Tiempos de posguerra. Mucho miedo y poco pan

Por María Torres

«Si las consecuencias de toda guerra son desoladoras para la salud de los pueblos que la padecen, en el caso de la nuestra, en la que las privaciones fueron en gran medida fruto de una posguerra caracterizada por el trato discriminatorio impuesto a una masa de la población marcada por la derrota, es difícil hallar ni eximente ni atenuante al comportamiento de unos gobernantes que en su rigor nunca quisieron olvidar que su victoria y las condiciones de vida impuesta por ella se habían producido a costa de una parte de su propio pueblo». (Rafael Bella y Carlos Martínez Bueno)

Finalizada la Guerra de España, no solo hubo vencedores y vencidos. También hubo hambre, escasez y miedo. Los primeros años de posguerra fueron peores que la misma guerra. Los franquistas ocuparon Madrid el 28 de marzo de 1939 y hasta el 8 de abril no entraron en la capital trenes con alimentos. Muchos ciudadanos se vieron obligados a cambiar monedas o joyas de oro por un chusco de pan negro, otros acudían a los cuarteles a pedir las sobras y muchas mujeres tuvieron que prostituirse por un poco de comida. Los alimentos se convirtieron en un bien escaso. A los españoles aún les quedaba por soportar una dura etapa, que se vio agravada por el aislamiento internacional del régimen franquista.

La ropa se hacía a mano en cada casa, desde las medias y calcetines de lana hasta la ropa interior, jerséis de punto y los pantalones. Cuando una prenda se dejaba por vieja, de las partes sanas se hacían nuevas prendas para los más pequeños de la familia.

Los fumadores, aparte de recoger colillas, secaban hojas de patatas que luego se fumaban. El tabaco fue también racionado y sólo estaba destinado a los hombres, las mujeres quedaban excluidas, como en tantas cosas. Los niños, los grandes perdedores de las guerras, siempre en la calle, sobrevivían ejerciendo las más variopintas tareas, entre ellas la de buscar colillas para vender luego su exiguo contenido como tabaco picado.

Poco después de la llegada de los primeros trenes de aprovisionamiento a Madrid, el Auxilio Social empezó a repartir raciones hasta que a mediados de abril el gobierno autorizó la venta libre de alimentos. Un mes después se impuso la cartilla de racionamiento y se creó la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes (Comisaría de Abastos) que se encargó de repartir los artículos. Los gobernadores civiles, a los que se pasó a denominar «Ciengramitos» eran los  encargados de sellar las cartillas de racionamiento con la leyenda «cien gramos de…».

El salvoconducto del hambre o cartilla de racionamiento consistía en un talonario formado por varios cupones, en los que se hacía constar la cantidad y el tipo de mercancía. Las había de primera, segunda y tercera categoría, en función del nivel social, el estado de salud y el tipo de trabajo del cabeza de familia, y además se subdividían en dos tipos: una para la carne y otra para lo demás. Cada persona tenía derecho a la semana a 125 gramos de carne, 1/4 litro de aceite, 250 gramos de pan negro, 100 gramos de arroz, 100 gramos de lentejas rancias con bichos, un trozo de jabón y otros artículos de primera necesidad entre los que se incluía el tabaco. Pero una cosa era el derecho y otra lo que se podía adquirir realmente. Los productos que se entregaban eran básicamente garbanzos, boniatos, bacalao, aceite, azúcar y tocino. Rara vez se repartía carne, leche o huevos, que sólo se encontraban en el mercado negro. El pan, que era negro, porque el blanco era un artículo de lujo, quedó reducido a 150 ó 200 gramos por cartilla. A los niños se les daba además harina y leche y a los que habían pertenecido al ejército franquista se les añadía 250 gramos de pan. Los militares, guardias y curas tenían derecho a 350 gramos de pan blanco, por supuesto.

En los pueblos, se tenía que contar con el permiso de las autoridades para hacer la matanza y muchas veces en las casas se hacía el pan por la noche para evitar a los agentes de la Fiscalía. A veces la gente desenterraba los animales muertos y se los comía. Hambre. Las cartillas no fueron para todos. En muchos puntos de la geografía española, a las viudas de los fusilados republicanos no les fueron entregadas. Total, si ya se habían cargado a sus maridos ellas podían desaparecer también, aunque esta vez la muerte no sería la bala de un fusil, si no el hambre.

Con la necesidad, como siempre, apareció la picaresca. Madres y abuelas borraban con miga de pan los sellos que se colocaban como señal de haber entregado los alimentos y mandaban a las niñas más pequeñas otra vez a la cola.

