Yonkis de la revolución

Por Francisco Gallego

Revolución es una palabra con gran significado, potente. Desde luego no pasa desapercibida en cualquier tipo de discurso y mucho menos en el político. Si nos ceñimos a la política, la RAE establece dos acepciones a este grandioso vocablo:

1- Cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional.

2- Levantamiento o sublevación popular.

La RAE lo tiene bastante claro. Atendiendo a estas definiciones deberíamos tener más claro que esa nueva política que nos prometía cambios con sonrisas, la prédica abstracta de la paz, poner la otra mejilla ante el fascismo, etc, es una maliciosa infección para la clase trabajadora, a la cual embauca con ideas que no desembocan más que en reformismo, apuntalar el régimen existente y conformismo ante la política de gestos que permite la burguesía en el juego democrático y el espectáculo del parlamentarismo.

No es menos cierto que el sistema capitalista se ha encargado, a lo largo de los años y mediante su control de los medios de comunicación, el cine, la cultura, así como también los mercenarios que trabajan en ellos, de desvirtuar el término. La revolución implantada como una idea reformista en la sociedad es una genialidad. Nada de cambios violentos o levantamientos populares que pongan en peligro el orden establecido. La Revolución, como idea reformista debe llevar siempre ligada la ilusión de que no hace falta cambiar la estructura política ni económica y de que a través de pequeños avances, revertiremos las injusticias del sistema.

En esto se basan ideas como repetir hasta la saciedad conceptos como, “casta”, o aludir a “la trama” como los grandes males de la sociedad, lo que equivale a decir que el sistema es bueno, solo son malos quienes han estado al frente durante un periodo de tiempo, por tanto el sistema y sus estructuras, con las peculiaridades del Estado Español las cuales provienen del franquismo, no necesitan ser abolidos.

Debemos negarnos a que la palabra REVOLUCIÓN sea denostada a una concepción nostálgica y utópica, a la algarabía o el desorden sin un objetivo claro y como conseguirlo, o peor aún, a idea reformista y algo positivo para mejorar el sistema imperante. Para ello lo más importante debería ser asociar revolución con ORGANIZACIÓN, algo que ya nos decía Lenin hace más de cien años. Con tan fin hay que combatir a su vez la espontaneidad dentro del movimiento obrero. La avidez desprevenida por conseguir objetivos no ayuda más que al opresor.

No es un objetivo fácil combatir el discurso actual en torno a la revolución, eso está claro. El enemigo es poderoso. Nos proveen de pequeñas dosis revolucionarias, cargadas de heroísmo/individualismo, que sacian nuestras mentes durante unas horas y nos invitan a esperar a la revolución como una marea que algún día llegará de forma inevitable a pesar de nuestra inacción, o a soñar con líder casi todopoderoso que nos guíe hacia la victoria. Una contraposición total a la organización del trabajo revolucionario de los proletarios, liderados por la vanguardia que emane de ellos mismos y del partido que sea capaz de liderarlos.

Nos encontramos ante una sociedad plagada de “yonkis de la revolución”, pero de una revolución infectada por el capitalismo, que es capaz de absorber y asimilar para su beneficio incluso aquello destinado a destruirlo. Si queremos ser justos con aquella revolución que destruya el sistema existente, lo mejor será asumir que estamos muy lejos de ella y que toca trabajar mucho para que algún día se pueda dar. Ser capaces de realizar un análisis marxista del contexto histórico para aprovechar toda situación que pueda servir al propósito, cosa que actualmente no se hace, ni con el conflicto catalán, ni con la inmigración, ni con el auge del fascismo. Así, lo que es indefectible, tardará mucho más en llegar.

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