Aunque no suele hablarse mucho del tema, el comunismo australiano transformó las vidas de sus miembros y tuvo una influencia importante en el curso de la historia del país.
Por Jon Piccini / Jacobín América Latina
Traducción: Valentín Huarte
El comunismo fue un movimiento político sin igual». Es la primera línea de The Party, el segundo tomo de la historia del comunismo australiano de Stuart Macintyre. El libro empieza en los años 1930, donde había dejado la historia The Reds, el tomo uno.
La observación de Macintyre apunta a un hecho muchas veces ignorado en el presente. Durante una buena parte del siglo veinte, el comunismo fue un movimiento enorme —tenía secciones en casi todos los países del mundo— que buscaba transformar la realidad. El movimiento inspiraba y exigía una lealtad inquebrantables de parte de sus miembros y construyó una contracultura que abarcaba casi todos los aspectos de sus vidas. En este sentido, los partidos comunistas diferían de todos los partidos burgueses, que reducen la política a las elecciones y a la gestión.
En efecto, es probable que la lectura de Macintyre sorprenda a casi todos los militantes de izquierda contemporáneos. Bastan como muestra las palabras de Hall Alexander, un electricista que se unió al Partido Comunista de Australia (PCA) en los años 1940 y siguió siendo miembro hasta el final. Alexander explica que se unió al partido porque aportaba una racionalidad en medio de tanta locura. Porque nos transformó de cabezones incompetentes en una especie de estrategas intelectuales. Porque elevó nuestra autoestima. Porque nos enseñó que NOSOTROS éramos mejores que ellos.
De la clandestinidad al movimiento de masas
La idea de que el comunismo era una «experiencia que transformaba la vida», explica Macintyre, «no suele estar tan presente en las investigaciones australianas sobre el tema». Sostiene que las historias anteriores no logran capturar el rasgo distintivo del comunismo y la forma en que «dotaba de sentido a la vida de sus partidarios» reclamando «jurisdicción sobre todas sus actividades». Hoy tal vez este propósito histórico nos parezca insensato. Sin embargo, parafraseando al gran historiador marxista británico, E. P. Thompson, el comunismo tenía sentido para sus partidarios porque estaba anclado en sus propias experiencias.
The Party comienza con el momento más difícil del PCA. A fines de 1939, el partido estaba en la clandestinidad y buscaba con mucho empeño una racionalización implausible del pacto de Iósif Stalin con Adolph Hitler. No obstante, después de la invasión de Hitler a Rusia, la URSS entró en la Segunda Guerra Mundial y el PCA cambió de posición y respaldó la campaña bélica. En pocos años, el PCA alcanzaría el cénit de su popularidad y de su influencia, en parte a causa del papel que jugó la URSS en la derrota del fascismo europeo. Bien acompasada con el espíritu de la época, una edición de 1945 del Australian Women’s Weekly retrata a Stalin en la portada, «dibujado con una campera militar, una pipa y contemplando el futuro con decisión».
De la noche a la mañana, montados sobre la ola de rusofilia que inundó Australia, los comunistas pasaron de parias a patriotas. En 1941 fundaron el Comité de Asistencia Médica Ruso, que vendía aros con la hoz y el martillo para financiar la campaña de guerra. El 7 de noviembre del mismo año, todos los edificios públicos de Australia flamearon la bandera soviética para celebrar el 24o aniversario de la Revolución rusa.
Mientras duró la lucha contra el nazismo, el partido creció hasta contar con 22 000 miembros. Conquistó posiciones importantes en sindicatos fundamentales en el marco de la guerra, como el de mineros, el de la construcción, el de los portuarios y varios otros de la industria pesada. Estos «sindicatos fortaleza» permanecieron bajo dirección comunista durante décadas y aportaban al partido casi todos sus miembros.
Como explica Macintyre, el PCA se convirtió en «el partido dominante durante la guerra». Organizó campañas para incrementar la producción en nombre del antifascismo y redujo las medidas de fuerza en las industrias en las que sus miembros eran mayoría. De esa forma el partido conquistó una posición importante durante los gobiernos laboristas de John Curtin y Ben Chifley. Ernie Thornton, uno de los dirigentes más importantes del PCA, llegó tan lejos como para proponer que la organización se convirtiera en una tendencia del Partido Laborista Australiano (PLA).
