¿Giro a la izquierda o preludio del desastre? Apuntes sobre el otro estado de la «nación»

La llamada ley mordaza no ha sido derogada y las reformas fiscales han sido sistemáticamente aplazadas. El gobierno soldó sus lazos con la CEOE y la burocracia sindical de CCOO y UGT para garantizar la paz social.

Por Brais Fernández | Viento Sur

Cuando se constituyó el gobierno de coalición entre el PSOE y UP, el ambiente en el pueblo de izquierdas era de reservada esperanza. Nadie se esperaba grandes transformaciones. Durante años, en lugar de preparar una batalla larga, prolongada y llena de altibajos, la dirección de Podemos en manos de Pablo Iglesias se ocupó de hacer un fuerte trabajo ideológico que disminuyese las expectativas transformadoras. Cualquier veleidad de una ruptura democrática con el otrora llamado régimen del 78 fue abandonada; la democracia ya no era un movimiento expropiatorio, como había dicho Podemos en sus orígenes, sino la gestión limitada de lo realmente existente. La conducción política de Podemos, por utilizar el lenguaje peronista, educó a su base social en un realismo político de baja calidad: el realismo político puede servir para asumir que las grandes transformaciones son difíciles y tienen un alto coste, o para olvidarse de ellas sin remordimientos. La dirección de la izquierda española optó por lo segundo. Se trataba de formar parte del Consejo de Ministros a cualquier precio, una opción no exenta de dificultades ya que, pese a todas sus renuncias, seguían existiendo reticencias por parte del PSOE y de sectores del aparato del Estado y de la burguesía, incapaces de reabsorber siquiera el pos-reformismo edulcorado de Podemos. Por tanto, la formación del gobierno de coalición puede leerse como una victoria táctica dentro de una derrota estratégica de la izquierda anti-neoliberal. Así también lo vivió una buena parte de la clase trabajadora, ya sin grandes ilusiones pero sí con ciertas expectativas.

Por el camino, las grandes promesas de la coalición han sido sistemáticamente incumplidas: la derogación de la reforma laboral de Mariano Rajoy quedó como una simple enmienda que facilita el maquillaje estadístico en el terreno de la temporalidad, la llamada ley mordaza no ha sido derogada y las reformas fiscales han sido sistemáticamente aplazadas. El gobierno soldó sus lazos con la CEOE y la burocracia sindical de CCOO y UGT para garantizar la paz social. A cambio de ello, no habría ninguna reforma estructural que alterarse el orden entre las partes.

Sin embargo, la mayoría de estas expectativas se han ido disipado. La pandemia introdujo un gran elemento de incertidumbre. En la pospandemia, la aparición del olvidado fenómeno de la inflación anuncia una nueva gran crisis económica. La invasión de Putin a Ucrania y la aceleración del rearme de la OTAN han provocado una agudización de las contradicciones imperialistas globales.  EL PSOE creía haber encontrado la llave de la estabilidad: con esta nueva crisis, la ilusión de un gobierno moderadamente reformista, que combinase el transformismo de la izquierda pos-15M con el aggiornamento del PSOE ha volado por los aires.

Si durante todo este proceso el PSOE se recompuso como primera fuerza de la izquierda española, recuperando su tradicional papel de garante del orden, la derecha atravesó una fuerte crisis, que culminó con el fracaso de Pablo Casado al frente del partido y la irrupción del nuevo liderazgo de Feijoó. El enésimo proyecto de un partido liberal-centrista terminó con la descomposición de Ciudadanos y el ascenso de Vox homologó a España con Europa, estabilizando a la extrema derecha en torno al 15% de los votos. Las cartas parecían marcadas. La estructura política parecía lograr un nuevo punto de estabilización sistémica: la crispación entre una izquierda socioliberal y la derechona, ya no en forma bipartita, sino de bloques liderados por los partidos de siempre.

Sin embargo, este proceso de restauración tranquila ha sido interrumpido bruscamente por la crisis de la inflación. Ya se sabe que la inflación es síntoma de otro tipo de crisis más profunda (el capitalismo arrastra elementos de lo que los viejos marxistas llamaban crisis de sobreproducción)  y que, en este caso, se articula con la agudización brutal y evidente de la crisis energético-ecológica, lo cual traerá en algunos países estancamiento y en otros recesión, durante una serie de años, no siempre de manera sincronizada. Y que sus efectos sobre la estabilidad de las sociedades son siempre terribles.

