La guerra se ha llevado las esperanzas de todo un pueblo, ha dejado huérfanos de espíritu a muchos y ha provocado un sinfín de preguntas que enturbian el futuro de Armenia y Artsaj, pero de todo este relato hay una única idea clara: el pueblo armenio nunca dejará de existir.
Por Yanick Ivanyan
Nora Poghosyan no pisa su ciudad natal desde los quince años, hoy tiene setenta y cuatro y algunas arrugas en la cara. Nora vive en la costa alicantina pero nació mucho más lejos, entre las montañas del Cáucaso Sur, en un territorio en eterna disputa. La suya es una historia con nombre y apellido y junto a muchas, teje la memoria colectiva del pueblo armenio en la diáspora.
Nora le da un sorbo a la taza de café armenio mientras cuenta los recuerdos de su infancia en el barrio donde creció. Mientras ella cuenta su historia desde la diáspora, el polvorín del Nagorno Karabaj puede estallar en cualquier momento. Y es que la guerra en Artsaj, nombre histórico en armenio de este territorio, es algo cotidiano.
La primera guerra de Nagorno Karabaj tuvo lugar en los 90, después de su autoproclamación como república de facto y con el colapso de la Unión Soviética. Treinta años después, en 2020, cuando el mundo estaba en vilo por la pandemia de Covid-19, Azerbaiyán usó la táctica del oportunismo coyuntural, con el apoyó de Turquía, y decidió desencadenar una guerra de 44 días que llevó consigo grandes pérdidas humanas en ambos bandos y provocó el desplazamiento de más de 120.000 armenios de la región afectada. Además, más del 70% del territorio de Artsaj, que hasta entonces había sido controlado por las fuerzas armenias, pasó a manos azeríes. La parte azerí uso entre otras cosas, drones kamikaze y fósforo blanco, prohibidas por el Derecho Internacional.
La guerra y sus consecuencias se han convertido en el pan de cada día de los armenios de Artsaj. Pero no solo son estallidos, desde diciembre de 2022, las fuerzas azeríes tienen bloqueada la única carretera que unía este territorio asolado con Armenia, y por ende, con el mundo. Desde ese mes, son frecuentes los cortes de gas, luz o agua y los escasos recursos alimentarios que hay, se racionan mediante cheques.
Pero en este conflicto hay algo claramente peor, los armenios del Alto Karabaj se han acostumbrado a la guerra, aunque resulte incongruente que en pleno siglo XXI, después de muchos errores históricos, que se han llevado por delante a millones de personas de las más distintas idiosincrasias, siga tan normalizada esta práctica bélica.
Cuenta Nora, con la pena de una abuela, que no hay hogar en Armenia donde no haya una mujer vestida de negro por el luto a algún familiar que se llevó por delante la guerra. Su teoría la refuta Alberto Rodríguez, periodista especializado en Oriente Medio, que cuenta que en el país “no hay una sola persona que no conozca a alguien muerto en la guerra”.
Él estuvo en la segunda guerra de Karabaj en 2020, y destaca que el del Alto Karabaj es uno de los conflictos más complicados del espacio post soviético por la cantidad de factores exteriores e intereses geopolíticos de la región, un escenario pesimista que deja con él una amplia tragedia humana, a veces, invisibilizada o pormenorizada por los medios occidentales.
Pero, a pesar de ello, hay voces que cuentan la misma historia para que no se arrincone en el lugar del olvido. Desde Ereván, la capital de Armenia, la periodista Betty Arslanian se encargó de dar voz a todas esas atrocidades que se cometen en la guerra y mostrarlas al mundo. Ella, armenia de la gran diáspora de Argentina, decidió cambiar el rumbo de su vida hace ocho años, cuando dejó el Atlántico atrás para reencontrarse a sí misma en el Cáucaso y establecerse en la capital armenia. Sus intenciones son claras y como cuenta ella misma, quería “dar voz y visibilizar escenarios que en el periodismo internacional están invisibilizados”, refiriéndose a la guerra de 2020.
