La izquierda no ha podido reformular la base simbólica que la sostuvo durante al menos un siglo.
Por Roger Martelli / Nueva Sociedad
La izquierda no se redujo a su formato partidario, constituyó históricamente un vasto complejo que asociaba, de manera cambiante, lo social, lo político y lo simbólico y que tenía al movimiento obrero como centro de gravedad. Pero hoy en gran medida ha perdido la batalla de las ideas, mientras que la indignación se desconecta de los horizontes de cambio social, sin los cuales corre el riesgo de volverse puro resentimiento.
Hubo un tiempo en el que los trabajadores estaban en el corazón del pueblo, eran su grupo más importante. Este grupo se fue expandiendo gracias a la potencia de la industrialización y la urbanización. Su organización como «movimiento obrero» también tendió a unificarlo gradualmente y lo instaló como una clase objetiva y subjetiva. El movimiento mismo se mezcló finalmente con las fluctuaciones de una amplia corriente de ideas: nació en el corazón de la Revolución Francesa de 1789-1794; revivió con las tres revoluciones populares del siglo xix (1830, 1848, 1871); alimentó las representaciones de una izquierda propiamente política. Un grupo sociológico fundamental, un movimiento obrero, una izquierda claramente identificada…El mito del «bloque social», burgués o popular
La izquierda no se redujo a un conjunto de partidos políticos. Más bien, se presentó como un vasto complejo que asociaba, de manera cambiante, lo social, lo político y lo simbólico. Hasta finales del siglo pasado, vinculaba la protesta, más o menos masiva, violenta y radical, a algo que tenía que ver con la esperanza social, centrada en las nociones de igualdad y justicia. Se expresó en diferentes formas: la «Santa Igualdad» de los sans-culottes, la «República democrática y social» de los años 1848-1871 y, simplemente, lo «social» del movimiento obrero. Fue esta articulación de la crítica y un horizonte necesario y posible de ruptura lo que hizo posible que la indignación, incluso aquella explosiva, evitara derivar en el resentimiento. Y a ella le debemos la capacidad de modelar el sistema capitalista dominante que, desde la década de 1930 hasta la de 1980, impuso los ajustes regulatorios del denominado «Estado de Bienestar».Esta larga secuencia histórica está cerrada, al menos en su coherencia. La fase de relativa unificación en torno del referente «trabajador» ha dado paso a un fenómeno inverso de fragmentación de los grupos dominados. Como anunció el Manifiesto del Partido Comunista en 1848, el capitalismo se ha vuelto universal; pero no se simplificó al globalizarse. Si la polaridad producida por la distribución desigual de los recursos sigue siendo la regla, atraviesa todos los territorios, todas las sociedades y todos los grupos que las componen. Así que hoy no hay un norte y un sur, un centro y una periferia, un pueblo y una elite. El «bloque» social, burgués o popular, es un mito.
Movimientos sociales huérfanos de la política
Por su parte, la esperanza social se vio sacudida por las trágicas conmociones del siglo xx. El comunismo político ha sufrido el estancamiento de un modelo soviético, voluntarista y estatista, que durante demasiado tiempo constituyó una base importante de identificación. Las disidencias del movimiento comunista, encerradas en los recuerdos ilusorios del bolchevismo ruso, nunca han podido salir de la marginalidad. El tercermundismo, atrapado en las redes del neocolonialismo y sus sustitutos, no ha producido un modelo emancipatorio alternativo. En cuanto al socialismo europeo, que durante mucho tiempo extrajo fuerza del Estado del Bienestar, no consiguió relanzarse de forma sostenible tras el colapso de los equilibrios de poder posteriores a 1945.En resumen, la izquierda no ha podido reformular la base simbólica que la sostuvo durante al menos un siglo. En cuanto al movimiento obrero, que en mayo-junio de 1968 alcanzó su apogeo al mismo tiempo que su canto de cisne, nunca dejó de vacilar entre la renuncia y la nostalgia. De pronto, si no ha desaparecido, ya no es capaz de colorear todo el conjunto de las insatisfacciones, descontentos y expectativas dentro de sociedades que emprenden caminos distintos de los del crecimiento industrial y urbano. Es cierto que este crecimiento conllevó dolor y tragedia, pero también sus esperanzas en un progreso continuo, impulsado por la ciencia y el auge de las luchas de los dominados. Sin embargo, este optimismo perdió su vigencia. Por tanto, hay mucho espacio para amarguras, incertidumbres y miedos.El conflicto social sigue ahí1. Extremadamente duro, a veces violento, se distingue sin embargo de las movilizaciones del pasado. La lucha puede tener una causa: el clima, el rechazo a la discriminación racial o de género, la denuncia de la violencia sexista. Puede ser más global y claramente interclasista, como el movimiento de los «chalecos amarillos» [gilets jaunes]. En este último caso, el más claramente popular, el rechazo exacerbado de la exclusión y el desprecio social ha sido el impulso más común del compromiso personal.
