Por Jesús Ausín | Ilustración de ElKoko
Acabábamos de aterrizar en Bucarest. Iba emocionado. Tras mi primer año de trabajo, ya había conseguido el sueño de visitar un país comunista. Quería ver de primera mano cómo la socialización de los medios de producción había creado un paraíso en el que todos los seres humanos eran iguales. Libres, sin miedo a un tirano represor y con una economía común en la que todo el mundo podía disfrutar de lo que es de todos.
Al cruzar la frontera, en el aeropuerto, el guardia que verificaba mi pasaporte se me quedó mirando fijamente. Yo le decía “no problem”, “Yo también comunista”. Pero el hombre cada vez miraba peor y entonces empecé a temer que, a pesar de tener visado, tal vez no me dejaran entrar en el país. El policía señaló el bolsillo de mi camisa. Dentro había un mechero Clipper recargable. Lo saqué, se lo enseñé y me dijo por señas que se lo entregara. Empezó a revisarlo como si se tratase de un armamento peligroso. Le dije, “¿Te gusta?” Pues te lo regalo. Inmediatamente, el guardia selló mi pasaporte y me dio acceso.
Tardé un tiempo en enterarme de la estrategia de la guía. Porque empezó a mosquearme que cada vez que nos decía que mirásemos a la izquierda (o a la derecha), allí no había nada que ver. No entendía que es lo que estaba pasando. Así que tomé la determinación de que, la siguiente vez que nos conminara a mirar hacia uno de los lados del microbús en el que viajábamos, yo miraría hacia el lado contrario. Y la siguiente. Y así descubrí que eran maniobras de distracción para que no viéramos las colas que se montaban ante las panaderías y tiendas de alimentación. Por la noche, mientras los cinco viajeros de aquella dispar excursión, pasábamos el rato en una de las habitaciones, llamaron a la puerta. Era la guía. Nos había estado estudiando durante dos días. Al final había decido contarnos que, no es que nadie le hubiera obligado a comportarse así, sino que, sabía por compañeros, que en algunos de los viajes, el régimen de Ceaceascu infiltraba a un funcionario como turista y si no le gustaba como explicaban las cosas o si no refutaban cualquier afirmación en contra del régimen, el guía era encarcelando, sancionando o acababan quitándoles parte de la ración alimentaria y de los derechos especiales que el régimen otorgaba, según la gravedad del supuesto delito. Y ella, por miedo, había decidido que lo mejor, para no soportar preguntas incómodas era intentar que los turistas no se dieran cuenta de nada. Todos la creímos. Más que nada porque antes de empezar a hablar, nos pidió a todos que nos acercásemos y subió el volumen de la televisión a tope.
Dos días más tarde, ya con la confianza plena en que todos éramos turistas de verdad, sentados alrededor de una mesa en un lúgubre bar, donde la penumbra y el humo recordaban cualquier escena de una de las películas de espías, nos empezó a contar cosas de su vida cotidiana, de su familia, de lo que hacía cuando no había turistas. Cuando preguntamos si tenían miedo, se llevó el dedo índice a la boca y nos señaló con la otra mano por debajo de la mesa. Nuevamente el temor a que hubiera micrófonos ocultos acabó con la conversación bruscamente.
La vida sin embargo trascurría normalmente para los ciudadanos rumanos. En una salida no autorizada acompañando a un ciudadano rumano (primo del conductor del microbús que nos llevaba a todas partes), y que le costó una monumental broca de la guía a la vuelta, pude coger un autobús como un nativo más y observar la vida cotidiana fuera de los circuitos turísticos. Nos metimos en medio de una boda celebrada en una gran iglesia ortodoxa. Pudimos contemplar gentes que paseaban por un parque agarrados de la mano. Personas que disfrutaban con sus hijos del sol de septiembre en un parque infantil. Otros que alimentaban a las ocas en el mismo parque. Músicos que tocaban violines como los ángeles. Incluso una discusión de novios. En ese momento, ninguno de ellos parecía tener miedo. Y supongo que muchos de ellos, ni siquiera eran conscientes de la hijoputez de un régimen capaz de encarcelar a un ciudadano por llevar un turista a visitar clandestinamente la vida normal de sus habitantes.