Causas y efectos de la inflación

Es obvio que la inflación está provocada por el aumento del coste de la energía y el aumento de los beneficios empresariales. Pese a que en cada país se desarrolla con sus particularidades, no es una simple crisis de los capitalismos nacionales: está provocada por turbulencias de alcance global. En España, mientras el IPC supera el 10%, los salarios solo han crecido un 1,33%. Según un estudio del gabinete de Estudios Económicos de CCOO, los beneficios empresariales fueron responsables del 83,4% de la inflación [01]. En el caso de las eléctricas, los beneficios aumentaron un 60%; en el caso de la banca, un 25%. Los precios de los alimentos han subido exponencialmente, con las diferencias entre coste de origen y el precio al consumidor aumentando de forma descontrolada paralelamente a los beneficios de las grandes distribuidoras, como bien indican los datos del IPOD distribuidos por el COAG [02] .

En ese sentido, no estamos solo ante una operación especulativa. La especulación es una forma temporal a través de la cual los sectores más poderosos del capital imponen sus condiciones a los más débiles, afectando al conjunto de la relación salarial y operando como contra-tendencia empresarial en la lucha contra la tendencia a la disminución de la tasa de rentabilidad. En una economía contraída por la alta competencia mundial y la ralentización de la valorización de las mercancías, los precios suben como fórmula de mantener altos los beneficios empresariales a través del ataque indirecto a los salarios: esto a su vez, ralentiza de nuevo los procesos de valorización, provocando una mayor agudización de la crisis y el refuerzo a corto-medio plazo de la espiral inflacionaria como mecanismo de aumento de los beneficios, con el correspondiente ataque indirecto al salario. Estamos entonces también ante una forma político-económica de lucha de clases. No podemos tampoco descartar que esta situación vaya sucedida de una recesión, con una fuerte destrucción de empleo y un debilitamiento mayor de las condiciones salariales.

La inflación aparece ante la sociedad como una plaga bíblica de langostas. Arrasa el salario, proletariza a las clases medias, hunde en la miseria a los sectores más empobrecidos de la clase trabajadora, genera hambrunas en los países más empobrecidos del sistema-mundo, provoca una ansiedad social difícil de gestionar para el Estado capitalista. Inestabilidad política y agudización de la lucha de clases: Alemania en los años 20, España a finales de los 70. No sabemos cual va a ser la reacción social y política a este ciclo, pero el gobierno progresista, pese a su impotencia, sabe cuales han sido los efectos de la inflación en el pasado. Solo así se explica el presunto giro a la izquierda de Pedro Sánchez.

La forma, la apariencia y el fondo

Después de la cumbre de la OTAN y de la masacre de Melilla, Pedro Sánchez decidió desempolvar su viejo arsenal anti-élites que tantos réditos le dio para ganar el poder en el partido socialista. Aludiendo a poderes oscuros y la incomodidad que genera su gobierno en las altas esferas, se ha lanzado a recuperar la iniciativa política tras la derrota contundente en las elecciones andaluzas. La realidad, por supuesto, está muy lejos de las soflamas sanchistas.

El gobierno progresista impulsa una política exterior extremadamente reaccionaria. Su compromiso de aumentar el gasto militar  (que alcanzará el 2% del PIB), su política migratoria criminal y sus alianzas internacionales con Marruecos a cambio de abandonar al pueblo saharaui no son un mero capricho. Responden a los intereses de la oligarquía española y al rol del capitalismo español como socio menor y subalterno dentro del bloque imperialista occidental. La guerra en Ucrania ha significado la aceleración del conflicto entre bloques a nivel global y el gobierno progresista, como Felipe González en su momento, se ha apresurado a mostrarse como el socio más dócil y fiable del capitalismo norteamericano. La sumisión a la monarquía marroquí tiene relación directa con la urgencia del imperialismo occidental por mantener su influencia en el norte de África y el Sahel tras el desorden regional provocado por las revoluciones árabes. El cierre de las fronteras y la política de dependencia energética con respecto a EE UU son fruto del último intento de Europa de aislarse de su declive histórico a costa de externalizar la crisis a las zonas más pobres del mundo.

