Sin novedad en el frente

Por Daniel Seixo

Especiales de 15 horas de duración, analistas denominados expertos, sin que aparentemente logren profundizar en mayor medida en las elecciones de Estados Unidos de que lo que habitúan a hacerlo en las elecciones españolas, venezolanas, el coronavirus o cualquier otro asunto de actualidad que caiga sobre su mesa la jornada política en cuestión. Muchas banderas con barras y estrellas en plató, decorándolo todo con un aire de fiesta cutre de instituto del Medio Oeste estadounidense, un continuo y abrumador baile de cifras conectado al unísono con una cara joven y puntualmente al tanto de las redes sociales para analizar este peculiar cuadro barrio por barrio y así lograr dar el definitivo toque freak a lo que a la postre acabaría convirtiéndose en el espectáculo político más bochornoso de este 2020. Y para finalizar, un presentador con altas dosis de sildenafilo en vena para permitirse aguantar el tirón de una nueva cita “histórica” que comenzaba con un discurso sentimentalista a la altura de las genuflexiones de Josep Piqué recibiendo al presidente de EE. UU., George W. Bush, y que remataría tras varios programas dedicados a una constante oda al partido Demócrata que definitivamente venía a dibujar, tras varias legislaturas en nuestro país, el reverso de la moneda de aquel discurso con acento texano pronunciado por el expresidente Aznar al recibir su insignificante propina por su nuestra participación en la carnicería de Irak.

Y esa es nuestra triste realidad, escenificada sin cortapisas por unos medios de comunicación generalistas que en su onanismo de clase siguen sin comprender que el espectáculo hace tiempo que se ha terminado, los focos se funden poco a poco y las sombras de un pensamiento occidental en decadencia comienzan a poder sobre la mesa para cualquier persona con un mínimo de sentido crítico las contradicciones de quienes acusaron a última hora a George W. Bush, el vicepresidente Dick Cheney o al secretario de Defensa Donald Rumsfeld, de haber cometido crímenes contra la humanidad, pero inmediatamente olvidaron la Convención de Ginebra para otorgar un Nobel de la Paz a un presidente que pasó sus ocho años de mandato en guerra y bombardeando mediante aviones no tripulados o de forma más convencional a supuestos terroristas y civiles “despistados” en Afganistán, Libia, Somalia, Pakistán, Yemen, Irak y Siria. El legado de Barack Obama y su Administración es el de la guerra total contra cualquier disidencia geopolítica, las deportaciones masivas o la represión inmisericorde de una población afroamericana que puedo comprobar en sus propias carnes la cruel vigencia del personaje del Tío Tom presente en la novela de Harriet Beecher Stowe y durante ocho años en la Casa Blanca.

No nos equivoquemos, ni George W. Bush, ni tampoco Barack Obama, han estado nunca realmente interesados en seguir unas reglas comunes fijadas con el resto de estados de este planeta, no debemos olvidar la guerra de Irak, el espionaje masivo del Yes We Can o las redes de financiación y apoyo militar a extremistas religiosos como punta de lanza del Imperio, presentes durante décadas en la política exterior estadounidense, como reflejo visible de un estado profundo con sus propias dinámicas, sus propios planes y su propia legitimidad basada en el poder no democrático, sea este ejercido mediante el dinero o las armas. La decisión de Donald Trump de desmarcarse de organismos como la ONU, su repliegue estratégico a sus propias fronteras o la intención de poner fin a costosas campañas militares en el exterior, tan solo han supuesto una salida desesperada a una tentación presente en suelo estadounidense desde hace ya demasiado tiempo. Las formas, los tuits incendiarios o las continuas y edulcoradas polémicas del todavía presidente de los Estados Unidos, tan solo han forman parte de una performance destinada a ocultar durante un tiempo determinado las propias miserias de un Imperio fuerte, pero en descomposición.

Donald Trump no ha aparecido de la nada en la política de los Estados Unidos, ni cuando se abandone el poder se llevará consigo a un rincón oscuro a los setenta millones de ciudadanos estadounidenses que han votado por él en medio de una pandemia que ha golpeado duramente a su país y que ha sido gestionada sin duda alguna de la peor de las formas posibles, siempre con nuestro permiso. Lo que algunos han dado en llamar Trumpismo, no es más que la factura de la desatada fiesta neoliberal, basada en una orgía de impunidad y crédito rápido para unos yuppies adictos a la adrenalina que otorga el saberse dueños y dioses de la estabilidad del sistema, garantes del pensamiento occidental y la economía especulativa a la que por desgracia se ha encadenado este. La evolución Ronald Reagan, Bush, Trump es tan lineal en el tiempo como la sufrida en nuestro caso por la Entente Cordiale de Aznar, Rajoy, Vox, siempre obviando las claras diferencias de guion entre una superpotencia y un país subordinado a esta y con escasa soberanía real tras sufrir el peso de la deuda eterna consagrado constitucionalmente de espaldas al pueblo. Durante décadas el capitalismo extremo, el idealismo social, la fractura de clase, el consumismo y la inmediatez del goce y el disfrute sin sentido más allá de su propia necesidad imperante para no perder el equilibrio en nuestro común descenso al infierno, han creado sociedades aletargadas políticamente e incapaces de discernir entre el marco general y la alienación presente en la anécdota y el detalle. Solo así se puede analizar la esperanza depositada en la victoria de los demócratas.

Solo así podemos explicarnos el bochornoso espectáculo de supuestos izquierdistas celebrando abiertamente el triunfo de Joe Biden, ese viejo verde, antiguo vicepresidente de la era Obama encargado de ejercer de tácito gobernador colonial en Ucrania, en donde tras estructurar una revolución reaccionaria ejecutada a sangre y fuego, se encargó de azuzar la guerra contra Rusia, exigir la puntual aplicación de las reglas de la austeridad y la privatización de cualquier resquicio público, para acto seguido organizar una gestión del país que abandonaba en manos de oligarcas, políticos corruptos y neonazis armados hasta los dientes el destino de todos aquellos ucranianos a los que había prometido libertad y prosperidad. Esa es la figura que a día de hoy muchos celebran en nuestro país analizando cada maldito voto en los suburbios de Nevada o el recuento en Pensilvania como si les fuese la vida en ello, los mismos personajes ficcionados que ignoran la realidad de cualquier de nuestros barrios y que solo se acercan a ellos para criminalizarlos con programas amarillistas destinados a dar una imagen grosera, deformada y criminalizada de la clase trabajadora de nuestro país o para intentar imponer sobre ellos la última patraña del activismo con sede en Washington. Y es que nos guste o no, las elecciones estadounidenses son hoy el fiel reflejo de las luchas de poder entre las élites que paso a paso están moldeando la entrada de siglo en la parte perdedora de todo este juego geopolítico en el que hace tiempo nos vemos inmersos. Una vieja fantasía en el que ya únicamente gustan mirarse aquellos que siguen pensando que hay algo que repartir en la trastienda de lo que antaño fue el sueño americano. Una mera ilusión para el pueblo, la putrefacción acelerada de la democracia burguesa.