El régimen no era peligroso para los ciudadanos de bien. Por supuesto que lo que Ceaceascu entendía por “personas de bien” no eran del mismo tipo de individuos a los que yo daría tal calificativo aunque es posible que, en otras circunstancias, Franco le habría entregado su confianza. El régimen rumano, tampoco era peligroso para los turistas. Aunque si por error, te ponías a miccionar en medio del campo, detrás de una gasolinera, porque no habías entendido que el baño era la segunda puerta a la derecha, podías acabar en una mazmorra lúgubre de una cárcel rumana. Salvo que tuvieras la suerte de que el conductor del microbús llevara veinte cartones de tabaco para sobornar a los policías, porque con los tres habituales no había manera de parar aquello.
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Miedo
Vivimos en un régimen subyugador. Cuando los poderes del estado funcionan al unisono en contra de la libertad y de las personas, cuando un pensamiento político, una acción incruenta, pacífica y reivindicativa, una canción que denuncia los males de las instituciones o unas palabras escritas con tu opinión pueden llevarte a la cárcel, por muchas elecciones que haya, por mucha democracia repetida desde las bocas del régimen, por mucha apariencia de tolerancia que haya, un estado que así se comporta es ciertamente intolerante.
Los sucesos que venimos soportando: detenciones de raperos, twitteros, artistas de la farándula, retirada de obras de arte, secuestros de libros como el de Fariña, donde se cuenta algo ya juzgado y sentenciado, denuncias de huelguistas sobre interrogatorios de las fuerzas armadas en las que se pregunta sobre la adhesión a una huelga y su afiliación sindical, detenciones de políticos con argumentos que no se sostienen penalmente en ningún sitio (de ahí que las órdenes de detención no se hagan extensivas al ámbito internacional), no son sino pruebas que evidencia que este es un viaje del estado hacia el totalitarismo.
En realidad, el estado totalitario no tiene porqué ser fascista, entendido como fascismo el totalitarismo nacionalista. Pero en el caso de España, se está dando la circunstancia que quiénes se comportan como verdaderos cafres contra las libertades y derechos de los españoles basan sus actuaciones en la defensa de la unidad nacional. Aunque es más bien una excusa populista. Algo que sirve para que el populacho enfervorecido acepte sus teorías. En realidad tanto PSOE, como PP así como los de la derecha extrema de Rivera, lo único que pretenden es conservar el status quo. Unos, PP y PSOE porque llevan años viviendo de un sistema que de acabarse, podrían acabar con sus más ilustres personajes entre rejas y los otros, los naranjas, porque toda en esta vorágine despótica se mueven como pez en el agua. Ya han demostrado que sus reacciones ante los comentarios desfavorables en twitter es la del bloqueo y que son partidarios de restringir el uso de las redes sociales y de la libertad de expresión. Lo que viene siendo una teología netamente fascista.
Dan igual los informes de Amnistía internacional avisando sobre ese viaje al despotismo. Dan igual los titulares de los cientos de periódicos extranjeros, desde The New York Times a Le Monde, advirtiendo de lo mismo, porque aquí, el problema que tenemos es el mismo que tenían los resistentes al nazismo en la Alemania de Hitler y que viene a resumirse en el famoso poema de Martin Niemöller. Aquí la gente normal, la que pasea por las calles, la que juega con sus hijos en los parques al sol de septiembre, los que disfrutan de una mano y un beso de su pareja en un atardecer del mes de mayo, siguen creyendo que esto es una exageración, que los que lo contamos somos extremistas y, sobre todo, que a ellos no les va a pasar.
