Por Puño en alto
El dadaísmo fue un movimiento cultural que nació ya hace más de cien años en el Cabaret Voltaire en Suiza, a propuesta de Hugo Ball. Se caracterizaba por ir contra las convenciones literarias y artísticas, por burlarse del artista burgués, pues sentían la necesidad de crear una especie de antiarte, sentían la necesidad de provocar. Es por ello, precisamente, por lo que el dadaísmo se diferenciaba del resto de vanguardias y es que proponía algo más: las otras vanguardias, a pesar de su revolución y novedad, seguían manteniendo el núcleo de lo que debía ser negado porque seguían confiando en el arte. Y eso era un gran error. No se trataba de buscar otro lenguaje, que es lo que habían hecho estas, sino que lo de que se trataba era de abandonar el propio arte, pues el arte formaba parte de una cultura que, claramente, había fracasado. Era una cultura podrida. No había ninguna esperanza en ese arte ni en esa cultura. No hacía falta curas ni medicinas, sino destrucción, porque no merece la pena curar a un enfermo que no puede vivir. Si realmente creemos en la palabra libertad, ese arte tan necesario fuera del arte debía nacer solo por sí mismo.
Solo en eso confía Dadá.
Así, los dadaístas se alzaron contra la violencia de las instituciones y de las leyes. El dadaísmo fue la pasión por destruir todo aquello que limitaba, todo aquello que dañaba. Así, su rabia y desesperación eran extremas, pues se trataba de arremeter, concebir la palabra o la imagen como un arma destructiva, que se disparaba siempre de una manera arbitraria, brutal. No es la creación artística, sino la propia vida lo que había que confiar al absurdo o al azar, la que había que buscar en medio de la destrucción. Dadá no quería solo que la razón pusiera el grito de angustia y viera la sinrazón que había, sino que intentaba deshacer la racionalidad misma. Porque si el mundo racional era ese que había, la locura era más necesaria que nunca. Y mientras Dadá afilaba sus cuchillos, se estaba aún tratando desesperadamente de olvidar el olor de los cadáveres para reconstruir un mundo que había quedado reducido a cenizas.
Si realmente creemos en la palabra libertad, ese arte tan necesario fuera del arte debía nacer solo por sí mismo.
Nuestra sociedad huele también a cadáveres, sobre todo porque aún no han podido ser desenterrados, porque cientos y cientos de cadáveres se mezclan en agujeros escondidos por todas partes de nuestra tierra andaluza. El sistema que nos gobierna ha envenenado la cultura, ha destruido la escasa esperanza que quedaba en manos de aquellos y aquellas que seguían soñando con que era posible un mundo mejor y más justo. Las leyes, impuesta por ese Sistema, están igual de envenenadas. El veneno es una de las sustancias químicas más utilizadas a lo largo de la historia para asesinar al otro: se introduce en el organismo, bajo una falsa apariencia, y cuando el cuerpo quiere darse cuenta ya está tan impregnado que es casi imposible eliminarlo. ¿Cuánto aguantaremos antes de morir asesinados por ese veneno?, cabe preguntarse. El dadaísmo sentía un asco inmenso por lo que venía dado, porque lo que quedaba eran los restos de un mundo que había sido dirigido por asesinos. Y nosotros deberíamos sentir el mismo asco de nuestro mundo ahora: las manos que han estado gobernando han impregnado de veneno todo aquello que han tocado. Pero no nos equivoquemos: no todos los venenos matan, hay antídotos. Por eso hay esperanza. Es evidente el veneno que el sistema franquista dejó en manos del Estado y que ha seguido corriendo por las venas de nuestra tierra, ese fascismo que se alimenta y vive gracias al capitalismo. Si Dadá estuviera con los ojos abiertos, aquí y ahora, gritaría contra eso, rechazaría los restos de esta sociedad y cultura que todavía huele a cadáveres, a pesar de los numerosos esfuerzos porque esos olores no lleguen a nuestro olfato. Y el primer paso para acabar con ese olor, es desenterrar esos cadáveres y darles entierros dignos. Tenemos que negar esto que se nos da, porque solo se nos da injusticias y más injusticias. Tenemos que rebelarnos. Es inevitable acordarse del filósofo Ortega y Gasset, quién decía que era necesario la rebelión y el rechazo, y la negación de lo viejo supone la obligación creadora de imponer otra forma de nueva cultura. ¿Qué otra nueva forma de mundo necesitamos? Evidentemente uno donde todos y todas tengamos los mismos derechos, donde nadie esté por encima de otra persona gracias al patrimonio que ha heredado o robado, donde todo el mundo tenga derecho a amar al otro sea del sexo que sea, donde nadie tenga una etiqueta por haber nacido tras un lado de ese muro imaginario que ha sido creado como frontera, donde el color de la piel deje de ser importante, un mundo donde unos padres y/o madres puedan dormir tranquilos sabiendo que a su hija no le va a pasar nada en la calle.
