Por Rosa María García Alcón / La Comuna de Presxs y Represaliadxs del franquismo / Colectivo LoQueSomos.
Cuando estaba en el instituto, en los años 70, el profesor de Literatura nos pidió una redacción en la que debíamos contar cómo creíamos que sería el mundo en el que viviríamos pasados 20 años. La mayoría imaginábamos que disfrutaríamos de un mundo mejor, con libertad y democracia, esas palabras prohibidas que tanto añorábamos y que parecía, por entonces, que nunca las íbamos a conocer. El dictador estaba muy enfermo, pero su régimen mantenía toda la fuerza represiva intacta con la que se hizo con el poder y se mantuvo durante tantos años.
El profesor, un señor mayor con el bigotito típico como seña de identidad de los “carpetovetónicos” , como les llamaban en la revista Hermano Lobo, se quedó sorprendido al leerlas. Oh! ¿Cómo es posible que diéramos a entender que no había libertad y democracia en España? ¿Acaso no podíamos salir de casa libremente? ¿Acaso no podíamos ir a las discotecas y los cines? ¿Acaso no veíamos los bares llenos de gente vociferante y alegre? ¿No era eso libertad? Y democracia también teníamos, orgánica eso sí, pero democracia, y mucho mejor que las otras (sic).
Como buenos adolescentes protestamos con pasión: pero si están prohibidos muchos libros y se censuran las películas. Pero si se cierran periódicos y revistas por lo que publican. Pero si no se puede hablar de Miguel Hernández, Federico García Lorca o Antonio Machado, que ni siquiera nos dejaron poner su nombre al instituto. Pero si no podemos oír las canciones que nos gustan, ni podemos manifestarnos. Pero si la policía te puede detener cuando quiera y llevarte a los calabozos de la Dirección General de Seguridad, terrible y conocido lugar de torturas. Pero si no podemos estar chicos y chicas juntos sin que nos critiquen, nos vigilen o nos multen. Pero si… El profesor dio un golpe en la mesa y nos mandó callar. Como alegoría de lo que es la historia y el devenir de España no podía ser más exacta: En cuanto hay protestas y se les pone mínimamente en la picota a las élites de este país, dan el golpe y se acaba la fiesta.
Por cosas del destino lo de orgánica se me quedó asociado a esa basura reciclable que resultaron ser las Cortes franquistas. Tenía razón mi profesor, era una democracia orgánica, pues se reciclaron en demócratas de toda la vida en cuanto tuvieron oportunidad, sin ningún problema.
Me ha venido a la memoria aquella clase de adolescentes entusiastas que deseaban conocer algo mejor de lo que estaban viviendo: los estertores de un dictador sanguinario, responsable de tantas muertes, años de prisión, expolios, exilios, torturas, robos de bebés, hambre y sufrimientos que aún no han sido totalmente relatados ni cuantificados ni, mucho menos, juzgados y reparados.
Mi generación no conoció la guerra ni la postguerra pero las huellas de aquellas barbaridades que sufrieron estaban todavía muy vivas. En algunas casas ni siquiera se hablaba de ello, pero en otras, como la mía, sí se hacía. Mi madre nos contaba los horrores de los bombardeos en Madrid, el miedo al oír las sirenas y bajar las escaleras a toda prisa para llegar a los refugios. Los Junkers de Legión Cóndor nazi y los cazas italianos bombardearon Madrid incesantemente durante toda la guerra. El horror de los muertos y los edificios destruidos y el hambre, sobre todo el hambre, se le quedó grabado a mi madre para siempre y nos lo echaba en cara cada vez que dejábamos sobras en el plato o despreciábamos el pan. El pan para ella era sagrado, aún recordaba el mal sabor de los “chuscos” de pan negro y los años que pasaron con las cartillas de racionamiento y las frituras de mondas de patata. Nos contaba que echaron a mi abuelo de la Guardia Civil, que en Madrid permaneció leal al gobierno republicano, por tener un hijo “rojo”, y que tuvieron que ponerse a trabajar los hijos aún casi niños, “picando piedra”, para salir adelante. Y cómo mi abuela iba andando desde Fuencarral hasta Cuatro Caminos (8 km), con la carga sobre la cabeza, para vender en el estraperlo (mercado negro), lo poco que podía conseguir en las huertas de Alcobendas o Fuencarral. Y las veces que la vieron venir llorando porque los guardias le habían quitado todo y llegaba con las manos vacías. Mi madre cosía ropa para los militares en Intendencia y les vigilaban los bolsos a la salida por si se llevaban algo, ¿qué algo?. La miseria solo produce miserables.