Aquí, si defiendes el derecho a decidir, eres independentista. Si reclamas que se cumpla la ley y que los presos de ETA regresen a prisiones cercanas que no castiguen a sus familias, eres proetarra. Si defiendes que cualquiera pueda expresarse libremente ya sea a través de una fotografía, un cuadro, una imagen, una viñeta, un artículo, un libro, entonces eres un antisistema peligroso. Y da igual si la canción, el cuadro, la imagen, el libro te parece una absoluta mierda pinchada en un palo, porque si defiendes que su autor debe tener libertad de creación, entonces eres como él. Si cuentas en un libro la relación entre un exalcalde y el narcotráfico (habiendo una sentencia que así lo dictamina) te secuestran el libro. Si conviertes en canción los pensamientos del pueblo sobre puteros y cocainómanos, entonces, acabas en la cárcel. Pero puedes amenazar con disparar una escopeta contra Íñigo Errejón o decir que vas a convertir en abono para las cunetas a todos los de Podemos sin que te pase absolutamente nada. Para eso está la patente de corso de los “Hombres de bien”.
Como en el poema de Niemöller, el ciudadano de a pie se cree a salvo de toda esta milonga de comunistas y antisistemas. Ellos no se paran a pensar que el delito contra la libertad religiosa, lo va a juzgar un juez católico, muy posiblemente creyente que va a sentirse agredido por cualquier cosa que vaya contra sus creencias y sus rituales religiosos. Y le va a dar igual si el acusado tenía intención o no de mofarse de ello. Ponía el otro día un ejemplo Joaquin Urias que explica muy bien esto. Para un musulmán el Corán es lo más sagrado. Si yo tengo un Corán en casa y lo utilizo para calzar una mesa que está coja, estaré ofendiendo a los musulmanes gravemente. En Arabia Saudí, me llevaría a la horca. Sin embargo, cualquier juez en España sobreseería cualquier denuncia porque estoy en el ámbito privado y no tengo ánimo de ofensa (y cualquier lector está ahora pensando que lo contrario sería una aberración). Aunque, a un muchacho que se le ocurrió fundir su cara con la de la imagen de un Cristo, le han caído 450 euros de multa. Y es exactamente lo mismo.
La libertad de expresión y de creación es fundamental porque siempre va a haber alguien que va a sentirse ofendido por lo que otro hace. ¡Siempre!
Porque, en realidad, cuando se cercena la misma, como aquí se está haciendo, lo que se quiere es acallar discrepancias y meter miedo a la población para poder seguir preservando el sistema. El miedo hace que te autocensures. El miedo, a la ley mordaza por ejemplo, ha deshabilitado las protestas. Hoy pocos se pueden permitir los 1500 euros de multa que te pueden caer sin motivo aparente. Hoy, gracias a la legislación fascista que este partido carcomido por la corrupción ha instaurado, ya no es el juez el que decide. Y aunque para el mediocre que solo se preocupa por si ha ganado el Madrid, si no eres culpable, nada tienes que temer, lo cierto es que cuando no hay separación de poderes, cuando la policía no tiene control judicial, cuando el que gobierna está pleno de soberbia, pasan las cosas que pasaron en la Argentina de Videla, en el Chile de Pinochet o en la España de Franco. Aquí y ahora aún no hemos llegado a ese extremo. Aunque al paso que vamos, ya han conseguido que el miedo se haya metido en el cuerpo de la mayor parte de los activistas, todo es posible. Hoy son Junqueras, Ana Gabriel, Los Jordis, Puigdemont, Dolors, Meritxell, … pero mañana podemos ser cualquiera.
El miedo es libre pero la calle es grande y debiera estar llena de gente todos los días. Cuando los yayos se han manifestado porque están empezando a temer quedarse sin pensión, en la calle Génova se ha diagnosticado una epidemia de diarrea. Cuando tomábamos las calles con las Marchas de la Dignidad, Rodea el Congreso o el 15M, se pusieron tan nerviosos que empezaron a sacar toda su artillería legislativa.
La calle es la forma de demostrar que el miedo cambia de bando. La calle es la única manera de cambio.
Salud, concienciación, república y más escuelas.
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