Héctor Illueca y Manolo Monereo en este artículo, llevan años intentando imponer un nuevo régimen político contra la Francia republicana. El Partido Socialista francés (como el PSOE en España) lleva años inmolándose mediante sus continuos engaños y traiciones. Y así, han engendrado a un político como Macron, que viene a poner fin al régimen republicano francés, es decir, que viene a demoler lo poco que ya quedaba en pie del sistema de derechos y libertades que respondían a la trilogía de la Revolución.
La tendencia actual es a la «norteamericanización» del sistema político europeo, cuyos principios ya expresara magníficamente Noam Chomsky: «En Estados Unidos sólo existe el partido de los negocios, con dos facciones, los demócratas y los republicanos». Los ejes izquierda-derecha se minimizan, se difuminan, sus fundamentos se pierden, se amalgaman entre un rosario de propuestas que dicen no abonar ninguno de los dos campos, y así, el mensaje que se ofrece a la ciudadanía es que las ideologías ya no sirven para nada. El nuevo Presidente Macron ha sido empujado, llevado en volandas por las élites francesas y europeas como la mejor opción para convertir la República francesa en una nueva República del capital con todas sus consecuencias. Se pretende mayor predominio de la gran empresa, así como una devastación absoluta de las conquistas sociales y laborales que el movimiento obrero ha arrancado durante siglos de lucha sindical. Y lo han hecho sacudiendo el espantajo de la extrema derecha, atizando el miedo social a un fascismo europeo que encarna la lideresa del FN, y que les ha venido de perlas para alcanzar su objetivo. Olga Rodríguez en este artículo lo ha expresado en los siguientes términos: «De cara a la galería el neofascismo puede salvar al capitalismo de sus propias contradicciones, temporalmente, desempeñando el trabajo más sucio, el papel de poli malo, cediendo al otro el espacio del mal menor, el del consuelo, poniendo en bandeja la amenaza». Y así, muchos ciudadanos y ciudadanas en Francia han acudido al voto a Macron con la nariz tapada, y muchos otros no han votado, o lo han hecho mediante un voto en blanco. Pero el fantasma del fascismo volverá, pues se alimenta de la propia indignación de los condenados por el mercado, y de nuevo saldrán las élites dominantes a infundirnos el miedo a la ultraderecha, para volver a salvar sus muebles. Mientras, todo cambia, para que todo siga igual, es decir, en la involución democrática, en el triunfo del neoliberalismo, en el «fin de la historia».
Los partidos políticos que solo representan los intereses de las empresas más abusivas con el voto del ignorante…
La trampa democrática de los partidos políticos nos ha reducido al pueblo a la nada…