Mientras, en Elche, Nora le da el último sorbo y da la vuelta a la taza de café, para tiempo después, predecir el futuro mediante el poso del mismo. Un ritual tan armenio como la cristiandad, los albaricoques y los jachkar.
La abuela repara en un futuro incierto que encuentra nuevas trabas a diario para el establecimiento de la paz entre Armenia y Azerbaiyán, una paz real que resuelva un conflicto demasiado largo y que además dé las garantías necesarias de seguridad a todos los habitantes de la región del Alto Karabaj.
Fronteras borradas en la URSS
Las poblaciones de los tres países que componen el sur del Cáucaso, Armenia, Azerbaiyán y Georgia, no han corrido siempre la misma suerte. Siendo un territorio crucial en la historia del mundo, a caballo entre Europa y Asia, han tenido en su esencia la riqueza cultural oriental y las más puras ideas occidentales. En el Cáucaso hubo un día en el que dejaron de existir las fronteras, y también otro día en el que sus fronteras interiores se repartieron de forma desigual. En medio de todo ello estaba Artsaj, un enclave donde las montañas trazan sus propias fronteras, a pesar de lo que digan los gobernantes.
Hoy en día, muchas ciudades azeríes tienen dos nombres, uno en armenio y otro en azerí. También dos historias bien distintas, contadas y acalladas desde las voces de sus pueblos, los verdaderos sufridores de su propia historia. Las dos poblaciones han vivido en sus carnes la corrupción post soviética y la agria guerra.
En el caso azerí, la situación no mejora actualmente, pues a pesar de ser un país con recursos energéticos y económicos suficientes, su presidente, Ilham Aliev, que relevó a su padre Heydar Aliev en 2003 como dirigente del país, mantiene a la república en un régimen manejado por su estirpe, lo que la posiciona en los puestos más bajos de los distintos ránking internacionales acerca de derechos humanos, corrupción o libertad de expresión.
En el último caso, según el informe 2023 de Reporteros Sin Fronteras, el país azerí se ubica en la línea roja, en el puesto 152, un puesto delante de Afganistán y uno detrás de Pakistán. En cambio, Armenia se sitúa en el puesto 49, muy cerca de los Estados Unidos o Italia.
Al acecho de los tres países transcontinentales, han estado históricamente el Imperio ruso, el Imperio otomano y el Imperio persa, los tres se han repartido durante siglos, invasiones mediante, las montañas del Cáucaso.
En 1920 fue diferente, la recién instaurada Unión Soviética invadió Azerbaiyán, convirtiéndola en un república soviética, tras ello le tocaba el turno a los restos de una joven República de Armenia, fundada en 1918, que trataba de sobrevivir, a duras penas, al aniquilamiento en masa de su población, el conocido como primer genocidio del siglo XX, el Genocidio Armenio, perpetrado a partir de 1915 por el Imperio Otomano.
La URSS constituyó con su régimen comunista a establecer una población feliz y bien controlada, una unión internacionalista de pueblos hermanos donde todo era posible, donde la convivencia de azeríes y armenios fue una realidad.
Así lo cuenta Nora, que destaca que durante la era comunista de Ereván, la población vivía con sus necesidades saciadas, con trabajo y sin hambre, pero también reprimida y controlada.
Pero los intereses geopolíticos de la recién creada Unión Soviética hicieron hacer y deshacer las fronteras como si fuera un cajón de sastre, así, para complacer a su vecina Turquía, en 1921 el Politburó cedió la región armenia de Kars al país otomano. De igual manera y por decisión de Stalin, la región de Nagorno Karabaj fue a parar a manos de la RSS de Azerbaiyán, que la administraría de iure. También existe la teoría de que la cesión del Alto Karabaj al país azerí se debe al rechazo primario de los armenios hacia los comunistas, que lucharon para frenar el avance soviético hacia su estado.
Durante los siguientes años, armenios, azeríes, georgianos y minorías como los yazidíes, kurdos y talish convivieron bajo el paradigma internacionalista de la URSS.