Pero, a diferencia de las movilizaciones del movimiento obrero, las de la actualidad no encuentran el coagulante simbólico que articulaba la indignación con la expectativa de una lógica social más igualitaria y atenta a la dignidad de cada individuo. Por la falta del «principio de esperanza», tan caro al filósofo alemán Ernst Bloch, y de una identificación más nítida de la causa de los males sociales, la indignación lucha penosamente por agruparse, se vuelve de buen grado contra chivos expiatorios y puede derivar en resentimiento de repliegue y exclusión. Sin que haya una manipulación directa y masiva, los conflictos más recientes se han deslizado así hacia un desarrollo político más favorable a la extrema derecha que a una izquierda que asume un discurso de crítica social.
La extrema derecha ha impuesto el terreno
Desde esperanzas fugaces hasta desilusiones crueles, la izquierda ha perdido influencia en el debate de ideas. En poco tiempo, el espíritu de la época ha cambiado de bando. Todo comenzó en la década de 1970. Cuando el gran crecimiento de 1945-1975 se agotó, surgió una crisis en las democracias occidentales, acusadas de no poder hacer frente a las crecientes demandas sociales que impulsaban las sociedades de masas y de consumo. Bajo los auspicios de un club mundial muy elitista –la Comisión Trilateral2–, en 1975 comenzó a surgir la noción de «gobernanza», tomada del mundo de la gran empresa privada. Dado que la democracia adolecería de una grave falta de autoridad que la volvería «ingobernable», solo la regulación por «méritos» podría evitar el riesgo de explosión social y encontrar los caminos hacia la eficiencia. La lógica tecnocrática de los expertos debe primar entonces sobre el frágil equilibrio de los representantes.
Casi al mismo tiempo, surgió otra visión del lado de la extrema derecha francesa. Uno de los primeros exponentes, Alain de Benoist, filósofo pionero de la Nouvelle Droite [Nueva Derecha], teoriza la hipótesis según la cual, después de dos siglos dominados por la temática de la igualdad, el siglo xxi debería ser testigo de la expansión irresistible de un deseo de identidad3. La Trilateral y la Nueva Derecha tienen un punto en común: la certeza de que las desigualdades en el acceso a bienes, conocimientos y poderes, y las consiguientes distinciones jerárquicas y la división del trabajo que se derivan de ellas, son la condición de cualquier progreso social. Quedaba por encontrar la coyuntura que pudiera unirlas por completo. Esto sucedió en el cruce de dos siglos: xx y xxi.
Una vez desmantelado el sistema soviético europeo, cuando parece imponerse la idea de que el liberalismo ha triunfado sobre el comunismo, el mismo Samuel Huntington que «inventó» en 1975 el concepto de «gobernanza» introduce en la década de 1990 el de «choque de civilizaciones». Sugiere que toda la historia gira ahora alrededor de la confrontación entre un Occidente rico, pero en declive demográfico, y un islam que no tiene los atributos del poder, pero que cuenta de su lado con el impulso demográfico y el atractivo de su doctrina. Un poco más tarde, en 2004, Huntington explicará que la paz civil estadounidense se ve amenazada por el surgimiento de minorías, en particular hispanohablantes, que vienen a trastocar la hegemonía histórica del núcleo fundador, blanco y anglófono4. El choque de civilizaciones habría primado por sobre la lucha de clases, los conflictos entre imperialismos y la Guerra Fría.
Después del 11 de septiembre de 2001, el «choque» se convierte en «estado de guerra», que justifica la «guerra global contra el terror» y autoriza el uso del «estado de emergencia». Al globalizarse, la guerra se convierte más que nunca en la norma y plantea la «obligación internacional de proteger»5. En 1977, De Benoist desafió el «buenismo» y escribió que «las identidades pueden chocar entre sí». Añadió que «es perfectamente normal defender la propia pertenencia». Con el amanecer del siglo xxi, una nueva doxa está así firmemente establecida, lo que solo prolonga la intuición de la extrema derecha: Occidente se debilita porque las fuerzas expansivas erosionan su identidad; puede morir, porque ya no sabe lo que es y porque otros actúan para que ya no sea lo que era.