Tal vez Dadá fue el único que advirtió que el drama no había acabado, que los males y las mentiras profundas que desencadenaron la matanza seguían vivas, esperando el momento oportuno para desatarse. Nada más lejos de la realidad. Nos hemos criado en una cultura que nos ha hecho pensar que el fascismo estaba muerto, que había desaparecido, pero solo estaba ahí, escondido tras máscaras y falsos nombres como “derecha” o “extrema derecha”, escondido en pequeñas manifestaciones de violencia contra el pueblo, pequeños actos de parte de las instituciones que poco a poco han ido haciendo que los derechos se conviertan en privilegios, escondido hasta que el Estado ha visto el momento oportuno de sacarlo afuera, sin escondites, sin tapujos. Violencia extrema. Si el capitalismo y el fascismo son el arte de esta sociedad, tendremos que hacer el Antiarte más grande de todos los tiempos. Tú y yo. Todos nosotros.
Nuestra sociedad huele también a cadáveres, sobre todo porque aún no han podido ser desenterrados, porque cientos y cientos de cadáveres se mezclan en agujeros escondidos por todas partes de nuestra tierra andaluza.
Y aunque violencia es también lo que proponía el dadaísmo, no podemos confundir esa violencia metafórica dadaísta con la violencia real, con esa violencia que mata al ser humano o lo deja agonizando, no podemos olvidar que el dadaísmo nació tras la Primera Guerra Mundial: la violencia de la guerra es la violencia que desencadena el Sistema porque no quiere que nada cambie, quiere seguir manteniendo su poder a costa de la destrucción del pueblo, mientras que esa violencia de la que habla Dadá consiste en todo lo contrario, pues nos habla de un rechazo total, precisamente, de ese sistema, la destrucción de este. Dadá jamás hablo de matar a nadie, ni de hacerle daño a nadie. Así no podemos decir que la guerra y Dada son dos extremos peligrosos, de igual forma que no podemos hacer la estúpida comparación de que fascistas y antifascistas son los mismo. Un poco de coherencia, muchachos. Uno en un extremo y el otro en otro, pero uno defiende la destrucción de parte del ser humano, defiende el daño, mientras que el otro lucha para que nada de eso pase.
Esa “violencia” dadaísta es más necesaria que nunca, la necesidad de acabar con esta falsa democracia en manos de la derecha, esa democracia que ha estado al servicio del PSOE, y ahora parece estar sujeta por PP, C´s y esos tíos que en caballo hablaban de hacer una reconquista. Reconquista, ¿hay algo más violento?
Dadá es más necesario que nunca. Más necesario que nunca. Ya Tzara lo dijo: la violencia Dadá era un grito, aquel que todo hombre debió dar. Todo hombre debía haber gritado, pero solo Dadá gritó, cuando todo el mundo quiso gritar, ya era demasiado tarde. Ya era demasiado tarde…
Y vosotros, ¿habéis gritado ya? ¿No? ¿A qué estáis esperando?
Puño en Alto
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