A ojos de la comunidad internacional, los palestinos están obligados a vivir bajo el supuesto de ser considerados entes prescindibles y sin nombre sobre los que se puede infligir violencia sin pestañear
Por Ana Garralda | Globalter
A quienes han vivido largas temporadas en Jerusalén, ciudad tan santa como endiablada, se les suele atragantar el manido concepto de “nueva espiral de violencia” toda vez que los asesinatos de palestinos o israelíes vuelven a figurar en los sumarios de los informativos en radio y televisión o en las páginas de la prensa internacional.
Y se les atraganta porque en esos pocos segundos de visualización de imágenes, o en los minutos que toma la lectura o escucha de una crónica, es imposible vislumbrar siquiera un atisbo de la realidad que cada día, cada mes, cada año, viven las millones de personas que nunca protagonizarían una noticia si no fuera porque la violencia o la muerte les ha rondado cerca.
Casos como el de Abdala Samih Ahmed Qalalwa, un joven de 26 años que fue abatido el pasado 3 de febrero por un soldado israelí cuando, tras salir de su coche, desarmado, se dirigió hacia un control militar cercano a la ciudad de Nablus, en el norte de la Cisjordania ocupada. Según la versión del Ejército, Abdala ignoró los disparos al aire efectuados por los militares, continuó aproximándose e intentó atacarles, lo que llevó a otro soldado a dispararle una bala en el pecho. De haber querido reducirle, el arma del militar habría apuntado a las piernas, tal y como dictan las reglas de enfrentamiento definidas por el propio Ejército. Al menos eso dice la teoría; en la práctica, mandos y soldados con frecuencia las ignoran.
Abdalá, como los miles de jóvenes palestinos muertos por fuego israelí en el último medio siglo (desde que comenzase el año más de 30 solo en Cisjordania) murió desangrado poco después, sin que haya podido corroborarse la versión ofrecida por las autoridades hebreas, como a menudo sucede con este tipo de incidentes en la Cisjordania ocupada por Israel.
Hoy ya será imposible conocer los motivos que llevaron al palestino a bajarse supuestamente del coche aquel fatídico día, pero lo que sí se sabe es que acababa de ser padre, que tenía un trabajo estable como empleado de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) y que era natural de un pueblo del sur de Yenín, ciudad objeto en las últimas semanas de las mayores redadas militares israelíes desde la Segunda Intifada. “Lo que vivimos en 2002 fue un juego de niños comparado con lo que hemos sufrido aquí estos días”, relataba un comerciante palestino en una televisión internacional.
El pasado 26 de enero una de esas incursiones en el campo de refugiados de Yenín se saldó con diez palestinos muertos (siete milicianos y tres civiles, entre ellos una mujer de 60 años) en una operación que pretendía acabar con una célula terrorista de la Yihad Islámica, según rezaba un comunicado emitido de forma conjunta por la oficina de prensa del Ejército, la Agencia de Seguridad y la policía de fronteras israelí. Horas después, otro palestino murió en lo que las fuerzas de seguridad israelíes denominaron un “disturbio violento” cerca de Jerusalén.
Las constantes redadas nocturnas, los arrestos arbitrarios, la elevada tasa de desempleo o la falta de perspectivas en un área castigada por más de medio siglo de ocupación, suponen el caldo de cultivo ideal para la creciente captación de jóvenes por parte de organizaciones palestinas que Israel, Estados Unidos o la Unión Europea consideran terroristas (Yihad Islámica, Hamás o las Brigadas de Mártires de Al Aqsa, el brazo armado de Al Fatá).
Abdala Samih Ahmed Qalalwa no era uno de ellos, pero sí sufrió, al igual que los casi tres millones de palestinos que residen en Jerusalén Este y Cisjordania, el castigo colectivo aplicado diariamente por el Estado israelí -en forma de controles militares, revocación de permisos de trabajo o confiscación de tierras – sobre una población sin perspectivas de futuro y que se siente cada vez más abandonada por la comunidad internacional. “Muchos nos llaman a todos los palestinos “terroristas”, pero, ¿y los ucranianos? Cuando se defienden de la invasión rusa, ¿también lo son? ¿Qué pasa con quienes solo queremos alimentar a nuestras familias?”, denunciaban los residentes locales.
Al día siguiente de la masacre de Yenín, otros tantos israelíes se hicieron la misma pregunta cuando un palestino de 21 años, sin pertenencia aparente a ninguna organización armada, acribilló a tiros a siete de sus compatriotas (entre ellos un niño de 15 años), que se disponían a entrar en una sinagoga de Jerusalén para celebrar el shabat. Una “acción en solitario”, según la policía israelí, que rápidamente fue instrumentalizada por el movimiento islamista Hamás, cuyo portavoz calificó el atentado de “heroico acto en venganza por la masacre de Yenín”. No obstante, no reivindicó su autoría, como tampoco la del ataque perpetrado en la misma jornada por un niño de 13 años, que disparó e hirió a dos colonos israelíes residentes en el barrio de Siluán, en Jerusalén oriental. El segundo ataque de un “lobo solitario” en menos de cuarenta y ocho horas.
Una vez más, en los medios de comunicación internacionales, se habló de “nuevo repunte de la violencia” o de la “peor escalada” en años. Pero esto no va de “ciclos”. Desde lo estructural hasta lo físico, la violencia es una experiencia diaria, constante. Por ejemplo, pocos boletines informativos occidentales se hicieron eco del hecho de que más de 30 palestinos murieron por fuego israelí el mes pasado, y si lo hicieron, fue a la luz del fallecimiento de ciudadanos de Israel. De igual manera, tampoco abordan en profundidad el brutal repunte de agresiones personales y materiales a manos de colonos armados hasta los dientes contra propiedades de familias palestinas de Cisjordania. Y esto ocurre todas las semanas.
Rostros como el de Abdala no habrían aparecido en los medios si no hubiera sido porque, días antes de su muerte, otro joven acabó con la vida de siete ciudadanos judíos. Para muchos es mejor evitar tales reflexiones mientras sus líderes les ofrezcan una visión más cómoda, más simple de su realidad: “los palestinos nos odian sin motivo, nos atacan y no hay más remedio que castigarles”. Esa premisa estuvo presente en el argumentario del actual primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, cuando, tras los atentados, anunció medidas punitivas más contundentes; o cuando su ministro de Seguridad Nacional, el ultranacionalista Itamar Ben-Gvir, dijo que agilizaría la concesión de licencias de armas de fuego para civiles. “Quiero más armas en las calles para que los ciudadanos de Israel puedan defenderse”, señaló.
En definitiva, una violencia real, pero también alimentada por los distintos intereses que subyacen en un “conflicto” del todo asimétrico. Con recursos masivos e impunidad perpetua, un lado puede aislarse física y psicológicamente de las formas inhumanas en que domina al otro. Mientras tanto, el segundo justifica sus acciones por la opresión que sufre a manos del primero.
Podría pensarse que, a ojos de la comunidad internacional, los palestinos están obligados a vivir bajo el supuesto de ser considerados entes prescindibles y sin nombre sobre los que se puede infligir violencia sin pestañear. Es revelador que su aparición en un telediario, una crónica o un texto periodístico suela depender del mayor o menor daño que causen a la otra parte. Y es que desde la cobertura informativa, hasta las condolencias de los diplomáticos o la condena de las organizaciones internacionales toda vez que se produce un ataque, las vidas de los israelíes siempre van primero. También en los titulares.
Ana Garralda es periodista. Ha sido corresponsal en Jerusalén durante más de nueve años.
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