Con el rápido incremento de sus miembros, el partido abrió nuevos locales, como la Casa Marx de Sídney y la Casa Soviética de Australia en la calle Flinders de Melbourne. En 1945, la prensa del PCA vendió tres millones de ejemplares. Las organizaciones de los suburbios, que superaban la centena, empezaron a hacer planes para inaugurar «espacios populares pacíficos», pensando en el escenario de la posguerra.
La Guerra Fría
En agosto de 1945, con la excusa de celebrar el fin de la guerra, el PCA hizo una fiesta en la Casa Marx de Sídney, animada por una «provisión de alcohol puro, traído por unos jóvenes científicos de la Universidad de Sídney, y rebajado con jugo de limón».
Sin embargo, nadie estaba preparado para el repentino cambio de marea que trajo el paso de la Segunda Guerra Mundial a la Guerra Fría. Después de los años 1940, cuando el comunismo era prácticamente una corriente de opinión dominante, los miembros del partido se convirtieron en víctimas de una guerra ideológica que muchas veces se prolongaba en actos de intimidación y violencia. Entre 1945 y 1948 el partido perdió casi la mitad de sus miembros.
La catastrófica huelga que realizaron los mineros del carbón en 1949 marcó el comienzo de una caza de brujas anticomunista. El próximo paso fue el proyecto de Robert Menzies de 1950-1951, que pretendía proscribir el PCA y que casi lo logra. Aunque perdió el referéndum que promovía la proscripción, en parte gracias a la solidaridad del Partido Laborista y de los sindicatos, la campaña de Menzies incrementó la violencia contra los militantes comunistas. En una oportunidad, varios hombres acosaron a una joven que vestía una insignia con la hoz y el martillo y amenazaron con tirarla a las vías del tren. Casos como este solo profundizaron la sensación de aislamiento del PCA.
Pero la persecución de la Guerra Fría también fortaleció el compromiso de los cuadros más decididos, que decidieron quedarse contra aquellos oportunistas que solo están cuando las cosas marchan bien. Sin embargo, en 1956, dos acontecimientos históricos hicieron tambalear incluso a los partidarios más leales del PCA. El discurso secreto de Nikita Jrushchov, donde denunció el estalinismo, y la invasión soviética a Hungría, que vino pocos meses después. A pesar del riesgo de ser acusados de revisionistas burgueses, los miembros del partido hicieron circular el documento de Jrushchov en sus círculos, y muchos descubrieron que tocaba una fibra íntima de viejas dudas que habían sido reprimidas.
Los hechos de 1956 hicieron que el partido perdiera alrededor del 25% de sus miembros. Los que se quedaron pusieron la transformación de Australia en un segundo lugar y postularon que el objetivo principal era transformar el partido. De acuerdo con el historiador Pavel Kolar, el PCA compensó las esperanzas frustradas de una transformación revolucionaria convirtiéndose en una «Nueva Utopía».
Con todo, las dificultades que enfrentó el PCA no terminaron de socavar la perseverancia de los militantes. De hecho, Macintyre también captura el distintivo sentido del humor que ayudó a sostener las convicciones. Por ejemplo, durante el período de clandestinidad, la policía amenazó a un grupo que repartía panfletos donde se leía «CPSU», siglas de Partido Comunista de la Unión Soviética en inglés. Pero los comunistas evitaron la cárcel convenciendo a la policía de que «CPSU» significaba «Commonwealth Public Sector Union» (Sindicato de Empleados Públicos de la Commonwealth). Otra vez, también en los años 1950, los comunistas burlaron las restricciones a la libertad de expresión contratando un bote y navegando con un megáfono por la costanera de Fremantle.