También nos hablaba de su hermano mayor, un republicano que vivía en La Coruña y que, al estar en zona franquista, tras el golpe de estado, fue movilizado hacia el frente de Asturias y allí pudo escapar a la zona republicana en cuanto pudo. Fue detenido tras la guerra y pasó 16 años en las cárceles, varios con pena de muerte. Nos contaba incluso las torturas a las que había sido sometido como que le metían estacas de madera entre las uñas y la carne y le daban golpes… una brutalidad de la Inquisición que heredó, sobre todo, la Guardia Civil y que siguió ejerciendo. Con posterioridad, la CIA fue instruyendo a los cuerpos represivos, en particular a la policía política de la Brigada Político Social, en otros métodos más “modernos” como las corrientes eléctricas, la falta de sueño, la pérdida de consciencia, la tortura psicológica, etc… recopilados por los nazis de la Gestapo y puestos al servicio de la nueva superpotencia, EEUU, surgida tras la II Guerra Mundial. Cuentan que Antonio Juan Creix, uno de los torturadores más odiados de Barcelona, protestaba ante esos métodos “modernos” de los yanquis diciendo: “dónde estén los palos, que se quiten esas tonterías”. Y tenía razón, qué les iban a enseñar los yanquis a los torturadores de este país donde la Inquisición estuvo ejerciendo todo tipo de excesos y torturas durante más de cuatro siglos y los policías y cuerpos represivos siguieron utilizando sin ninguna traba desde siempre.
Mi padre nos contaba su niñez en plena guerra en Bilbao y los bombardeos masivos de la Legión Cóndor. Conocía el nombre de los aviones: los terribles Stuka, los Jenkers o los aviones de reconocimiento. Contaba cómo una vez se estrelló uno de esos aviones en el monte Artxanda, cercano a Bilbao, y la gente subió corriendo para apresar a los pilotos. No sobrevivieron, el odio y la rabia de quienes sufrían los bombardeos continuos hizo que no tuvieran oportunidad. No la merecían. Sembraban de muerte y horror cada día, cada noche, a la población civil de la España republicana.
Los niños y adolescentes bilbaínos subían a los montes cercanos a recoger proyectiles, balas, granadas, bombas que no hubieran estallado y cualquier material que pudiera servir para pasárselo al ejército republicano que defendía la ciudad y que estaba escaso de municiones y de todo. En una de esas subidas, a unos niños que habían recogido una bomba que creyeron segura, les explotó y murieron al instante. Mi padre, que estaba cerca y tenía por entonces 11 o 12 años, salió corriendo y no paró hasta llegar a su casa donde estuvo “enfermo”, nos decía, más de una semana. Pocas veces contó este episodio, pero era tan real su recuerdo que nos traspasaba su sufrimiento.
Tras los bombardeos y la entrada de los fascistas en la ciudad comenzó el terror. A pesar de su corta edad, quiso escapar en alguno de los barcos que salían del puerto, a cualquier parte, fuera de este país que sabía se vería sumido en la negritud de lo peor de la historia. No fue posible. Lo intentó años después a través de los montes, y tampoco hubo suerte. Siguió soñando con escapar de la dictadura todos los años que duró –y fueron muchos–, más de treinta y nueve, para ser exactos.
Pocos meses después de la caída de Bilbao, entraron las tropas italianas en Cantabria que, contra todo pronóstico y, a pesar de la actividad violenta de la derecha falangista que culminó con el asesinato de Luciano Malumbres, director del periódico La Región, muy poco antes del golpe de estado fascista, Cantabria quedó en manos de la legitimidad republicana, gracias a la valiente y decidida acción de los obreros que impidieron que el coronel García Argüelles se uniera a los facciosos. Mi abuelo paterno vivía en Santander, donde era conocido como periodista y escritor con el nombre de Iván de Tarfe. Allí fue detenido y, como tantos otros, llevado a la plaza de toros de donde nunca volvió a salir. A día de hoy, seguimos sin conocer su paradero.
