Por Jesús Ausín con ilustración de LaRataGris
El pasillo de un blanco impoluto. Sobriedad en las paredes. Un único cuadro en la sala de espera. En él, una enfermera que se lleva el dedo índice a la boca. Es la señal universal de silencio. Las butacas ajadas, de un rojo apagado, esperan a los primeros pacientes. En cada una de las esquinas que forman las butacas rojas que se extienden contra la pared, una mesa con revistas viejas. Revistas médicas pasadas de fecha, sobadas por el tacto pero impolutas en su interior. Humildad es la primera en llegar. Tiene cita a las cinco pero le gusta adelantarse un poco. Por respeto. Porque le parece de mala educación llegar tarde a una cita y más si es con el médico. La mano le está matando. La tendinitis le produce un constante dolor que le llega ya hasta el codo. El traumatólogo tarda en llegar. Debería haber estado en su consulta a las cuatro y media, pero son casi las cinco y aún no ha empezado. Humildad saca su libro y espera su turno leyendo. Llega una señora joven. Unos treinta y cinco. Pelo moreno peinado en una especie de cardado moderno. Lleva de la mano a un niño de unos cinco años y detrás, otro de unos siete. Entran en la sala alborotando. El pequeño hace pucheros y el mayor le chincha por la espalda. La madre, ni se inmuta. Se sientan en tres butacas pero ocupan cinco. El niño menor se dirige a una de las mesas con las revistas. Las coge una a una y empieza a apilarlas. Como si fuera una torre. Cuando casi ha acabado, el mayor, llega y empuja las revistas que caen al suelo con estrépito. Humildad levanta la vista del libro y les mira con intención de asesinarlos. La madre reacciona con un alarido. “¡Estaos quietos!”. Saca dos móviles del bolso. Uno se lo entrega al hijo mayor y el otro se lo queda ella. Les dice que se pongan a jugar con el móvil y que se sienten. El pequeño protesta. Él quiere ser el primero en jugar con el cacharro. El mayor se vale de su fuerza para apartarle de un manotazo. El pequeño vuelve a hacer pucheros. La madre le coge del brazo y le dice con histeria que se calle. El niño se enfurrusca y se mete debajo de una de las mesas que sostienen las revistas. El mayor consigue por fin lo que quería y se sienta en una de las butacas, en el extremo opuesto a su madre. La madre, vuelve a su silla y pregunta a Humildad si lleva mucho rato esperando. -Diez minutos, le dice Humildad. -Y, ¿a qué hora tienes la consulta? Vuelve a preguntar la madre. – A las cinco. – Entonces nosotros vamos antes que tenemos a las cuatro y media. Humildad se calla. Piensa que si tienen cita a la cuatro y media, ¿Por qué han llegado a las cinco menos cinco? Que poca vergüenza. Vuelve la mirada al libro y se evade en la lectura. Cinco y cinco y el doctor sigue sin aparecer. La señora de los niños mira el móvil. Un bip, bip, le acaba de avisar que tiene un nuevo mensaje de WhatsApp. Abre el video que acompaña al mensaje y suena a todo volumen la música de la lotería de navidad. Ni se inmuta. Sigue viendo el vídeo con el sonido a tope. Su hijo mayor, está jugando a Xenowerk y los disparos retumban en la sala de espera. El niño pequeño, atraído como un imán por el ruido de los disparos del juego de su hermano, sale de su madriguera, levantando la mesa con la espalda, sin querer, y dejándola caer con estruendo, tirando, de nuevo, algunas revistas al suelo de la sala de espera. No se molesta en recogerlas. Su madre, ni se ha enterado absorta en el vídeo de la lotería y en el sonido del despertador y en la voz en off del locutor que dice una y otra vez, hoy es veintidós de diciembre, por fin llegó el día del sorteo de navidad. El pequeño de los hermanos, sentado ahora junto al mayor, le grita “Cuidado Juan por detrás” y a continuación se escucha el sonido repetitivo de los disparos del videojuego. Aquello parece un casino más que una consulta. La madre con el video a todo volumen, los niños con el juego de matar a los mutantes. Humildad no puede más. Poco a poco se le está hinchando la vena en el cuello hasta que estalla: – Bueno. ¡Ya está bien!. ¿Quieren ponerse cascos para usar los móviles? ¡Esto es una consulta y hay un cartel de silencio. No el mercado! La madre perpleja, tarde en reaccionar. – Y qué quiere que haga. ¡Son niños! ¿Quiere que los ate? – Mire, pues no estaría mal. Responde Humildad. O mejor, debería atarse usted. La enfermera entra por la puerta y deshace la tensión. Le dice a la madre y a los dos “angelitos” que pueden pasar a la consulta. |
Con su mismo disgusto
Hace unos días ha saltado la polémica, como siempre en Twitter, sobre si los niños molestan o no cuando vamos a cenar fuera.