Si bien la seguridad redistributiva fue la bandera del Estado regulador del boom de la posguerra, la inseguridad y la necesidad de protección son factores de máxima legitimidad para un Estado que se quiere «modesto». Un sentimiento cubre los miedos: «ya no estamos en casa» y «nuestra identidad está amenazada». El islam es el nuevo enemigo principal y su vector más poderoso son los movimientos migratorios. En el pasado, la gente temía los efectos de la migración en términos de salario y empleo. En adelante, el nuevo apocalipsis se centra en el «gran reemplazo», inevitable si no llega un renacimiento nacional y proteccionista para detenerlo.
La izquierda ha perdido la batalla de las ideas
Afirmar su poder contra todos los demás, proteger su identidad, garantizar su seguridad: la trilogía del miedo ahora gobierna el debate de ideas. El problema es que la izquierda en general ha capitulado. Pudo hacerlo, por defecto, al explicar que el verdadero debate estaba en la cuestión «social». También lo hizo en nombre del postulado de que no debemos dejar el terreno a la derecha y a la extrema derecha.Sin embargo, esta voluntad de ocupar el terreno por parte de la izquierda a menudo se ha realizado sometiéndose a estándares predefinidos. El primer revés se produjo con la tentación de la seguridad. Entre 1997 (coloquio de Assises de Villepinte sobre seguridad) y 2002 (Ley de Seguridad Interior), el Partido Socialista comenzó a señalar que la «laxitud» y el «buenismo» eran legados obsoletos de la izquierda. Posteriormente, en noviembre de 2014 y de nuevo en 2015, una mayoría parlamentaria de izquierda decidió «fortalecer las disposiciones relativas a la lucha contra el terrorismo» y ampliar los procedimientos para escuchar y controlar a las personas a una escala sin precedentes. Con el tiempo, sin que la izquierda cayera en la cuenta y reaccionara, se produce el largo desarrollo judicial y policial que, en un siglo, dio el paso del criminal «responsable» al criminal «nato», luego al criminal «potencial», que debe ser detectado e investigado antes de que actúe. Individuos, territorios, poblaciones en riesgo, que son rastreadas, controladas, segregadas y aisladas. De la misma manera que la nación de los años 1880-1914 quedó empantanada en el nacionalismo belicista desenfrenado, la seguridad se ha transformado en el magma de una seguridad globalizada y teorizada. Y, como en 1914, ante el delirio del fanatismo nacionalista, la izquierda en su conjunto no ha podido o sabido resistir.
Parte de la izquierda también ha capitulado en la cuestión de la identidad. En 2014, Christophe Guilluy opuso a la «Francia metropolitana» en su conjunto la «periferia»6. Agregó que los gobernantes cometieron el error de centrar sus esfuerzos en los «barrios» de las metrópolis –con una alta concentración de inmigrantes– en detrimento de los «nativos» de la Francia periférica. En 2015, Laurent Bouvet ciertamente advierte contra la «trampa de la identidad», pero responsabiliza a las «minorías» que, al insistir en la «diversidad» y rechazar la «integración», agitan las tensiones identitarias de la «mayoría»7. La invisibilidad de los discriminados se convertiría así en la clave de cualquier paz social futura, como lo fue antes el confinamiento de las «clases peligrosas» y la invisibilidad de los trabajadores en la ciudad industrial en expansión.
Esta voluntad de retorno al «mundo que hemos perdido»8, alimentada por los desórdenes de la «globalización» capitalista, empuja a algunos a oponer las virtudes de la inmovilidad y el sedentarismo aldeano del pasado al «flujo continuo» del presente. Llevando muy lejos la metáfora de la «aldea», en nombre de una crítica radical de la idea de progreso, el filósofo Jean-Claude Michéa desafía la movilidad y la modernidad del capitalismo de mercado y las «elites», y ensalza las virtudes clásicas de la decencia y la tradición, presentadas como atributos populares primordiales9.De la hipótesis teórica a la práctica política, el camino es cada vez más corto. Así como el enrarecimiento intelectual de un Alain Finkielkraut preparó la radicalización de la derecha clásica, grupos de intelectuales de izquierda han alimentado la inflexión a la derecha de muchos discursos de la izquierda oficial. El resultado es un extraño continuum en el debate público que vincula a una extrema derecha conquistadora, a una derecha desorientada y a una parte de la izquierda, incluso «radical», en busca del «pueblo» que la ha abandonado. Se invoca la República para deslegitimar las luchas contra la discriminación, el laicismo es alabado como un medio para promover la uniformidad de creencias y costumbres, se utiliza el universalismo para abogar por la integración pura y simple de las «minorías» en el molde de la «mayoría». En cuanto a la inmigración, casi siempre es un riesgo, que debe canalizarse cuando no se trata de detenerlo. Se abrió paso entonces el «confusionismo» que disecciona el sociólogo Philippe Corcuff10.