Como explicó Lenin en su célebre Imperialismo…, toda maniobra exterior tiene por objeto comprar la paz en el interior del propio país, haciendo concesiones a un sector de la población para generar una base social lo suficientemente sólida para mantener la estabilidad. Sin embargo, a diferencia del capitalismo expansivo de la primera parte del siglo XX, las posibilidades en este sentido están gravemente mermadas: la mundialización de las relaciones capitalistas y la propia crisis endógena del capitalismo europeo provocan que la decadencia sea, como decíamos antes, una plaga bíblica de langostas, con causas de fondo inabordables por gobiernos capitalistas, que, como en el famoso meme de tuiter, tratan de achicar agua con un cubo mientras vierten el líquido en la propia masa.

Los datos son contundentes: como señala Emmanuel Rodriguez en su ensayo “El efecto clase media”, hemos entrado en una etapa de proletarización de las clases medias que tendrá profundas repercusiones sociales. Un artículo reciente en El País [03] aportaba información muy clara en ese sentido: una persona con una renta de más de 20 mil euros brutos al año (atención: brutos) forma parte del 50% más rico de la población. Imagínense el 50% más pobre y súmenle la inflación. El poder adquisitivo de la clase trabajadora no deja de disminuir: no estamos, entonces, ante un problema de desigualdad coyuntural, como tratan de hacernos creer los ilusionistas neokeynesianos. Estamos ante una recomposición sistémica basada en una tendencia sistemática e inexorable a la degradación del trabajo, frente a la cual, el gobierno más progresista de la historia no tiene más que ofrecer cheques de 200 euros y miedo a la derecha.

El gran plan: gasto militar e impuestos a la banca y las energéticas

En realidad, los anuncios impositivos del gobierno, pese a los aplausos de Unidas Podemos, forman parte de ese pack de medidas impotentes. Se nos pide, se nos exige incluso, que las saludemos como avance, pero en política los avances no se miden así: se miden en función de las necesidades objetivas de la sociedad y también función de lo que dejas de hacer. En ese sentido, estamos ante la enésima oportunidad perdida.

Tal y como ha anunciado el gobierno, el impuesto a las entidades bancarias es de carácter excepcional y temporal, tendrá una duración de dos años (sobre los ejercicios 2022-2023) y se estima que recaudará en torno a 1.500 millones de euros al año. El impuesto a las grandes empresas eléctricas, gasistas y petroleras, del mismo carácter, gravará los beneficios extraordinarios obtenidos en 2022 y 2023. Se estima una recaudación anual de 2.000 millones de euros al año.

No es solo que las cantidades sean ridículamente bajas, es que ni siquiera hay garantías de que se cumplan. La derecha, actuando como portavoz de las grandes empresas, ya advertido con que estos impuestos recaerán sobre la ciudadanía en forma nuevos aumentos de precios. Sería lógico que esta amenaza fuese respondida con contundencia por parte del gobierno, generando mecanismos de control de precios a través de la intervención sobre la propiedad, aprendiendo las lecciones de sus otros proyectos recaudatorios.

Según el gobierno, la subida aprobada en el IRPF para las rentas altas (que afectaba solo al 0,17 por ciento de los contribuyentes) iba a recaudar más de 500 millones de euros. A día de hoy, según la Agencia Tributaria, solo se han recaudado… ¡13 millones! Lo mismo con la tasa Google y financiera, que solo han conseguido recaudar 139 y 146 millones, respectivamente. La crisis fiscal del Estado y su impotencia y, a la vez, funcionalidad ante el capital (ya que paralelamente, siguen inyectando dinero público en las grandes empresas, a través de mecanismos como los fondos europeos) son otra muestra más de la sumisión ante los poderes económicos y de la debilidad del gobierno progresista[04]. No solo eso: en un contexto de aumento del gasto militar, no hace falta ser un genio para saber hacia dónde van a ir los escasos recursos recaudados. Esta política militarista es si cabe más flagrante en un contexto de agudización de la crisis ecológica: los recursos sociales se destinarán a reforzar la política imperialista de la OTAN, renunciando a invertir esos recursos en mitigar y combatir la crisis ecológica.

