Por Eduardo Montagut
China se convirtió en un territorio conflictivo, tanto entre las potencias imperialistas, como desde el punto de vista chino, durante el siglo XIX. El país no desapareció, pero importantes áreas del mismo dejaron, realmente, de estar bajo soberanía china.
El primer asalto a China fue protagonizado por los británicos. Gran Bretaña deseaba equilibrar sus compras de té y seda chinos con la venta de opio que traían de la India. El gobierno chino prohibió en el año 1839 la entrada de opio, pero los ingleses decidieron seguir vendiéndolo. Este hecho desembocó en las Guerras del Opio. El Tratado de Nanking de 1842, que puso fin a estos conflictos, proporcionó a Gran Bretaña el enclave de Hong Kong y la apertura de doce puertos al comercio exterior. El Tratado puso de manifiesto la debilidad del Imperio Chino ante las apetencias occidentales.
El segundo asalto europeo a China se produjo en el último tercio del siglo XIX, con el añadido de la entrada en escena del nuevo imperialismo japonés. Los territorios adyacentes a China habían sido ya conquistados por británicos, rusos y franceses. Ahora era el momento de imponer sus intereses sobre la propia China. Los franceses estaban interesados en el sur, en la zona fronteriza con Tonkin. Los británicos ansiaban el control de la cuenca del Yangtsé, desde sus posiciones en Hong Kong y Shangai. Por su parte, Rusia deseaba Manchuria y poder avanzar hacia la península coreana, es decir, que sus intereses se centraban en el norte de China. Por fin, Japón, el recién llegado al expansionismo imperial gracias a su fuerte desarrollo económico propiciado por la Revolución Meiji, aspiraba al control de Corea. Por esta razón, declaró la guerra a China en agosto de 1894. Este conflicto demostró a las potencias europeas que Japón era ya una potencia militar de primer orden. Los chinos fueron derrotados y se firmó el Tratado de Shimonoseki en abril de 1895, por el que reconocían la independencia de Corea, cedían a Japón las islas de Formosa, las Pescadores y la península de Liao-Tung, así como los derechos de extraterritorialidad y todos los privilegios de los que gozaban las potencias europeas en China. El Tratado es fundamental en la historia contemporánea del Lejano Oriente, ya que, puso de manifiesto a los europeos podían arrebatarles lo que habían conseguido en la zona. La primera potencia que fue consciente de la nueva situación fue Rusia, que no estaba dispuesta a ceder en Manchuria. El puerto de Port Arthur era vital para sus intereses y consideraba que Japón se había ya convertido en un obstáculo para la realización de los mismos. Así pues, Rusia, con el apoyo francés y alemán, obligó a Japón a renunciar a la península de Liao-Tung.
Contenido Japón por el momento, las potencias europeas aprovecharon la debilidad china para exigirle nuevas concesiones. China, en realidad, casi dejó de ser un estado plenamente independiente, para convertirse en un país repartido por áreas de influencia de las potencias extranjeras. Rusia estableció su dominio sobre Manchuria, ocupando Port Arthur en marzo de 1898. En 1899, los franceses se hicieron con su anhelada área en el sur de China: bahía de Kun
Los británicos deseaban controlar la economía china, especialmente en la explotación de las minas, los ferrocarriles y el comercio.
Todas estas injerencias provocaron reacciones de signo nacionalista, destacando la protagonizada por reformadores radicales en el levantamiento de los Cien Días (1898) y la revuelta popular de los boxers (1900-1901), duramente reprimidas. Pero la situación de China desembocó en 1911 en una revolución que terminó con el imperio e instauró una república. Las nuevas autoridades buscaron liberar a China de las injerencias extranjeras, además de reconstruir el país.
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