Nora, armenia, nació en 1949 en plena posguerra en la ciudad azerí de Ganja, o la ciudad armenia de Gandzak, creció en la casa de sus abuelos en el barrio armenio. Dejó su casa con 15 años y se mudó a Ereván, allí estudiaría lengua y literatura rusa y se convertiría en una joven maestra que daba clases en el Instituto número 75 de la capital armenia. Nunca más volvería a su casa en el barrio armenio de Kirovabad, porque el barrio dejó de existir.
En 1988 con el Pogromo de Kirovabad, muchos azeríes se alzaron en contra de sus vecinos armenios, como consecuencia más de 200 mil armenios tuvieron que huir a la República Socialista de Armenia, de la misma manera, cerca de 160 mil azeríes fueron desde sus casas en territorio armenio hacia la República de Azerbaiyán, con esto se dio la primera guerra de Nagorno Karabaj, que duró hasta 1994. La violencia desmedida de ambos bandos, los pogromos de Sumgait, Bakú o el anteriormente mencionado de Ganja dieron resultado a un desastre con más de 40 mil muertos entre ambos bandos. El resultado de la guerra de antaño, fue la victoria del lado armenio, haciéndose con el control del Alto Karabaj durante cerca de treinta años, un paradigma que cambió con la segunda guerra de Artsaj, donde los azeríes han tomado el 70% del territorio, firmando un acuerdo de paz ficticio, con la supervisión de Rusia, que no ha resuelto el conflicto ni mucho más allá. Un conflicto inacabable que según Francisco Zurian, director de la recién creada Cátedra de Estudios Armenios de la Universidad Complutense de Madrid, necesita de unos valores democráticos asentados para “no olvidar el pasado, pero querer construir el futuro”.
Este profesor de Comunicación Audiovisual de la UCM nada tenía que ver con Armenia hasta hace algunos años, si bien el ian de su apellido, característico de los cognombres armenios, da alguna pista sobre su ascendencia, no fue hasta hace poco, en un viaje académico por Ereván, donde se puso a rebuscar en su propia historia personal. A él la memoria oral le sirvió de poco, pero lo poco que sabe es que su abuelo llegó al puerto de Alicante huyendo del Genocidio Armenio, desde entonces todo fue silencio en una familia que vivió con la tradición valenciana y que convivió con el tabú de la matanza de los armenios. Zurian vive su nueva forma de ser armenio de forma plena, luciendo en todos los actos que programa desde la Cátedra, una chapa con el dibujo de una flor nomeolvides, un símbolo del Metz Yeghern, la gran tragedia armenia.
Muy parecida a la historia de Zurian, es la de Iván Gaztañaga, su nombre ni siquiera informa de su procedencia. Él, criado en el norte de España, vive actualmente en Chicago, pero también es armenio. Tanto que se ha especializado en estudios armenios sobre el Genocidio Armenio. Sus padres biológicos vivían en Rusia, de madre rusa y padre armenio, tuvo que hacer una investigación casi judicial para adentrarse en esa identidad armenia que une a todos los protagonistas de esta historia. Para él, ser armenio es compartir mesa con quien no conoces pero compartes historia y pasado. Sentirte en casa hablando con desconocidos, una sensación que bien podría pertenecer a ese patrimonio cultural tan rico de las gentes del Cáucaso, si no fuera por las perversas guerras.
Nosotros somos nuestras montañas
Un armenio nace sabiendo su historia dolorosa, su deber de supervivencia en el mundo y que su esencia está en las montañas. Es por ello, que se repite como un mantra la frase de “nosotros somos nuestras montañas”, que reivindica precisamente las raíces de esta nación histórica repleta de naturaleza y bosques. Tanto que en el norte de Stepanakert, la capital de Artsaj, sobresale en una colina una escultura con este nombre, en ella una pareja de ancianos ataviados con el traje típico armenio, permanecen intactos al paso del tiempo, como si lo hicieran los propios ancestros del país.
De todos ellos nacen relatos con un denominador común, el sufrimiento por el mero hecho de existir. En este vaivén de nombres y apellidos está el de Narine Emiryan, otra armenia que vive en la diáspora española, pero nacida en Artsaj algunos años antes de que estallara la primera guerra en los 90.
