Por Eduardo Montagut
Para entender la situación de la agricultura en España en el Antiguo Régimen debemos estudiar el régimen de la propiedad de la misma. Tenemos que tener en cuenta que la mayor parte de las tierras cultivables estaban vinculadas, es decir, que no estaban en el mercado, no podían venderse. Se trataba de tierras amortizadas, es decir, que sus dueños podían disponer libremente de los frutos o de las rentas que generasen pero no podían enajenarlas. Existían tres tipos de vinculación.
En primer lugar estaban las manos muertas eclesiásticas. La Iglesia Católica poseía un inmenso patrimonio en tierras cultivable por todo el país, ya que durante siglos había ido acumulándolas, a través de varias vías, como donaciones de reyes, nobles y particulares.
En la Baja Edad Media surgió la institución del mayorazgo por la que se permitía a un particular, generalmente, de la nobleza, reservar para el heredero, el mayor, de ahí el nombre, una parte sustancial de su herencia. Los bienes amayorazgados no se podían vender ni donar, y solamente se podían embargar con permiso real. Este fue el mecanismo que permitió a la nobleza atesorar un inmenso patrimonio, ya que estas herencias quedaban protegidas de embargos por deudas, de malas administraciones de herederos derrochadores o poco escrupulosos y de repartos de herencias.
Los Concejos eran propietarios de tierras bajo dos formas. Por un lado, estarían los denominados bienes comunales, generalmente, prados o bosques, que se dedicaban para el aprovechamiento común de los vecinos. Por otro lado, se encontrarían los bienes de propios. En este caso, solían ser tierras de labor que se cedían a particulares para su explotación a cambio del pago de una renta destinada a la hacienda del Concejo.
La Iglesia y la nobleza explotaban directamente una pequeña parte de sus propiedades, porque la mayoría de ellas eran arrendadas a campesinos, a cambio del pago de una renta por un plazo limitado. La situación de los arrendatarios no era muy buena, ya que, además del pago de la renta de la tierra tenían que pagar el diezmo a la Iglesia y los impuestos correspondientes al rey. El pago de las rentas e impuestos no les dejaba a los campesinos margen para invertir ni en los años de buenas cosechas pero, además, el hecho de que, cada cierto tiempo, debían renegociar el contrato de arriendo, al no ser propietarios de las tierras que explotaban, no era un aliciente para invertir. Estos dos factores fueron decisivos para que no aumentase la producción y los rendimientos agrícolas fueran muy bajos.
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