Militarismo, una política social decrépita, la política económica del capital, ninguna medida estructural. Ante esto y liquidados los últimos vestigios de radicalismo político surgidos de 2008, la micro-opinión pública de periodistas e intelectuales progresistas vinculados al Estado Ampliado (toda esa maraña de intereses generados por el progresismo en la sociedad civil) calla, ciega ante la dialéctica política que, en el fondo, solo prepara el triunfo de la derecha en las próximas elecciones. Porque, aunque la clase media se esté descomponiendo, los mitos de su hegemonía cultural permanecen: “la derecha gestiona mejor la economía”. Feijóo, incómodo lejos de su feudo gallego, espera callado recoger una victoria electoral tras el show de impotencia progresista.

Líneas de fuga

El plan progresista es claro: no hacer nada sustancial, confiar en que la entente cordiale entre el PSOE y Sumar animada por las cada vez menos creíbles exigencias de Podemos, aglutinen un número suficiente de votos capaces de mantener el gobierno y la paz social. Las intolerables grabaciones de Villarejo y Ferreras soliviantan y dan gasolina a la izquierda para embestir contra un sector del parlamentarismo negro. Es una obligación ética y política acompañar esta indignación sin olvidar que es una práctica sistemática del poder que también afecta a otros sectores y, por supuesto, no olvidar que solidaridad no significa adhesión ni sumisión político-estratégica con quien ha sufrido estas prácticas. Y sobre todo, no olvidar que las llamaradas de indignación en la opinión pública no sustituyen la discusión estratégica sobre cómo abordar el fondo de la tremenda crisis en curso.

Desde posiciones transformadoras, en el sentido más amplio del término, es decir, más allá de las organizaciones concretas, hay dos fórmulas para tratar de afrontar el tsunami social en curso. Estas posiciones no son necesariamente incompatibles entre sí, pero que necesitan articularse para tratar de tener alguna opción de incidir políticamente en el enloquecimiento inflacionario. La primera es fiarlo todo a una explosión social, confiando ciegamente en una revuelta al estilo chalecos amarillos. Esta posibilidad, pese a los miedos que produce en un sector de las clases medias bien-pensantes, no es ni buena ni mala, ni mucho menos descartable. Forma parte de la situación objetiva y, como hemos visto en medio mundo, se producirá tarde o temprano. Pero corremos el riesgo de que se convierta en una posición pasivizante si nos limitamos a esperar la revuelta desde una óptica próxima a una especie de milenarismo neo-insurreccional. Es una ilusión creer que esta forma revuelta va a compensar automáticamente los problemas de implantación que tiene la izquierda clase-medianista, incluida la más radical, entre los sectores más empobrecidos de la población. En ese sentido, se trataría de esbozar una estrategia que busque movilizar a sectores sociales clave, identificando puntos de apoyo reales en esta fase de repliegue de lo que fueron las vanguardias movimientistas en el ciclo anterior, para generar un núcleo social capaz de, por lo menos, dialogar con el descontento que se está forjando en estos sectores populares no representados. Una estrategia que, obviamente, entra en discusión también con un sector social plenamente integrado a todos los niveles en las dinámicas del progresismo y que actúa como su correa de transmisión por abajo, presente en sindicatos obreros y movimientos emancipatorios de todo tipo. Lejos de cualquier soflama moralista, esta discusión estratégica debe hacerse identificando y diseccionado la composición política de las clases subalternas en esta coyuntura determinada.

La estrategia pasa por intentar identificar el punto de apoyo para hacer avanzar el conjunto de la clase trabajadora sobre un reto determinado, en este caso, frente al ataque a los salarios y a las condiciones de vida que se está produciendo a través de la inflación, en un marco en donde el Estado capitalista gestionado por el progresismo es tan impotente como cómplice ante esta dinámica. El punto más avanzado de la resistencia ante esta dinámica se ha desplazado, al menos en esta fase específica, tal como indicaban Miguel Fadrique y Victor de La Fuente en un artículo reciente, hacia la clase obrera de la industria, transporte y logística[05].

