Por Carmen Sereno @SpiceKarmelus
“Nadie pone a su hijo en un barco a no ser que el agua sea más segura que la tierra.” Warsan Shire
Solía pasear todas las tardes por la misma calle. Me había acostumbrado al ajetreo de la principal arteria de aquel barrio de Barcelona y al tedio de sus escaparates. No perseguía nada en particular; tan sólo mover las piernas, que me diera un poco el aire, o encontrarme con algún rostro conocido. Quién sabe.
Pero una de esas tardes en las que nunca pasaba nada más que el tiempo, sucedió algo extraordinario. Había esti
rado las piernas, me había dado el aire, y aunque no me había encontrado con ningún rostro conocido, decidí permanecer un poco más en la calle antes de volver a casa. En una concurrida plaza en la que los niños acostumbraban a devorar sus meriendas al salir del colegio mientras sus padres charlaban de esto y de aquello, un grupo escaso de personas se había congregado en torno a una pancarta circundada de velas rojas. Me acerqué lo suficiente como para poder leer el mensaje sin necesidad de llamar demasiado la atención. Welcome refugees, leí. Una muchacha de unos 35 años, delgada, demacrada, con aspecto de tener mucho mundo a las espaldas, cogió un micrófono y, con la voz firme pero impregnada de tristeza, comenzó a relatar su experiencia. Decidí quedarme a escucharla, intuyendo que lo que tenía que contar era importante. Que para mí sería importante. Y no me equivoqué.
Aquella muchacha de mirada abatida era una cooperante que acababa de volver del campo de refugiados de Idomeni, en la frontera entre Grecia y Macedonia. Las cosas que explicó me hicieron sentir vergüenza, e incluso, tuve que cerrar los ojos en algún momento porque su relato fue tan gráfico, tan crudo, que creí poder verlo con nitidez en mi retina. Vi personas cruzando descalzas un río helado. Médicos desbordados por la septicemia, la neumonía, la desnutrición, los ataques de ansiedad. Tiendas de campaña levantadas sobre el barro. El mismo barro que se confundía con la sangre y la placenta de los partos que allí mismo tenían lugar. Allí donde no se daba a luz, sino a oscuridad. Sentí el frío y la humedad que calaba los huesos de personas que se hacinaban contra un muro, juntas, muy juntas entre ellas, porque el calor de las mantas raídas, con olor a vómito y a miseria, era insuficiente.
Vi el caos.
La muerte.
La degradación humana.
Vi lo que nunca nadie debería haber visto.
Y me pregunté qué mierda le estaba pasando al mundo. En qué momento habíamos dejado de ser cristianos -en el sentido secular de la palabra- para convertirnos en bestias asesinas de derechos.
¿Qué autoridad moral nos creemos que tenemos cuando decimos que en nuestro país -un país con unos 3 millones de viviendas vacías- no tenemos espacio para ellos?
¡Que se vayan a otro sitio!
Y a dónde.
¿A Turquía? En Turquía ya hay cerca de dos millones de refugiados y a los que sigan llegando los deportarán sin miramientos. ¿Al Líbano, tal vez? Más de un millón. Pues entonces a Jordania. No, no pueden; allí ya son 600 mil.
Casi todos los refugiados acaban acogidos por países pobres, qué curioso.
En el camino de regreso a casa, después de que aquella cooperante de aire derrotado terminara su exposición, apreté los puños casi sin darme cuenta y derramé una lágrima. Me pregunté por qué no habría más gente como ella. Gente valiente y con la suficiente fortaleza emocional como para soportar la miseria que la retina nunca debió haber visto.
Gente que cree que otro mundo es posible.
Que las personas somos eso, personas.
No refugiados, ni inmigrantes, ni ricos, ni pobres, ni blancos, ni negros.
Personas.
Y a veces, necesitamos huir. Como podría haber necesitado huir mi abuelo a Rusia cuando sólo era un crío en 1936. O como podría haber necesitado huir yo a Alemania a mis 33 años en 2016. Son sólo un par de ejemplos.
Reconozco que sentí mucha pena. Pena por todo lo que tendrían que soportar no sólo los que huyen, sino los que acuden en su ayuda. Y por mí. Sí, también sentí pena por mí; no me da vergüenza decirlo.
Pena por no ser más valiente.
Por haberme acomodado a contemplar la crueldad desde la comodidad de la trinchera.
Por no haberme atrevido a ir a Idomeni. O a Lesbos. Por no haber ni siquiera sentido la necesidad de hacerlo.
Por ser una ciudadana más. Una ciudadana sin más.
Porque igual que se costumbra uno a pasear siempre por la misma calle, se acostumbra a que la vida se la expliquen otros. Los que sí se atrevieron. Los que lo necesitaron.
Escrito por Carmen Sereno @SpiceKarmelus
Ilustración por Javier F. Ferrero @SrPotatus
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