Pensamientos cautelosos sobre un futuro
1. En 2017, la izquierda entró en sus horas bajas, tanto en las elecciones presidenciales como en las legislativas. A lo largo de las elecciones, desde 1981, ha perdido la base sociológica que había sido su fuerza en las décadas anteriores. Los trabajadores y empleados votaron principalmente por la izquierda en 1981; en abril de 2017, entre 70% y 75% de los trabajadores que votan lo hacen por la extrema derecha y menos de un tercio por la izquierda. De pronto, en el otoño de 2021, las encuestas encierran a la izquierda en un rango modesto de un cuarto a menos de un tercio de las intenciones de voto.
2. Contrariamente a observaciones demasiado simplistas, no es que la sociedad se haya vuelto masivamente de derecha. En muchos sentidos, la sociedad no es ni de derecha ni de izquierda. Distribuye representaciones y comportamientos sobre una pluralidad de ejes posibles: aceptación o rechazo del orden social, pertenencia de clase, alta o baja, confianza o desconfianza, apertura o cierre, etc. En el espacio político, es el cara a cara de derecha e izquierda, en torno de la pareja de igualdad y libertad, lo que ordena la dinámica de los conflictos. Hoy, el dualismo está en disputa; no obstante, sigue siendo el determinante más fuerte del voto y el no voto. Hay que reconocer que si tanto la izquierda como la derecha han perdido su significado, la izquierda es la que más se ha debilitado. A los ojos de muchos de sus partidarios, ha perdido masivamente el rumbo a lo largo de las décadas, confundiendo con demasiada frecuencia la lealtad con la inmovilidad o la movilidad con la renuncia. A lo largo de los años, las corrientes de izquierda han terminado por olvidar que la soberanía es solo la caricatura del deseo de soberanía, que el proteccionismo acaba por contradecir la preocupación por la protección y que la tensión identitaria es el peor enemigo de la libre elección de pertenencias.
El comunismo francés, que marcó la pauta durante mucho tiempo, se debilitó y luego se marginó. El ps de François Mitterrand tomó el relevo durante un tiempo, pero se desmoronó en los momentos de inflexión de 1982-1984, y luego en los impasses europeos del social-liberalismo. La Francia Insumisa asumió los ropajes del sociocomunismo de ayer en 2017, pero no entendió las motivaciones del voto a Jean-Luc Mélenchon y erosionó las virtudes unificadoras de su campaña presidencial. En cuanto a los ecologistas, en principio impulsados por el aumento de las preocupaciones climáticas, no han logrado salir, desde mediados de los años 80, del equilibrio entre realismo y ruptura.
3. A largo plazo, las grandes representaciones del mundo y de las sociedades estructuran en mayor o menor medida las familias políticas. Hoy, el poder vigente y la extrema derecha se basan en una coherencia que no es imposible descifrar. Por un lado, un proyecto económicamente liberal, autoritario y abierto al exterior (Europa, el mundo); por otro lado, un proyecto que es a la vez «antiliberal», proteccionista y excluyente. La novedad es que la aparición de Eric Zemmour trastoca la encarnación del segundo proyecto, hasta entonces confiado a la personalidad de Marine Le Pen.
Sin embargo, no es seguro que la izquierda dispersa y la derecha parlamentaria dividida entre el macronismo y la extrema derecha puedan beneficiarse de la intrusión del comentarista y escritor de best sellers. En la izquierda, en todo caso, la dispersión y exacerbación de la competencia son solo síntomas de una falta de proyectos.
4. Sin embargo, ni la acumulación de propuestas ni su agrupamiento en programas pueden sustituir a un proyecto capaz de brindar sentido. Solo una narrativa coherente puede devolver a la izquierda su poder de atracción, al vincular un objetivo, un método y el complejo proceso político que los mantiene vivos en el tiempo. Por tanto, no basta con reivindicar el inevitable «cambio de paradigma» en torno del cual todo debería reorganizarse. La sociedad es un todo y ninguna ruptura, ya sea social o civilizatoria, deriva de la acción sobre un solo eslabón, aunque esté marcado por el signo de la urgencia, ecológica o social.
