Controlando a los pobres no se erradica (ni reduce) la pobreza

Uno de cada cuatro hogares en España atraviesa graves dificultades de empleo. Ya sea por desempleo o por tener empleo precario, que no les permite salir de la pobreza.

Por María José Aguilar Idáñez.

En España, en lugar de reducir la pobreza, la hemos duplicado en un par de años.

6 millones es el número actual de personas pobres en España. Hace dos años y medio eran 3 millones. Se trata de pobreza severa, ojo, porque si hablamos de personas en exclusión social, son 11 millones las que la sufren.

Son datos que acaba de publicar la Fundación FOESSA de Cáritas, en su reciente informe sobre Análisis y Perspectivas 2021.

El informe muestra, de manera contundente, cómo se ha producido un deslizamiento hacia situaciones de mayor precariedad y exclusión social. Estamos en una carrera imparable hacia una sociedad más desigual, donde el grupo que más crece es el de los más desfavorecidos. Y entre ellos, los que más sufren son las familias con niños, niñas y adolescentes, las familias monoparentales y las de origen inmigrante. Ellas son las perdedoras de esta última crisis. Como ya lo fueron en las anteriores.

El informe de Cáritas muestra cómo la pandemia ha incrementado los niveles de exclusión en el conjunto de la población, en todas las dimensiones que han analizado: empleo, consumo, salud, educación, política, vivienda, conflicto social y aislamiento social. 

Pero esos efectos son especialmente intensos en dos aspectos estructurales que no varían nunca en nuestro país, porque se comportan igual cuando estamos en crisis que cuando estamos en crecimiento: se trata del empleo y la vivienda. Empleo y vivienda son, por tanto, derechos sistemáticamente vulnerados en nuestro país.

Uno de cada cuatro hogares en España atraviesa graves dificultades de empleo. Ya sea por desempleo o por tener empleo precario, que no les permite salir de la pobreza.

Y en 1 de cada 6 hogares, los gastos de la vivienda suponen tal carga que una vez pagados esos gastos, la familia se queda en situación de pobreza severa.

Resumiendo, sólo 4 de cada 10 hogares en España, vive en una situación de integración social plena. Y, para colmo, la educación protege cada vez menos de la exclusión. Lo que incluye por primera vez a los universitarios.

Cuando hablamos de cifras de pobreza los grandes números generalmente nos impiden percibir el terrible sufrimiento que soportan las personas empobrecidas y vulnerabilizada, por un sistema socioeconómico como el español, donde las desigualdades son cada vez mayores.

Un reciente informe de Hacienda, usando los datos de IRPF de los últimos años por código postal, nos muestra claramente cómo ha ido aumentando la desigualdad entre los barrios más ricos y los más pobres en 40 ciudades españolas. 

Los barrios más ricos se enriquecen el triple que los barrios más pobres entre 2013 y 2019. La diferencia de renta personal anual es de 200.000 euros entre unos barrios y otros. En los barrios ricos se vive de las rentas (ya que sólo el 56% de su renta se genera por salarios o pensiones), mientras que en los barrios pobres se vive del salario (casi un 90% de la renta de estos barrios se genera por salarios y pensiones). Así que no es el trabajo ni el esfuerzo lo que hace que los ricos sean cada vez más ricos, sino el patrimonio. Unos pueden vivir sin trabajar, mientras otros apenas sobreviven, aunque trabajen.

Como sociedad hemos sido capaces en solo un año y medio de poner en común todo el conocimiento global en materia de salud para obtener logros como las vacunas contra el coronavirus en un tiempo récord.

También hemos sido capaces de aprender de la experiencia de la crisis financiera de hace una década para no repetir los mismos errores de política monetaria.

Sin embargo, en materia de exclusión, desigualdad y pobreza, seguimos sin utilizar el conocimiento científico. Se siguen tomando las mismas decisiones erradas del pasado, centradas más en controlar a los pobres que en erradicar la pobreza. Porque en lugar de utilizar el conocimiento global sobre inclusión social generado por las ciencias sociales, quienes toman las decisiones que afectan a la sociedad siguen pensando (aunque no se atrevan a decirlo claramente) que los pobres lo son por su culpa. Esta economía moral que gobierna las decisiones en materia de exclusión y pobreza, que exalta a unos y denigra a otros, solo es reflejo de la aceptación de la desigualdad y la opresión normalizada en el día a día.

Ya es hora de tomar las decisiones correctas, basadas en el conocimiento científico existente, para erradicar la pobreza. Porque las decisiones tomadas hasta ahora, basadas en la aceptación de la desigualdad y la opresión como algo inevitable, y en la idea de que la pobreza es culpa de las personas empobrecidas, no tienen base ni fundamento científico de ningún tipo. Más bien todo lo contrario: la ciencia viene demostrando de forma reiterada, que controlando a los pobres no se erradica la pobreza. Que lo que hay que hacer es combatir es la desigualdad.

El individualismo liberal injusto sigue siendo la lógica que anima las políticas sociales, los servicios públicos conexos y las prácticas profesionales normativas en la actualidad. El sentimiento de que escapar de la pobreza es responsabilidad de un individuo permanece como un tema recurrente de los servicios sociales contemporáneos. 

Siempre han sido los donantes quienes deciden qué necesitan los receptores, alimentando una economía moral donde quienes están en condiciones de dar son moralmente y se asumen superiores, de modo que cualquier distribución responsable de recursos debe ser determinada por ellos; no por quienes los necesitan.

Se trata de un sistemático paternalismo de clases dominantes hacia las personas pobres (en realidad son empobrecidas, pero al llamarlas pobres las construimos como inferiores y no como oprimidas) que exalta y beneficia más a las primeras mientras denigra a las últimas. Esto se aprecia fácilmente, por ejemplo, en la mayoría de los programas para personas sin hogar cuyo foco se centra en los esfuerzos de los individuos para salir de la pobreza, sin tratar problemas sistémicos. 

Los itinerarios individuales de inserción sociolaboral, que son condición habitual para acceder a los recursos, por escasos y miserables que estos sean, son otro ejemplo muy extendido en los servicios sociales y en los programas de garantía de rentas mínimas. Y esta será la principal condición compulsiva asociada a la percepción del Ingreso Mínimo Vital (que el gobierno de España ya ha empezado a implementar, en asociación con entidades del llamado tercer sector).

Desde sus inicios, la intervención pública y privada en el mundo social se sustenta en el supuesto de que las clases dominantes tienen mejor idea de lo que necesitan los pobres. Los pobres lo son por su propia culpa y seguir las instrucciones de la clase dominante es su salida a la pobreza. Puede parecer estereotipado, pero esta economía moral de la acción social, que funciona activamente exaltando a unos y denigrando a otros, radica en una aceptación de sentido común de la gran desigualdad y la opresión normalizada.

¿Por qué deben decidir las entidades, las empresas y las profesionales sociales qué necesitan las personas y cómo deberían vivir sus vidas? ¿Por qué las personas pobres sólo tienen voz cuando sus narraciones se alinean con las de los ricos? 

¿Por qué sólo nos preocupamos de “a dónde va el dinero” cuando se trata de darlo a los pobres? ¿Por qué no nos preguntamos “a dónde va el dinero” cuando lo gestionan entidades, empresas, servicios, gestores, directivos, profesionales, etc.? 

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