Esto no parte de ninguna especie de industrialismo ontológico. Ya no existen vanguardias ontológicas dentro de la composición de clase dentro del capitalismo tardío. Toda lucha cuenta con su potencial y con su límite como punto de apoyo para una estrategia más amplia. Las luchas en la industria se han sucedido con fuerza en los últimos meses y responden también a factores políticos. Es un sector fuertemente sindicalizado y que no ha sufrido derrotas importantes en los últimos años, también porque se ha mantenido un poco al margen de todo el ciclo pos-15M. Con mayor tradición de lucha por el salario, facilitada por el marco legal de los convenios, no ha dejado de movilizarse en los últimos meses, desde la huelga de Cádiz a la de Cantabria, pasando por múltiples movilizaciones en Galicia, Murcia, Euskadi, Catalunya y un largo etc.

El riesgo de luchar convenio a convenio es evidente. El riesgo de una salida corporativa a estas luchas también lo es. Pero el potencial es evidente: este sector puede encabezar en esta coyuntura una respuesta social contra la inflación, planteando una lucha que vaya más allá de lo sectorial. Hasta el lema “salario o conflicto” asumido por la burocrática dirección de CCOO refleja una verdad distorsionada: hay mucho malestar acumulado por la brutal devaluación salarial.

Por supuesto, esta estrategia requiere de un programa común expansivo, que interpele al conjunto de la clase trabajadora: la escala móvil de salarios, es decir, la revisión mes a mes del salario en función del IPC en todos los sectores, el control sindical de los beneficios empresariales obligando a auditorías públicas vinculantes, y el control social de los precios son buenos puntos de partida para unir a todo el mundo del trabajo, y fortalecer la posición social y política de la clase trabajadora frenando las tendencias a la pauperización. Se trata de oponer un plan alternativo, desde el punto de vista de la independencia de clase, al pacto de rentas empresarial, basado en la contención salarial. Una propuesta en este sentido podría sumar y dar protagonismo a movimientos sociales como el de la vivienda, directamente interpelados por la actual situación y articular una amplia alianza social frente a la crisis.

No hay duda de que esta propuesta se encuentra con grandes dificultades políticas. No solo porque un sector de la opinión pública progresista pos-15M se opondría a ella por desestabilizadora, sino porque la paz social y las mesas de negociación son la forma de ser de los sindicatos CCOO y UGT. Su naturaleza les lleva sacrificar los intereses salariales de la clase obrera a cambio de un despacho en la gestión de los asuntos del Estado. También, por qué no decirlo, por la propia debilidad y falta de orientación estratégica de las escasas fuerza capaces de iniciarla, perdidas en los vericuetos propios de la política grupuscular. En ese sentido, el sindicalismo alternativo y nacionalista tienen una responsabilidad decisiva: se trata de armar una política que interpele sin sectarismos a las bases de los sindicatos mayoritarios y de plantear un proceso de movilización también a escala estatal, para poder activar una palanca de descontento que haga asumir una posición activa y unitaria a un sector de la clase trabajadora, capaz de empujar al resto en la lucha contra el empobrecimiento y la devaluación salarial.

Este otoño será agitado. En estos tiempos de restauración pasiva vemos la política como algo ajeno a nuestra voluntad y a nuestras decisiones colectivas. Pero es mentira. Siempre hay una salida, otro camino a explorar. Urge aglutinar voluntades en esa dirección: el falso giro hacia la izquierda de Sánchez no cortocircuitará la crisis: solo es el preludio, quizás tranquilizador para algunos espíritus apoltronados, del desastre.  Un desastre, que, por cierto no se limitará a la cuestión salarial y a la perdida de poder adquisitivo. Las brutales temperaturas que estamos viviendo este verano nos recuerdan trágicamente  que con reducir la política a “mitigar los efectos”, sin abordar las causas, no hay salida posible. Necesitamos dejar de esperar pasivamente soluciones y activar otro rumbo.

Se el primero en comentar

Dejar un Comentario

Tu dirección de correo no será publicada.




 

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.