Narine narra cómo su madre tuvo que esconderse junto a ella y a su hermano pequeño en los bosques de Karabaj durante seis meses. Durante esos seis meses en los que pensaban que su padre había muerto luchando, vivieron con la amenaza constante de la guerra. Según sus propias palabras para ella y todos los niños de la guerra, “los bombardeos eran como un juego”, porque su temprana inocencia no alcanzaba a entender los juegos de mayores. Más tarde, su familia sería trasladada a la provincia armenia de Abovyan, donde se reubicó a muchos desplazados por la guerra en pequeñas casitas prefabricadas de madera. Narine destaca el coraje de su madre para sobrevivir y retar a la muerte, de la mano de dos niños pequeños. Para ella, la adolescencia era ir cada verano a la casa de su abuela materna en Artsaj, la única que quedó en pie tras la guerra. Un recuerdo manchado hoy por el dolor de no poder volver nunca más a esa tierra montañosa que supone la región del Alto Karabaj.
Los crucifijos inacabables
Más de un 96% del conjunto internacional de armenios cree en Dios, concretamente en la Iglesia apostólica armenia. Con este porcentaje se podría tratar de calcular la cantidad de crucifijos que cuelgan sobre el pecho de los armenios, prueba de ello son Nora y sus nietos, también Narine y su marido, y así muchos de ellos.
También los jachkars, que fuera de Armenia, adornan parques y plazas de muchas ciudades del mundo, trayendo un trozo de este país a todas partes. Estas cruces de piedra enormes, talladas con cada infinidad de detalles y símbolos antiguos, son más que una decoración para las comunidades armenias de la diáspora, son un punto de encuentro y una piedra angular en la vida de los armenios. En España, adornan ciudades como Madrid, Barcelona, San Sebastián, Málaga o Alicante, toda una declaración de intenciones para las vastas comunidades armenias que habitan en estos territorios.
La relación de los armenios con el cristianismo no es precisamente nueva, de hecho fue el primer estado en reconocer esta religión como oficial en el año 301 d. C, setenta y nueve años antes que Roma con el decreto del emperador Teodosio. Desde entonces, allá donde haya habido un armenio, no ha faltado una iglesia. Quizás, la clave de la supervivencia y en muchos casos de la persecución de los armenios en su propia tierra y fuera de ella, haya sido su fe. Una fe tan dura como las cruces de piedra, tan alta como las montañas y tan suya como de nadie. Decía Lord Byron que “el armenio es la única lengua para hablar con Dios”, y es que en fe, un bien impagable con dinero, este pueblo es el ganador.
Una fe que aúna a la diversa diáspora armenia, más de nueve millones repartidos por todo el mundo, teniendo gran relevancia en países como Estados Unidos, Francia, Rusia, Argentina o Brasil. Por contra, alrededor de tres millones de armenios son los que quedan en la disputada y pequeña tierra que queda en el corazón del Cáucaso. Un diáspora unificada pero con vastas diferencias, segundas o terceras generaciones de supervivientes del genocidio, desplazados de guerras modernas como la de Siria, que componían a su vez ascendencia armenia asentada allí escapando de las matanzas otomanas, incluso aquellos que tuvieron que exiliarse en los últimos 30 años, después de la profunda crisis económica y política en la que se sumió el país tras el desplome del sistema soviético y la primera guerra de Artsaj. Todos ellos componen un mosaico diverso y amplio con una misma identidad, con una misma raíz.
La guerra se ha llevado las esperanzas de todo un pueblo, ha dejado huérfanos de espíritu a muchos y ha provocado un sinfín de preguntas que enturbian el futuro de Armenia y Artsaj, pero de todo este relato hay una única idea clara: el pueblo armenio nunca dejará de existir.
En la historia, a pesar de los intentos de aniquilación y exterminio de este pueblo, a pesar del silencio y la ineficacia de los agentes internacionales, siempre ha habido armenios con una misma raíz y repartidos como semillas por todo el mundo. Por ende, el futuro de Armenia podrá ser complicado pero el del pueblo armenio no lo es. Mientras quede la memoria para tejer la historia desde el lado olvidado, siempre habrá esperanza para un pueblo.
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