Literatura | Beatriz Bernal, autora de un libro de caballerías

Por Carlos César Álvarez

Las novelas de caballerías alcanzaron gran popularidad durante el siglo XVI. Fueron apreciadas por todas las clases sociales, desde los campesinos hasta los nobles, y el mismo emperador Carlos V era aficionado a ellas. Todas tienen como protagonista a un caballero andante que recorre un mundo más imaginario que real llevando a cabo grandes hazañas, generalmente plagadas de sucesos mágicos o milagrosos.

La fantasía desbordante que caracterizaba a este género no era del agrado de las autoridades religiosas de la época, que condenaron este tipo de libros aunque solo consiguieron su prohibición en las colonias de América.

Había sin embargo otro tipo de censura más sutil: una parte importante de la población era analfabeta, por lo que no tenía acceso -para alivio de los clérigos- a la lectura de  libros tenidos por perniciosos. Dentro de esa población analfabeta se encontraba la mayor parte de las mujeres. Se consideraba inadecuado que ellas supieran leer y escribir, ya que implicaba poner a su alcance algunos contenidos inapropiados. El célebre padre Astete no veía mal que una mujer aprendiese a leer, a condición de hacerlo en casa y que su maestro fuese el padre, la madre, un hermano o una mujer anciana. Solo debía leer libros “buenos”, que “la inflamen en el amor de la castidad y de todas las virtudes”. En cambio no le veía sentido a que aprendiesen a escribir ya que era inverosímil que fueran a ganarse la vida con la pluma. En el siglo XXI sigue siendo inverosímil, tanto para mujeres como para hombres, ganarse la vida escribiendo.

Lógicamente, las novelas de caballerías, repletas de “locuras y desatinos”, no se encontraban entre los libros “buenos” del padre Astete, que se horrorizaba al pensar que pudieran enseñar a una inocente doncella “lo que ha de hablar y responder” a los hombres. Los peligros morales de obras que contenían escenas de “amor carnal” fueron advertidos, entre otros, por Fray Francisco Ortiz, que consideraba que tales lecturas despertaban “apetitos de liviandad” en mancebos y doncellas y los incitaba a “experimentar por obra lo que por palabra leen”.

En el caldo de cultivo que acabamos de describir sorprende que en 1545 saliese de la imprenta de Juan de Villaquirán en Valladolid, la “Historia de los invictos y magnánimos caballeros don Cristalián de España, príncipe de Trapisonda, y del infante Luzescanio su hermano, hijos del famosísimo emperador Lindedel de Trapisonda”, novela escrita por una mujer, doña Beatriz Bernal.

En la primera edición no figuraba el nombre de la autora, aunque en la portada podía leerse que la obra fue “corregida y enmendada de los antiguos originales por una señora natural de la noble y muy leal villa de Valladolid”. Bernal decidió utilizar un recurso muy habitual en las novelas de caballerías, como era el de atribuir la autoría a otra persona. Incluso Cervantes utilizó esta estratagema en el Quijote con Cidi Hamete Benengeli. Tratándose de una mujer en el contexto social antes descrito el recurso era casi obligado. En el prólogo de Don Cristalián se dice que el original fue encontrado un Viernes Santo, poco antes de amanecer, mientras doña Beatriz recorría el Via Crucis en compañía de otras damas, en una iglesia en la que había un sepulcro muy antiguo en cuyo interior se hallaba un muerto embalsamado. Allí, a los pies del difunto, estaba el polvoriento manuscrito. Doña Beatriz, sin darse cuenta del sacrilegio que estaba cometiendo al profanar una tumba, lo recogió y lo llevó a su casa. Al abrirlo vio que estaba escrito en “nuestro común lenguaje”, pero con una letra tan antigua que no parecía ni española, ni arábiga, ni griega. Demasiado misterioso y romántico para ser cierto.

De la vida de Beatriz Bernal no sabemos gran cosa. Donatella Gagliardi, en su tesis doctoral sobre la autora y su obra, llega a la conclusión de que nació en Valladolid entre 1501 y 1504 y se casó con el escribano Cristóbal de Luzón, del que enviudó en fecha anterior a 1528. Hacia 1533 volvió a casarse con el bachiller Juan Torres de Gatos, con el que tuvo una hija, Juana, que, como veremos, será decisiva en el conocimiento que hoy tenemos de doña Beatriz. Sabemos que en 1536 su segundo esposo ya había fallecido. La muerte de Beatriz Bernal debió producirse entre 1562, fecha de su testamento, y 1584.

En dicho año de 1584 Juana de Gatos solicitó el permiso real para reimprimir la novela Don Cristalián, alegando razones de necesidad económica. Si en la primera edición no aparecía el nombre de la autora, en el privilegio de impresión de la segunda consta que Beatriz Bernal, a la que se da como difunta, ha compuesto el libro Don Cristalián de España. Por razones desconocidas el libro tardaría aún tres años en reeditarse, pues lo haría en 1587, aunque este plazo es menor que los ocho años que había tardado en ver la luz la primera edición, terminada de escribir en 1537. Cabe mencionar que Don Cristalián tuvo dos ediciones en Italia, de traductor anónimo, ambas a cargo de editores venecianos, la primera en 1558 y la segunda en 1609.