Lo que vino después de la guerra fue la dictadura franquista, una etapa llena de terror, hambre, ignorancia, miseria, emigración, cárcel y persecuciones. Un pueblo asustado, ignorante y sin perspectivas es más fácil de dominar. Y ese es el franquismo sociológico que tanto nos recuerdan ahora.
En las últimas décadas del franquismo, particularmente a partir de los Planes de Desarrollo de los ministros del Opus Dei, se intentó vender una imagen de dictadura más suave (dictablanda) y particularmente interesado en vender esa falacia fue Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo desde 1962 a 1969. No lo tuvo fácil, porque justo en 1962 se produjo una de las mayores huelgas de la minería en Asturias, la Huelgona, con gran eco internacional y nacional, extendiéndose primero a Euskadi y luego a toda España, siendo declarado el estado de excepción durante varios meses. Igualmente, en 1963 fueron asesinados Julián Grimau, Joaquín Delgado y Francisco Granado y se puso en marcha el Tribunal de Orden Público. Poca dictablanda, desde luego.
Los derechos democráticos estaban totalmente prohibidos y perseguidos y los militantes de las organizaciones antifranquistas, obligadamente clandestinas, eran acosados con saña por la policía política del régimen y por el resto de las fuerzas represivas. Una tupida red de chivatos servía como apoyo a esta represión sistemática que no cesó en ningún momento, e incluso se agudizó a partir de finales de los años sesenta y los setenta, particularmente a partir de 1973: Franco se moría, Carrero había volado, la crisis económica tiraba por tierra la falsa ilusión del “desarrollismo español”, que en realidad estaba asentado en los bajos salarios, las divisas de los emigrantes, el turismo y la inversión externa. La situación política y social se fue agudizando por el ansía de acabar con el franquismo y por el miedo de quienes lo habían sostenido que temían ver mermados, mínimamente, sus privilegios.
La situación social y política que se vivía y mis raíces familiares hicieron que me decidiera a involucrarme en la lucha contra la dictadura franquista participando en la primera huelga de la enseñanza secundaria, primero y organizándome después en la Federación Universitaria Democrática de España (FUDE), que pertenecía al FRAP. Esa lucha acarreaba duras consecuencias que no teníamos más remedio que asumir: detenciones, torturas, cárcel, despidos, expulsiones de los centros de estudios, persecución continuada… incluso perder la vida. Muchas personas en este país sufrieron alguna de estas consecuencias por el hecho de querer disfrutar de una democracia y, al igual que mi familia, yo fui una de ellas. Me tocó un tiempo difícil, como a tantas otras generaciones, con el asesinato de Puig Antich, en 1974, y los fusilamientos del 27 de septiembre de cinco jóvenes antifranquistas: Xosé Humberto Baena Alonso, José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz, Ángel Otaegui, Juan Paredes Manot, que nos marcaron para siempre. Otras muchas personas perdieron la vida a manos de las fuerzas represivas o de los grupos parapoliciales de extrema derecha y de las cloacas del poder que emergieron en la transición.
En la actualidad no solo peleamos contra la desmemoria y el interés de olvidar los terribles hechos que sucedieron durante la guerra, la postguerra, la dictadura y la transición, sino que queremos conseguir que haya verdad, justicia y reparación porque solo así, conociendo nuestro pasado, rescatando del olvido a quienes tuvieron valor de enfrentarse a un enemigo mucho más brutal y mejor armado; a quienes siguieron haciéndolo en la más dura clandestinidad contra una sanguinaria dictadura que nunca dejó de asesinar; a quienes hartos de esperar salieron a las calles a reivindicar los derechos universales que nos asisten en tanto seres humanos… podremos asegurar una democracia de calidad. Se lo debemos a todas esas personas que lucharon.
La pequeña memoria de mi familia está dentro de la Memoria de este pueblo y luchar contra la desmemoria que deja en suspenso el valor y la fuerza de todo un pueblo es un deber para cualquier demócrata aquí y en cualquier otro lugar del mundo.
¡Por la verdad, la justicia y la reparación!
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