Como sea, el lento proceso de decadencia del PCA promovió la introspección y dos rupturas sucesivas. La primera llegó en 1963, cuando una facción pro-China se separó y fundó el Partido Comunista de Australia (Marxista-Leninista). La otra vino ocho años después, cuando un grupo se abrió en oposición a la política de los dirigentes, que apuntaban a construir un «socialismo de rasgos australianos» y condenaban la invasión soviética de Checoslovaquia. Estos estalinistas de línea dura fundaron más tarde el Partido Socialista de Australia, que se alineó con Moscú.
El PCA también albergaba muchos miembros, sobre todo funcionarios, que contemplaban estos hechos con una irreverencia típicamente australiana. Por ejemplo, cuando el dirigente Claude Jones fue testigo de los primeros pasos del Gran Salto Adelante, no disimuló el poco entusiasmo que producía en él la consigna de Mao de «colocar una caldera en cada baño».
De todas formas, la voluntad de Macintyre, aunque intenta garantizar un «trato justo» a cada uno de los comunistas que tejen su historia, no es ilimitada. Por ejemplo, muestra bastante desprecio por Ted Hill, abogado de Melbourne y dirigente de la facción que fundó el PCA (ML), cuyo estalinismo desalmado solo era comparable en magnitud a su paranoia conspirativa.
Hacer historia
En retrospectiva, es fácil descartar el comunismo australiano como un fracaso. Sin embargo, como bien sabe Macintyre, la historia no es un juego de suma cero. Los comunistas hicieron un gran aporte a la historia australiana, aun si las cosas no resultaron como los militantes esperaban o como los dirigentes habían anticipado.
El trabajo del PCA en los sindicatos alcanzó conquistas importantes y enseñó a los trabajadores que la solidaridad y la militancia podían mejorar bastante las cosas, incluso bajo un régimen capitalista. Los simpatizantes y las organizaciones de superficie también tuvieron logros importantes. Zelda D’Aprano estuvo a la cabeza de la lucha por salarios equitativos para las mujeres. Shirley Andrews cumplió un rol clave en la fundación del Consejo de los Derechos de los Aborígenes, que fue el resultado de un compromiso de largas décadas con los derechos de los indígenas y que ella tomó respondiendo a una iniciativa del partido.
Es probable que Frank Hardy, uno de los escritores más reconocidos de Australia, haya sido el miembro más famoso del PCA. The Unlucky Australians, obra clásica que el autor escribió en 1968, cuenta la historia de la huelga Gurindji en la que los ganaderos aborígenes hicieron una caminata por la estación Wave Hill exigiendo salarios justos y derecho a la tierra. El libro de Hardy ayudó a que los huelguistas contaran su historia, y cambió la forma en que muchos australianos —incluido el primer ministro laborista Gough Whitlam— concebían el tema del derecho a la tierra de los aborígenes. En efecto, se dice que, durante el funeral de 1994, Whitlam no pudo contener el llanto mientras contemplaba el cuerpo sin vida de Hardy.
Como nota Stuart, muchos miembros del partido, después de abandonar la organización, hicieron aportes importantes a la historia australiana. En 1961, por ejemplo, Peter Cundall fue candidato al senado por Tasmania, antes de hacerse famoso por conducir Gardening Australia, uno de los programas más queridos de la Australian Broadcasting Corporation (ABC).
El relato de The Party termina en 1971, con la ruptura que llevó a la formación del Partido Socialista de Australia. Aunque sufrió enormes bajas organizativas, el PCA todavía estaba lejos de desaparecer. Libre de toda carga de estalinismo dogmático o de maoísmo, los comunistas del partido empezaron de nuevo y trazaron un camino independiente.
1971 fue también el año en que Macintyre entró al partido. La mala salud —y el poco tiempo libre que le dejaba su militancia— hizo que el autor no pudiera completar la historia del PCA hasta su disolución de 1991. Esa tarea queda en manos de los historiadores contemporáneos. The Party no trata el comunismo como un fracaso, sino como un movimiento que otorgó un propósito a la vida de miles de militantes. Y, al mismo tiempo, el enfoque histórico de Macintyre, inteligente y crítico, contiene muchas enseñanzas para quienes luchan hoy por un mundo mejor.
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