Por Manuel Blanco Chivite
No pretendo, desde luego, lanzar una nueva teoría sobre el carácter del franquismo sino esbozar apenas una lectura del mismo en clave monárquica, una clave que se corresponde con la más estricta realidad: el franquismo como recuperación, restauración o instauración (palabra esta última, oficial y definitoria del régimen para expresar la posición del mismo respecto a la sucesión del dictador) de la monarquía que había finalizado en paz y democráticamente con la II República, el 14 de abril de 1931.
No creo que haya que aclarar que Franco y el franquismo fueron desde el primer momento arraigadamente monárquicos. Hasta el extremo que tal circunstancia llevaría a algunos falangistas (los autodenominados “auténticos”) a entrar en contradicción con los carlistas primero y con el propio Movimiento Nacional después: rencillas de poder entre hermanos. Aún recuerdo algunas pintadas por el Madrid de los sesenta de “Rey No” realizadas por estos pandilleros de pistola al cinto.
Juan Ignacio Luca de Tena, director del ABC, acérrimo portavoz monárquico donde los haya (muy bien acompañado en su fe borbónica, tanto ayer como hoy, por todos los grandes medios de comunicación) afirmó el 5 de julio de 1972 que: “Sin la cooperación y el entusiasmo de los elementos monárquicos, el Movimiento Nacional no se hubiera producido”.
Luca de Tena, desde luego, sabía mucho y bien lo que se decía. Y aún añadió: “los mismos rojos, antes de llamarnos fascistas, nos llamaban monárquicos”, como si durante toda la dictadura, y aun hoy en día, tal adjetivación fuese contradictoria.
Seguimos. Alfonso XIII, ya exiliado, se dirigió al mismo Luca de Tena el 10 de agosto de 1936, desencadenada la guerra civil por los militares traidores, con estas palabras: “Cuando veas a Franco o a Mola, diles de mi parte que su primer soldado soy yo”.
Don Juan de Borbón, padre del emérito y abuelo del actual monarca, en su afán por incorporarse al ejército franquista, se trasladó hasta Aranda del Duero; Franco, deseoso de preservar su seguridad y sus planes instauradores, cortó su entusiasmo antidemocrático y, por seguridad, no le permitió realizar su deseo pese, claro está, a que tal deseo no llegaba al extremo de ansiar combatir en primera línea.
Paso a paso las cartas iban quedando boca arriba.
Franco deja sin efecto la ley de las Cortes Constituyentes republicanas del 24 de noviembre de 1931 que declaraba a Alfonso XIII “culpable de alta traición” y lo rehabilita mediante una ley propia de la “Jefatura del Estado” del 15 de diciembre de 1938.
El 8 de enero de 1946, Carrero Blanco, en referencia a los contactos con el propio Juan de Borbón, le dice a Franco: “La única sucesión a Vuestra Excelencia tiene que ser la monarquía. La entrevista con Don Juan no ofrece más que ventajas”
Más tarde, el Estado Nacional Sindicalista (NASI podría haberse llamado en agradecimiento al sistema NAZI que tanto le ayudó, si no fuera por el cachondeo siniestro que tal denominación pudiera haber provocado) mediante la ley de Sucesión de 1947, aprobada el 7 de junio, declara que “España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino”.
Las Cortes franquistas que votaron entusiasmadas dicha ley estaban presididas por Esteban Bilbao quien ante el Pleno cortesano dijo: “La Monarquía o la trae Franco o no vendrá”.
Todo un acierto, acierto fácil, y toda una evidencia, la monarquía la traía el dictador y sus armas o no llegaría nunca. Las palabras de Esteban Bilbao constituían también una advertencia para cualquier veleidad de Juan de Borbón de querer ser él, en colaboración con algún sector antifranquista, el adalid monárquico del futuro.
Con la misma ley, Franco se reservaba para sí mismo la designación de la persona que le sucediera: “Artículo 6: En cualquier momento el Jefe del Estado podrá proponer a las Cortes la persona que estime debe ser llamada en su día a sucederle, a título de Rey o de Regente (regente de hecho lo era él, aunque con prerrogativas de monarca absoluto pleno), con las condiciones exigidas por esta ley…”
Recordemos que el 31 de marzo de ese mismo año Carrero Blanco se dirigió a Don Juan diciéndole: “Yo, señor, lo mismo que me crié católico, me crié monárquico”.