Las cartillas deberían haber asegurado el abastecimiento de lo más imprescindible pero no fue así y como consecuencia de ello surgió un mercado negro (estraperlo) controlado por los grandes jerarcas afines al régimen, y por ese otro tipo de personas que siempre hacen negocio con la miseria humana. Tanto es así que en las tiendas se vendían todo tipo de productos “de lujo” a precios desorbitados. Y ocurrió lo que tantas veces ha ocurrido a lo largo de la historia: las familias con dinero siguieron comiendo bien y los españoles fueron divididos nuevamente en distintas categorías: los ganadores con trabajo y sin carencia,  los sobrevivientes, perdedores de la guerra, que tenían un familiar fascista que les surtía de alimentos y por último los desgraciados cuyo destino fueron hospitales y campos de concentración.

El término estraperlo proviene de tres famosos estafadores holandeses llamados Strauss, Perlowitz y Lowann que casi tumbaron a la Segunda República, como consecuencia de la introducción de un juego de ruleta eléctrica de marca «Straperlo». El pueblo, siempre tan sabio, unió los apellidos y añadió un nuevo vocablo al diccionario que lo define como “Comercio ilegal de artículos intervenidos por el Estado o sujetos a tasa”.

Néstor Luján escribió un artículo titulado «Si no existiera el estraperlo» que decía así: “En estas dos últimas semanas la Comisaría de Abastecimientos ha repartido lo siguiente: en la semana penúltima repartió un racionamiento compuesto de aceite refinado de ignoramos que producto y desde entonces nuestra imaginación está intentando representarse cómo puede ser el aceite en bruto, a razón de un octavo de litro por persona, café a razón de cincuenta gramos y alubias, éstas de excelente calidad a razón de doscientos gramos. La última semana nos vimos favorecidos por azúcar blanco, bacalao, pasta para sopa y manteca vegetal. Ahora bien, considerando los precios de la carne, de los huevos, de la leche y demás comestibles inasequibles a la mayoría de los bolsillos modestos, desearíamos que estos racionamientos fueran acompañados de un folletito explicativo de qué platos pueden cocinarse con bacalao, pasta de sopa y azúcar blanco que es lo que pueden comprar las clases humildes o bien que menús pueden construirse en una larga semana con aceite, café y alubias”.

Sin duda esos fueron los inicios de la cocina creativa en España. Se echaban algarrobas en vinagre para que no criaran gorgojos y se comían como lentejas, la cebada tostada se empleaba como sucedáneo de café, con las cáscaras de los plátanos se elaboraban cremas y purés.

El periodista Claudio Grondona describe en un artículo del Diario Sur de Málaga de los años setenta: “Madres y hermanas, esposas e hijas en una paciente, sufrida, dolorosa y desalentadora tarea de hogar y de familia. Llegaron a confeccionar tortillas sin huevo, guisos sin carne, fritos sin aceite, dulces sin azúcar, café con trigo tostado; hicieron pucheros con huesos, cocidos sin semilla ni patatas, embutidos de pescado”.

La prensa del régimen trasmitía a la población la esperanza de que llegaría la comida si resistían, como si al hambre la pudieras decir espera un poco … Y en esa época de tantas injusticias y calamidades la gente ampliaba el refranero:  “Cuando Negrín, billetes de mil; con Franco, ni cerillas en los estancos”.

Las cartillas de racionamiento se utilizaron durante 13 largos años y miles de largas colas. Si algo hacían los españoles en aquella época era esperar.

Juana Doña, militante comunista a quien suprimieron la cartilla de racionamiento cinco años antes, ya que fue detenida y permaneció en la cárcel durante tres lustros contaba: «200 gramos de azúcar por familia, medio kilo de arroz, un cuartillo de aceite, dos kilos de patatas… Y así cada quince días o un mes. Éramos ocho en casa: cinco hermanos, los padres y una tía. Casi todo mujeres, por cierto» En las calles se ofrecía sobre todo pan y tabaco. Es igual que los negros que venden hoy discos». «Había hornos de pan ilegales. En cada portería, en cada esquina, una mujer mayor vendía con una bolsa exponiéndose a 15 días de cárcel –las tristemente célebres quincenas–. Los hombres fumaban guarrerías, así, cuando iban a trabajar a las cinco de la mañana, ya había mujeres vendiéndoles tabaco». «Las falsas embarazadas eran legión: Su vientre ocultaba aceite –carísimo–, harina, judías, carbón…».

No olvidar. No debemos dejar la historia en el olvido. Olvidar es enterrar definitivamente a quienes tanto dieron y tanto sufrieron.

No olvidar, para recordar siempre.

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