Armado con cientos de historias y anécdotas que su cabeza había recopilado y sus manos habían redactado, el experiodista de The Baltimore Sun abrió la caja de Pandora de su Washington D.C. natal.
Por Juan Doporto | 4/03/2024
22 años han pasado desde que David Simon cambiara ya no el policíaco, sino la televisión para siempre.
Un dos de junio de 2002, los suscriptores de HBO entonces ajenos al concepto de ‘streaming’, fueron testigos de una de las series más revolucionarias de la historia de la pequeña pantalla. Quizás, junto a The Sopranos y Twin Peaks, los seriales que más tengan que decir sobre la evolución del lenguaje en nuestra era. El mundo vislumbró como nunca lo había hecho un cambio de paradigma en la escritura de aquellos personajes que habitan en la vasta caja de sorpresas que es la caja tonta. Armado con cientos de historias y anécdotas que su cabeza había recopilado y sus manos habían redactado, el experiodista de The Baltimore Sun abrió la caja de Pandora de su Washington D.C. natal.
Hasta esa época, a principios de los 00s, el concepto que el gran público tenía de la realidad en la ficción se resumía a ideas, chanantes y algo camp de preceptos ya muy manidos de lo que, para Hollywood, era el crimen. Una amplia gama de productos que, en mayor o menor medida no suponían ningún complejo para el ‘stablishment’. Casos como Miami Vice (la serie, no la película) del gran Michael Mann o The A-Team insuflaban en el espectador de la época una confianza ciega en las autoridades en detrimento de unos derechos y responsabilidades que eran corrompidos día tras día. Esta concepción del poder público, totalmente alejado de la realidad, y más allá de la evidente brecha y distinción entre buenos y malos que la Guerra Fría había potenciado, se trataba de una idea esencialmente criminal, que atentaba contra todo un sector de marginados que, además de ser calificados y señalados públicamente en prime time cada noche, veían cómo sus derechos se consumían en tiempo récord, empujando y asfixiando a la inmensa mayoría de la sociedad a acatar lo que dicte el hilo de las moiras.
Pero, aunque escaseen, sobre todo hoy en día, el mundo necesita héroes. Es aquí cuando, poco tiempo después del 9/11, y en pleno mandato Bush, es decir, cuando las voces angustiosas de las calles estadounidenses más lo demandaban, aparece el aguerrido periodista oriundo de la capital yankee.
Basada en su experiencia a pie de calle en el Baltimore Sun, The Wire recibe luz verde, autoconsciente de todo lo que supondrá. Una flecha directa al corazón de las 12 colonias, la tierra de las oportunidades verá en primicia desde 2002 a 2008 cómo funcionan los engranajes del sistema. El espectador será consciente y a la vez protagonista de la enorme errata social sobre la que se erige su nación.
Existen los ganadores, aquellos que reciben honor, gloria y el afecto de la crítica: un placer terrenal, efímero; y existen aquellos que pasan a la historia, los que trascienden y pasan a formar parte de un número escaso de elegidos. Los que, como Omar Little, son recordados en las calles. Hay series galardonadas, boyantes, que gozan de la lámpara mágica. En otro plano, sucio, embarrado, fangoso como la obra de Béla Tarr, existe The Wire.
Es incómoda, es realista, y puede que la mejor ficción que se haya realizado jamás. Pasa totalmente del glamour de épocas y espacios anteriores para darnos a cambio una crónica casi totalmente fiel de las calles. Crimen, corrupción, drogas, prostitución y un alarido moribundo de nihilismo y epicureísmo. Una demanda contra la injusticia en una de las ciudades más peligrosas de los Estados Unidos de América como Baltimore, resulta especialmente necesario verla porque arranca de raíz el concepto de bien y mal que el poder blando lleva décadas moldeando: el héroe ya no existe, ni siquiera en las series. Todo lo que hay, todo lo que existe, es aquello que ves por la calle y aquello que no estás dispuesto a ver.
22 años de esto, y no sirvió para nada porque lo único que avanza según el progreso es el receso. Porque han pasado 22 años de la crítica mejor estructurada que el espectador haya visto, pero también han pasado 56 desde que Carlos Saura, escudado por Godard y Truffaut, decidiera colgarse de la cortina que cubría la pantalla de cine del Festival de Cannes. Los tres, enfurecidos por el abandono del séptimo arte para con los estudiantes que, en medio del maremoto que supuso el Mayo francés, vieron cómo lo que debería haber actuado como estrado solidario en favor de una mejora en la política nacional, quedó relegado a una herramienta que bien podría equipararse a la Movida Madrileña de los 80 en España.
Inefables actos de deshumanización que lejos de desaparecer, han regresado, pues otra ignominia acecha en la actualidad: el Festival de Cine Internacional de Berlín, o Berlinale para los amigos. La cuenta oficial del festival protagonizó hace poco uno de los hechos más vergonzosos del panorama festivalero contemporáneo, negando el genocidio en Gaza y tachando de antisemitas las críticas a Israel por decirles la verdad a la cara.
Como dijo Jean-Luc Godard: “Yo les hablo de solidaridad con los estudiantes y los obreros, y ustedes me hablan de travelling y planos generales. ¡Sois unos idiotas!”
Pase el tiempo que pase y se usen las herramientas que se usen, por válidas que parezcan, los festivales siguen valiendo para una sola cosa, y Baltimore sigue siendo un avispero.
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