El 25 de agosto de 1948, Franco se entrevista en su yate Azor (el mismo que luego utilizaría Felipe González) con Juan de Borbón. Acuerdan la venida a España de Juan Carlos (futuro Juan Carlos I de Borbón) para realizar el bachillerato y estudios militares posteriores. Con Juan Carlos vendría también su hermano Alfonso, muerto de un disparo por el primero en circunstancias nunca establecidas más allá de la versión oficial.
En 1958 se proclama la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional. El Principio VII establece: “La forma política del Estado español es (atención, no dice será) la Monarquía tradicional, católica, social y representativa”.
Aparte la incógnita de qué significa el que una monarquía hereditaria sea “representativa”, tenemos el hecho indiscutible y elevado a Ley con carácter de fundamental (la “Constitución” del franquismo pudiéramos llamarla) de que define a España como Monarquía. Por tanto, es ya una monarquía, aunque todavía no hay rey y la Jefatura del Estado, en buena lógica y en tal situación, permanece, circunstancialmente y mientras esté capacitado, en manos de un regente (denominación muy adecuada al momento) que no es otro que el propio dictador.
Por tanto y según la Ley, en 1958 (y no a finales de 1975 con el juramento juancarlista, ni con la constitución de 1978) España, declarada Reino en 1947, pasa en 1958 a definirse en cuanto a régimen político como Monarquía y Monarquía, en esos años, militar y abiertamente dictatorial.
En el mismo año 1958, el 5 de octubre, Juan de Borbón declaró: “si se proclama la Monarquía tradicional, católica, social y representativa se interpreta fielmente las esperanzas y anhelos de los españoles”.
No extraña pues que el 1 de noviembre de 1961 el mismo personaje declarara: “Quiero, en primer lugar, manifestaros que juzgo el estado de mis relaciones personales con el Generalísimo Franco (bien podría haber dicho con el regente) como de perfecta cordialidad”. Y no era para menos, el proyecto dinástico Borbón se había ya cumplido.
El 15 de mayo de 1964, y siguiendo su plan restaurador y la lógica más elemental, Franco preside el desfile de su Victoria en compañía de su futuro sucesor en la Jefatura del Estado, Juan Carlos de Borbón.
Franco, incluso, se integra en los conciliábulos cortesanos de la familia borbónica. Así, la reina Victoria Eugenia (reina de nada en realidad), a principios de 1968 se encontró en España con el propio Franco, quien el 21 de julio de 1969 contaría: “Cuando estuvo aquí el año pasado la Reina Victoria Eugenia, ella me dio a entender que se inclinaba por la solución de su nieto el príncipe don Juan Carlos”.
Juan de Borbón escribe a su hijo el doce de octubre de 1968: “El hecho de pensar en la Monarquía como forma de sucesión (olvida que la Monarquía ya había sido declarada como forma de Estado en España diez años antes, no había nada que pensar) y desemboque de este periodo excepcional es consecuencia de la concepción clarividente del General Franco”.
En el mismo 1969, Juan Carlos escribe a su padre: “A mí me ha dicho el Generalísimo que me va a nombrar sucesor”.
El regente, en cuanto dictador, se reserva, dentro de las opciones dinásticas, la persona concreta que le sustituirá al frente de la institución monárquica.
Así, el 22 de julio de ese mismo año, las Cortes franquistas, al amparo de la ley de 1947, ratifican la voluntad de Franco para designar a Juan Carlos como su sucesor a la cabeza del Estado con el título de “Príncipe de España”. Un Príncipe cuya carrera y estudios fueron exclusivamente militares. La Jefatura del Estado seguiría estando en manos militares y así sigue.
Con la muerte del dictador, la proclamación como rey, según las disposiciones de Franco, de Juan Carlos I el 22 de noviembre de 1975, y la posterior Constitución monárquica de 1978 no hicieron sino ratificar la ley franquista de 1947 y el Principio VII de, justamente, la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958, así como las previsiones sucesorias, designación incluida, establecidas en 1969 por el regente dictador Franco.
Romper con la Monarquía y romper definitivamente con el franquismo son, en consecuencia, dos opciones perfectamente entrelazadas y sin duda necesarias para el desarrollo y buen avance de la democracia, suponiendo democracia a esta democracia en la que no pocos militares siguen pidiendo paredones para millones de españoles y las nuevas bandas fascistas recorren calles con antorchas, apalean a jóvenes antifascistas al amparo policial e insultan a mujeres al más rancio estilo de los matones de la dictadura.
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