Por Estefanía Alonso / fotógrafa. Nieta de Nahir
«Camposancos, un lugar cuyo nombre, en Asturias y en Galicia, se pronunciaba con horror» J.A. Cabezas, 1938.
A las 14.30 horas del mediodía del 27 de julio de 1936, los fascistas entraron en A Guarda bajo las órdenes de Salvador Buhigas Novo, Teniente de Carabineros, después de ametrallar desde un camión a la resistencia republicana de la zona en la curva da Moura, bajo la promesa de que si entregaban las armas solo serían detenidos.
Años atrás, en 1875, los jesuitas llegan a Camposancos, en A Guarda, al sur de Pontevedra, donde instauran el Colegio Santiago Apóstol y un Seminario, utilizado también como Escuela Politécnica y de estudios superiores. Este será el germen de la Universidad de Deusto y de la Universidad Pontificia de Comillas. El colegio vivió su máximo esplendor con una cantidad importante de alumnos, entre los que destacaron Luis Arana, Manuel Portela Valladares (presidente del Consejo de Ministros durante la Segunda República) y Antonio Losada Diéguez.
En la segunda década del siglo XX el colegio es trasladado a Vigo y ceden las instalaciones al Colegio de Campolide de Lisboa, unos años antes la Orden de los Jesuitas había sido expulsada de Portugal tras la proclamación de la Primera República Portuguesa. Los jesuitas del país vecino habitaron las instalaciones hasta que en enero de 1932 Niceto Alcalá-Zamora (presidente de la Segunda República) y su Gobierno decretan en el artículo 26 de la Constitución que «quedan disueltas aquellas órdenes religiosas que estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes». A partir de este momento las instalaciones quedan abandonadas a merced de robos y saqueos.
Con el triunfo de las tropas sublevadas el gobierno franquista devuelve las pertenencias requisadas por la República a la Iglesia, entre ellas el Colegio de Camposancos que inmediatamente es requisado de nuevo para encarcelar a republicanos que habían sido detenidos y albergar tropas franquistas.
En cuanto la Inspección de Campos de Concentración dio el visto bueno al lugar, comenzaron a llegar los primeros presos y presas en julio de 1937, procedentes del Frente del Norte que ya había caído. Desde el puerto de Ribadeo (Lugo) los trasladaron en un barco llamado Aritzatxu hasta Bayona (Pontevedra), donde fueron hacinados en camiones hasta llegar al Campo de Concentración de Camposancos que estaba habilitado para poco más de ochocientas personas. Esta primera remesa estaba formada en torno a unos tres mil hombres, trescientas mujeres, niñas y niños.
Eran recibidos por unos muros altos de piedra y por los falangistas, encargados de la defensa del campo. Entraban a través de una puerta lateral y eran agrupados en el patio grande donde los desnudaban para cachearlos (patio 1). Dormían hacinados en el suelo de los barracones entre golpes, patadas, palizas, amenazas y paseos nocturnos para encontrase con las metralletas de los soldados franquistas. La comida era medianamente buena, dicen, desayunaban un poco de leche y lentejas o arroz para comer, aun así, siete u ocho cada semana morían de hambre o de pena. Había sarna, garrapatas, piojos…
Ante el gran número de presos, el gobierno de Franco decide trasladar en mayo de 1937 al tribunal Permanente Número 1 de Gijón hasta el campo, para llevar a cabo Consejos de Guerra Sumarísimos y de urgencia, en el lugar que años atrás había sido el salón de actos del Colegio. Cada Consejo de Guerra duraba media hora e impartía la justicia del terror a grupos de hasta veinte presos con la presencia de un fiscal, un defensor, que evidentemente no cumplía su función; y algunos vecinos y vecinas que podían asistir al atroz espectáculo pagando diez céntimos. De estos consejos de guerra salían penas de muerte y cadenas perpetuas, en el mejor de los casos. Podían realizarse hasta cuatro consejos diarios. Este Consejo Militar estuvo desplazado en el campo durante cuatro meses en el verano de 1938, alrededor de trescientos presos fueron ejecutados en los fusilamientos colectivos del 2 y el 20 de julio.
Eran temidos los paseos nocturnos hasta la cruz de la Sangriña, al lado del cementerio, donde los guardias civiles cumplían las condenas a muerte con sus ametralladoras. El ruido desgarrador de los fusilamientos resonaba en toda la zona. Y de ahí, los trasladaban en una furgoneta con serrín a una fosa común fuera del cementerio. Una fosa común donde además de zarzas y maleza siempre había flores que dejaban los vecinos y vecinas que se arriesgaban para honrar a los fusilados, gente que años más tarde colocó una pancarta para señalizar la fosa donde se leía:
«A memoria dos que 56 homes que moran nesta fosa común, eiqui non enterraron soio cadavres, enterraron sementes que hoxe florecen. Por favor, respetade este lugar».
(«En memoria de los 56 hombres que habitan en esta fosa común, aquí no se enterraron sólo cadáveres, se enterraron semillas que hoy florecen. Por favor, respetad este lugar»).
Las personas que pasaron por este campo siempre recuerdan la ayuda de los vecinos y vecinas de Camposancos, entre ellos mi abuela, que siempre nos contaba cómo iba con las chicas más mayores y veía a los presos que se acercaban a las ventanas. Les lavaban la ropa y les daban la poca comida que podían, especialmente mendrugos de pan.
Durante estos años, el Colegio retomó su actividad docente. Mientras los presos estaban en condiciones infrahumanas, la parte del colegio seguía funcionando con los alumnos. Las misas eran comunes, los alumnos en un patio y los presos y presas en el otro, pero como acto de rebeldía contra la Iglesia, se colocaban dando la espalda al cura que la oficiase. En 1939 el campo de concentración, por donde pasaron más de 5.000 prisioneros, cesó como tal para albergar una prisión que cierra sus puertas definitivamente en 1941, mientras que el colegio jesuita siguió formando alumnos hasta 1959, año en el que las instalaciones cerraron definitivamente.
Hoy en día estos muros que escondían lo peor del ser humano bajo la brutalidad impune del régimen de Franco se caen, la maleza ocupa el espacio y el olvido acecha. Y no existe ninguna placa que explique lo que pasó entre sus muros.
Pero recordad: «Vencerán, pero no convencerán».
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