Quedo a comer con unos amigos. En la mesa de al lado hay dos bebés. Tras 23.008 alaridos me da por girar la cabeza en plan “oye, vale ya”. La madre responde a la mirada: “Es un bebé”. Recordad: el resto no tenemos por qué aguantar a vuestros niños. ¿Estáis de acuerdo? ¿O no?
— Rodrigo G. Fáez (@RodrigoFaez) 25 de noviembre de 2018
Las respuestas han sido encontradas. Y sobre todo actúan de notario fehaciente del sistema asocial que hemos creado en el que el ponerse en el lugar del otro está pasado de moda y solo es propio de los no integrados. De los molestos Pepito Grillo que dicen lo que piensan con sus comentarios fuera de la hipocresía de esta sociedad impostora en la que los ladrones llevan corbata de seda y traje de Enzo D’Orsi, pero no se les puede llamar ladrones porque es una falta de respeto. Que te roben todos los días, que le priven a la mayor parte de los ciudadanos de derechos y servicios públicos, no es una falta de respeto. Algunos lo llaman patriotismo.
En el caso del twit del periodista Rodrigo Faez, parece evidente que siendo un bebé el causante del lío, no es cuestión de educación del chaval, aunque es evidente que si de los padres. Uno puede salir a cenar, al cine o donde quiera con su hijo recién nacido. Pero también, por educación, deberíamos ser capaces de empatizar con los de al lado y pensar que si el niño llora desconsoladamente, ya sea porque le están saliendo los dientes, por un cólico o porque es un niño “guerrero”, hay que levantarse, coger al niño en brazos y llevárselo fuera, a un lugar en el que intentar calmarlo y en el que no molestemos a los demás. Eso se llama empatía. Es más. Si sabemos que el niño tiene problemas habituales de cólicos o que está echando los dientes o que es muy guerrero, igual deberíamos plantearnos que no podemos salir a cenar fuera o que no podemos ir al cine con él. Porque sí, la criatura es un bebé al que no se le puede educar aún, pero nosotros deberíamos venir educados de casa.
Pero mi experiencia me indica que el problema con los bebés es ridículo comparado con el que crean cuando los niños están ya creciditos. Niños que como en el caso de la historia que ilustra este artículo se pelean en una consulta médica, mientras el padre o la madre están a lo suyo viendo el Whatssapp, el Facebook o jugando al Candy Crush. Niños que van al restaurante con sus padres y que se dedican a correr y a jugar al escondite por el comedor, entre las mesas de los demás, mientras los padres y sus amigos o familiares disfrutan tan ricamente de la velada sin ni siquiera pasárseles por la cabeza que sus hijos están molestando a todos los demás. Niños que llegan a una casa ajena y se dedican a subirse en el sofá y a saltar como si fuera una cama elástica. …
¿Son los niños los culpables? Evidentemente no. Los culpables somos los padres que en algún caso no sabemos transmitir los valores de vivir en sociedad y en otros, en la mayoría, no se puede transmitir aquello de lo que se carece.
Hemos creado una sociedad en el que el individuo prima sobre la comunidad. En el que lo asocial prima sobre los valores de empatía con los demás. ¿A cuantos de nuestros vecinos conocemos y saludamos? ¿Damos los buenos días o las buenas tardes cuando entramos en un ascensor, en el autobús o en una consulta médica? ¿Recogemos las mierdas de nuestro perro en la calle? ¿Reprendemos a nuestros hijos si se ponen a saltar en la escalera de casa? ¿Cómo van a tomar ejemplo nuestros hijos si lo que ven en casa son comportamientos individuales y asociales?