Ningún proyecto subversivo y realista puede prescindir de razonar continuamente en términos de procesos y contradicciones. Nada cambia sin la movilización concreta e inmediata de los individuos; pero esta movilización es frágil si permanece constreñida por las lógicas que gobiernan la distribución de activos, conocimientos y poderes. No hay cambio humanamente sostenible si la acumulación depredadora de bienes siempre tiene prioridad sobre el desarrollo sobrio de las capacidades humanas. Pero ningún cambio profundo y duradero es concebible sin una mayoría que lo quiera y lo dirija, y ninguna mayoría es posible sin un trabajo a largo plazo para construirla y mantenerla. En resumen, no se puede esperar que las cosas mejoren sin una ruptura tangible e inmediatamente perceptible; pero de nada sirve evocar la ruptura sin el tiempo largo de su construcción colectiva. Las contradicciones sociales no se pueden negar: se aceptan. Es tarea del proyecto poner en marcha esos anhelos.
5. Una estrategia de cambio radical no se basa en improbables agrupamientos de izquierda ni en la constitución de bloques sociales ilusorios. Supone reunir a una mayoría de dominados en torno de un objetivo coherente que sirva de eje para la construcción de un polo cuya palabra clave es «emancipación». Políticamente, se trata de articular de una manera nueva el agrupamiento del «pueblo», de la izquierda y la promoción de una izquierda que se ubique en verdad en la izquierda. Es inútil soñar con volver a un pasado ilusorio. El mundo y la sociedad siguen regidos por la lógica del despojo, pero ya no son lo que eran. La desigualdad ya no se puede analizar sin la discriminación que la modela y la legitima. Lo común no se deriva de la mera yuxtaposición de comunidades, el recurso a un universalismo abstracto o la confusión mantenida entre lo público y el Estado. Podemos rechazar la globalización y pretender ser globales, no dar la espalda a la nación y desconfiar de la soberanía. Ya no se trata de un equilibrio perpetuo entre lo individual y lo colectivo, sino de repensar radicalmente sus contornos y articulación.
La izquierda histórica acabó reconciliando la república y la clase obrera. Pudo hacer esto conectando la dinámica social, la construcción política y el trabajo intelectual y cultural. Sin embargo, la historia ha disociado estos campos, por buenas y no tan buenas razones. Entender qué ha deshecho los vínculos e imaginar qué puede volver a tejerlos es, pues, tan estratégico como encontrar un lenguaje común en el campo de los partidos. Esto no está regulado por la inflación de nuevas palabras (la «interseccionalidad» es una de ellas) ni por sagaces ensamblajes de Meccanos.
En definitiva, si tratar de unir a la izquierda sigue siendo un objetivo necesario, es inútil subestimar las gruesas contradicciones que ello implica. Tratar de hacerlo lo más rápido posible es una idea razonable. Pero es igualmente relevante medir lo que esto implica en términos de paciencia, tolerancia y deseo de innovación radical. El futuro de la izquierda depende sobre todo de su refundación, intelectual, simbólica, práctica y organizativa. Este debería ser un trabajo de construcción concreto, no quedarse en meras proclamas.
Nota: la versión original de este artículo en francés fue publicada con el título «La gauche en quête de sens» en Regards, 9/11/2021. Traducción: Enrique García (Sin Permiso). Revisión: Pablo Stefanoni.
- V. los artículos de Alain Bertho disponibles en www.regards.fr/auteur/alain-bertho.
- 2. La Comisión Trilateral es un think tank internacional fundado en 1973 por empresarios de Japón, Estados Unidos, Canadá y Europa occidental por iniciativa de David Rockefeller. En 1975, la Trilateral publicó un notable informe titulado La crisis de la democracia, escrito por tres renombrados académicos: el francés Michel Crozier, el japonés Joji Watanuki y el estadounidense Samuel Huntington.
- 3. A. de Benoist: Vu de droite. Anthologie critique des idées contemporaines, Copernic, París, 1977 (Gran Premio de Ensayo de la Academia Francesa en 1978).
- 4. S. Huntington: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial [1996], Paidós, Barcelona, 2015. V. tb. ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense, Paidós, Barcelona, 2004.
- 5. Organización de las Naciones Unidas (ONU), 12/2004.
- 6. C. Guilluy: La France périphérique. Comment on a sacrifié les classes populaires, Flammarion, París, 2014.
- 7. L. Bouvet: L’insécurité culturelle, Fayard, París, 2015.
- 8. Jean-François Sirinelli: Ce monde que nous avons perdu. Une histoire du vivre-ensemble, Tallandier, París, 2021.
- 9. J.-C. Michéa: Les mystères de la gauche. De l’idéal des Lumières au triomphe du capitalisme absolu, Climats, París, 2013.
- 10. P. Corcuff: La Grande Confusion. Comment l’extrême droite gagne la bataille des idées, Textuel, París, 2021.
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