Juana de Gatos murió en 1588 y entre los bienes que dejó se encontraba una biblioteca compuesta por unos sesenta libros, un número importante para un particular de la época, pero insólito tratándose de una mujer. En la tesis de Gagliardi ya citada se incluye la relación completa, en la que junto a las típicas obras religiosas no faltan otras como la Celestina, la Araucana o clásicos de Petrarca, Juvenal y Persio. Es más que probable que Juana heredase de su madre una buena parte de esa biblioteca.

Don Cristalián de España tenía unos trescientos folios, equivalentes a mil páginas de un libro actual, estructurados en cuatro partes, como era habitual en las novelas de caballerías. Narra las aventuras del protagonista y su hermano contra dragones, gigantes y demás enemigos típicos de las obras de este género.

Se ha dicho que Don Cristalián da una visión diferente del universo, típicamente masculino, de la caballería andante, en el que suelen presentarse dos mundos separados, el de los hombres, siempre en busca de hazañas, y el de las mujeres, en actitud pasiva y amorosa. En cambio Bernal otorga a las damas un papel tan protagonista como el de los caballeros.

En la obra aparecen unos setenta personajes femeninos, además de numerosos figurantes, y no hay un solo capítulo en el que no aparezca al menos uno. En muchos casos se trata de figuras femeninas arquetípicas que reflejan los condicionantes a los que estaba sometida la mujer de la época, pero hay también otras que escapan por completo a esos estereotipos.

Uno de los personajes principales de la novela es Minerva, hija del rey pagano Rabdineldo de Alaponte, la cual decide vestirse de caballero y salir a recorrer el mundo en busca de aventuras. A diferencia de otras damas travestidas no se viste de hombre para seguir a su amante sino que lo hace para tener más libertad. Ejerciendo de forma plenamente consciente su papel de caballero andante, Minerva pretende rescatar a la doncella Penamundi, que a su vez es la amada de Don Cristalián, lo que provoca un duelo entre ambos. Por primera vez Minerva es derrotada y se ve obligada a revelar a Cristalián su verdadero sexo. Desde ese instante los dos se hacen grandes amigos, pero sin llegar a una relación amorosa. Serán compañeros en muchas aventuras y Minerva ejercerá de celestina e intercederá por su amigo ante Penamundi. En un capítulo anterior, otra dama llamada Duante, creyéndola un caballero, le confiesa su amor. Minerva, temiendo ser descubierta, le sigue la corriente, toma sus manos y las besa. El aire lésbico de esta escena sin duda pasó desapercibido para los censores de aquella época. Una vez deshecho el malentendido, las dos mujeres llegan a ser buenas amigas. Al final de la novela, Minerva se convertirá al cristianismo y capitaneará el ejército que derrotará a los moros.

Otros personajes notables son mujeres que renuncian a contraer matrimonio, el principal objetivo de cualquier doncella de la época. La encantadora Membrina era tan lista que “Fue tanto el su saber que jamás quiso tomar marido, porque nadie tuviesse mando ni señorío sobre ella”. Otro tanto sucede con Danalia: “El padre d’este príncipe avia una hermana donzella, cuyo nombre era la infanta Danalia. Esta es muy gran sabia en las artes y por ser tan sabia nunca se quiso casar”. Otras damas, como la reina Merodiana y la infanta Amplamira, se casan, pero con el hombre que ellas quieren y no con quien su familia les tenía destinado. La reina Celina, viéndose en la obligación de tomar esposo tras subir al trono, lo elige consultando sus libros (serían libros mágicos, se supone). La infanta Candebia tenía pasión por la caza, actividad reservada a los hombres, y la practicaba sin que su padre, el rey, pudiera impedirlo.

Es también notable que una obra literaria del siglo XVI cumpla sobradamente el test de Bechdel , pues incluye varios diálogos entre mujeres que no tienen como tema a los hombres.

Algunos estudiosos consideran a Beatriz Bernal como la primera novelista española, en el sentido de que fue la primera en escribir una obra de ficción con la finalidad de ser publicada. O al menos es la primera de la que hay constancia, ya que existe la teoría de que las novelas Palmerín de Olivia (1511) y Primaleón (1512) pudieron ser escritas por una mujer. Asimismo Teresa de Jesús habría escrito en su juventud un libro de caballerías, género al que era muy aficionada, pero la obra no ha llegado a nuestros días.

En el último capítulo de Don Cristalián desaparecen por arte de magia el protagonista y otros caballeros, en espera de reaparecer en una segunda parte de la novela que la autora nunca escribió, o si lo hizo no ha llegado a nosotros noticia de ella.

Este artículo forma parte del libro “Mujeres singulares 2”.

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