Monseñor Tarancón, de «el pan nuestro» al «paredón»

Los sectores más involucionistas de la Iglesia española aliados con los sectores del gobierno refractarios a la apertura democrática se la tenían jurada.

Por María Torres

«Para quien tiene dinero abundante, y no son pocos los que en los últimos años se han enriquecido desaforadamente, no existen privaciones. Con dinero se puede adquirir hoy todo lo necesario para la vida e incluso muchísimas cosas superfluas. Pero esas alegrías de unos pocos no pueden apagar los clamores de la muchedumbre que sufre hambre y que vive en la miseria. También existen hoy entre nosotros muchos niños que piden pan y nadie se lo proporciona. Hay muchas familias que carecen de los alimentos más indispensables. Hay muchos padres que no pueden dar pan a sus hijos siempre que se lo piden. La mayor parte de los obreros tienen hambre de pan y carecen de muchas cosas necesarias»Vicente Enrique y Tarancón, Marzo 1950.

El 28 de noviembre de 1994 fallecía el cardenal Tarancón. El hombre que marcó un antes y después en la Iglesia española, se convirtió a los 38 años en el obispo más joven de España en la pequeña diócesis de Solsona por decisión de Pío XII y una pastoral de 1950 «El pan nuestro de cada día», desembocó en un escándalo en la España del estraperlo que le colocó en el punto de mira de la dictadura franquista y de los católicos integristas. 

La pastora molestó profundamente al régimen. En 1950 en España había hambre y racionamiento, y se continuaba ejecutando una represión institucionalizada. En la pastoral criticaba la violencia de los vencedores y  la corrupción de los jerarcas del nuevo régimen. «Después de la guerra, la guerra sigue», denunciaba Tarancón, que consiguió que en su diócesis hubiera menos hambre al dejar de especular con el precio del trigo, pero personalmente le supuso el estancamiento de su carrera eclesiástica durante catorce años. El cardenal cuenta en sus memorias al respecto: «No me lo perdonaron. Alguien le preguntó al nuncio Cicognani cómo yo seguía en Solsona después de 18 años, y el nuncio respondió: ‘Mira, hijo, hasta que los del Gobierno no digieran el pan…’».

Mediaron para sacarle de Solsona Juan XIII y su sucesor Pablo VI, pero Franco tenía derecho de veto por el concordato y no fue hasta 1964 nombrado arzobispo de Oviedo (1964-1969) más tarde cardenal primado de Toledo (1969-1971) y arzobispo de Madrid (1971-1983). Cuando en 1969 Pablo VI le impone el capelo cardenalicio, las autoridades políticas del régimen y el sector más reaccionario de la Iglesia no dudaron en mostrar su desagrado.

Los sectores más involucionistas de la Iglesia española aliados con los sectores del gobierno refractarios a la apertura democrática se la tenían jurada. En el funeral de Carrero Blanco, impartió la homilía a pesar de que la mayor parte del gobierno franquista no quería que oficiase el funeral.  Al finalizar el mismo tuvo que salir por la puerta trasera de San Francisco el Grande para evitar agresiones. Aún así fue insultado y zarandeado por un grupo de ultras que le esperaban al grito de «Tarancón al paredón».

Pero quizá el peor momento que vivió el Cardenal fue en 1974 por el «caso del obispo vasco Añoveros». Franco quería expulsar al obispo de la diócesis de Bilbao. El avión que debía trasladar a Añoveros al extranjero esperaba en el aeropuerto de Sondica. Mientras intentaba impedir que esto ocurriera, Tarancón redactó el decreto para excomulgar al presidente del Gobierno si se llegaba a ordenar la expulsión de Añoveros.

El miedo posterior del régimen y la mano derecha del Cardenal Tarancón llegaron a parar este despropósito, pero se iniciaron detenciones y sanciones contra sacerdotes por sus homilías o por su actividad política. Tarancón llegó a tener a veinte sacerdotes en las cárceles del Estado español.

«He vivido momentos difíciles, sobre todo durante los últimos cinco años del régimen anterior, porque los hombres del gobierno, que se creían católicos –y lo eran sinceramente pero no habían digerido el Concilio Vaticano II– miraban a la Iglesia con recelo y sin entender toda la renovación que  ésta había emprendido. Ello les llevó a hacerse beligerantes y a apoyar, sin  darse cuenta del daño que hacían, a una ultraderecha que se oponía a la reforma del Vaticano II.» 

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