Este sistema de hijoputismo especulativo nos ha enseñado solo a consumir. Y consumir es contrario a empatizar con el exterior. Consumir nos ciega. Nos crea la ilusión de que los deseos son derechos individuales. Nos impide ver que estamos llenando los mares de plástico. Que en África se están esquilmando los recursos naturales y esclavizando gente para que podamos tener el móvil de última generación. Que nuestros barcos ejercen la pesca corsaria en aguas de Sudán y que están vaciando el mar de especies por la pesca intensiva y por el arrastre que solo mira el negocio. Que nuestros agricultores están llenando el suelo de pesticidas y están agotando la tierra con los cultivos masificados y endémicos. Que la producción masiva de carne está contribuyendo seriamente al cambio climático y no solo por las ventosidades de las vacas.
Hasta nos hemos convencido de que ser solidarios es comprar un kilo de arroz de treinta céntimos o un kilo de garbanzos de ochenta en una recogida de alimentos. Consumir nos hace estar pendientes de lo superfluo, competir con nuestros semejantes en una disparatada carrera por ver quién tiene el mejor coche, la mejor casa y el colegio más caro para nuestros hijos. El consumo desmedido y frenético nos aísla y nos hace creer que solo existen los derechos individuales. El consumo nos priva de la razón y nos crea el pensamiento egocéntrico. Nuestros deseos impulsivos como ser padres, llevar la vida de antes de ser padres, meterse con el coche por el centro de la ciudad o ver un vídeo sin quitarle el sonido en un hospital, los hemos convertido en derechos individuales. Por el contrario, los derechos de verdad, como el que todo el mundo tenga un trabajo digno y suficientemente pagado, una vivienda en la que cobijarse, una justicia imparcial e igualitaria y que todo el mundo contribuya en su medida justa al sostenimiento del estado a través de impuestos, solamente nos preocupan si somos nosotros los actores principales de su carencia.
El auge del fascismo no es otra cosa que un empoderamiento del individuo sobre la sociedad. Nos molestan los emigrantes, sobre todo, porque tenemos miedo a algo tan ridículo como que cambien nuestras costumbres. Nos molesta que, en este sistema especulativo dónde todo es competencia, puedan triunfar en la vida mientras nosotros seguimos sin alcanzar nuestros sueños. Nos molesta que sus hijos jueguen con los nuestros por miedo a que les peguen algo tan difícil de erradicar como otra forma de jugar. Otra cultura. Nos molesta que puedan llegar aquí y triunfar como molesta en los pueblos que alguien de fuera llegue a ser alcalde. solo aceptamos a los migrantes si podemos aprovecharnos de ellos. Cuando tienen que limpiarles el culo a nuestros padres mayores, cuando podemos pagarles a dos euros la hora porque limpien nuestras casas o cuando nos hacen la chapuza del baño o la cocina por un precio irrisorio.
El individualismo prima. Porque nosotros siempre llevamos razón y el vecino es un capullo que solo piensa en si mismo.
Hemos dejado que la educación en valores sociales se vaya por el sumidero. Nos han convencido de que enseñar aquello que a nosotros no nos gusta es adoctrinar. Nos han metido en la cabeza que haber nacido en un lugar da prioridad y es un derecho humano y que un país como España en el que uno de cada cinco trabajadores está en paro y de los otros cuatro, tres trabajan sin condiciones laborales y con salarios de miseria, es el paraíso terrenal. Nos han iluminado haciéndonos creer que tomar decisiones sin observar las consecuencias que las mismas tienen sobre los demás, es libertad. Y sin embargo nos han hecho creer que quién no opina como la mayoría es un inadaptado, un antiespañol y que debería irse fuera.
Somos carne de cañón.
Sin sociedad no hay estado. Y los oligarcas, en su anarcohijoputismo especulativo en el que el estado no solo no les controla sino que además respalda sus fechorías a través de tribunales cargados ideológicamente y de leyes abstractas fáciles de interpretar en uno u otro sentido, según convenga, están dando palmas con las orejas.
Erradicar la ignorancia se hace fundamental. Revocar concesiones televisivas una necesidad higiénica. Aislar a los individualistas, la única forma de derrotar al fascismo.
Salud, república y más escuelas.
Por esto podemos demostrar superioridad humana y etica
, practicando la empatia y la asertividad
hasta donde nos dejen los sicopatas